El abrazo del papa Francisco a una víctima de Fukushima

Francisco a los japoneses: «La libertad es saberse hijos amados»

El mensaje de esperanza a las víctimas de Fukushima. El abrazo a los que sufren soledad y alienación. Y esas palabras a un joven inmigrante filipino que parecen dirigirse a todos: «El Señor te necesita»
Alessandra Stoppa

«Solo lo que se ama puede ser salvado. Solo lo que se abraza puede ser transformado». Estas palabras del Papa, nada más llegar a Japón, pueden explicar cómo se enfrenta Francisco a cada encuentro. «Hacen falta líderes a la altura de las situaciones», dijo durante su visita, y en estos días se ha visto la fuerza de respuesta y de esperanza con que él afronta los problemas actuales de la humanidad, su drama, ya sea la vida después de la bomba atómica o tras el desastre de Fukushima hace ocho años, o la herida causada por otra “guerra” que se cobra la mayoría de sus víctimas entre los jóvenes.
Se habla de más de veinte mil suicidios al año en este país, donde la persona se ve aplastada por la presión del sistema. Una sociedad que vive, sobre todo sus jóvenes, bajo lo que él llama «flagelos»: la soledad, las múltiples formas de alienación, como el fenómeno de los hikikomori, los jóvenes que viven un aislamiento total del mundo y se pasan los días en internet.
Entonces se puede entender lo que significa para un joven filipino, inmigrante aquí y víctima de discriminación y de acoso, tan burlado que le dan ganas de «querer desaparecer», oír al Papa que le dice: «Leonardo, el mundo te necesita, el Señor te necesita, ¡no lo olvides nunca!».

Se da un diálogo al que Francisco da mucho espacio, con los jóvenes en la catedral de Tokio. Escucha los testimonios de Leonardo, Miki y Masako, implica a los novecientos jóvenes presentes, les anima, les entusiasma, les hace reír, les pide que se pregunten: «¿para quién vivo, para quién soy yo?». El primer día, el aeropuerto estaba lleno de jóvenes esperándole y uno le pidió que le dijera algo. Él le miró y le dijo: «Camina, camina siempre, tal vez caigas pero así aprenderás a levantarte y a avanzar en la vida». Luego comentó que el subconsciente le había traicionado, porque las palabras que le salieron en ese momento eran «un mensaje contra el perfeccionismo y el desánimo», aquí donde hay «tantas depresiones».

El Papa pidió –ante todo a la Iglesia y a sus pastores, en un diálogo a puerta cerrada con los obispos, pero también a los propios jóvenes– que prestaran atención a todo lo humano y a sus necesidades, dar espacio al amor gratuito, combatir la «pobreza más terrible», que es la espiritual. «Una persona, una comunidad o incluso una sociedad entera pueden estar altamente desarrolladas en su exterior, pero con una vida dentro pobre y encogida, con el alma y la vitalidad apagada». Con un corazón que ya «dejó de latir», como «zombis».

El lema del viaje apostólico es “Proteger toda vida”. «Tener una mirada contemplativa, ponerse delante de toda vida como un don gratuito, por encima de todas las demás consideraciones», explicó, pensando en los jóvenes, los pobres, los inmigrantes, los ancianos, los presos (en Japón está vigente la pena de muerte).
Francisco insistió decididamente en la necesidad de relacionarte, en la urgencia de ser conscientes de que pertenecemos los unos a los otros, para la vida personal y para responder a los problemas globales. «Nadie se reconstruye solo, nadie puede volver a empezar solo», afirmó en el encuentro con las víctimas de Fukushima. Hubo 18.000 muertos en el triple desastre de 2011: terremoto, tsunami y explosión de la central nuclear. «Que nuestra primera palabra sea rezar»: así empezó su intervención, pidiendo un momento de recogimiento en un silencio total, después de saludar a algunas de las víctimas y escuchar un canto compuesto tras la tragedia (“Las flores florecerán”). En los testimonios de los supervivientes del desastre, Toshiko, Tokuun y Matsuki, se notaba la gratitud por la gran ayuda recibida en la emergencia, pero también el dolor vivido, lleno de pérdidas, enfermedades, familias rotas, vínculos sociales que reconstruir, el grave problema medioambiental. Todo narrado con una gran dignidad, incluso el testimonio del más pequeño, Matsuki, con solo 16 años, que hablaba de su vida como desplazado, de su deseo de morir, de la enfermedad de su padre. Al final, entre arcos compuestos y manos enlazadas, se conmovió y se dejó caer en brazos del Papa.

Entre el público, muchos se enjugaban las lágrimas, velozmente, en silencio. Toshiko era la directora de la residencia católica de la ciudad de Miyako, afectada por el desastre, y aquel día perdió muchas cosas, pero afirma que «he recibido más de lo que perdí». Tokuun, sacerdote budista, habló de la cantidad que gente que pide cambios y una profunda comprensión de las decisiones que tomar. El Papa recordó que los obispos japoneses habían pedido el cierre de las centrales nucleares. «Es importante hacer una pausa, detenernos y reflexionar sobre quiénes somos y quiénes queremos ser. Se nos pide elegir una forma de vida humilde y austera. Que la compasión sea el camino». Su llamamiento es a no afrontar los problemas de manera aislada: las guerras, la economía, el medio ambiente, la justicia social. «Es un grave error pensar que se pueden abordar aisladamente». Sobre ese mismo punto insistirá en su encuentro privado con el emperador Naruhito, hablando de la preocupación de que la próxima guerra global se desencadene a causa del agua.

Con el primer ministro Shinzo Abe

En el estadio Tokyo Dome, le esperaban cincuenta mil personas para la misa, continuamente le paraban durante su paseo entre la multitud, acercándole niños para que los bendijera. También estaba presente Iwao Hakamada, el ex púgil que pasó 48 años en el corredor de la muerte antes de ser declarado inocente. «La libertad es saberse hijos amados», dirá el Papa en la homilía. «Pero esa libertad de hijos puede verse asfixiada y debilitada», cuando la ansiedad de la productividad se convierte en el «único criterio para medir nuestras opciones o definir quiénes somos y cuánto valemos. ¡Cuánto oprime y encadena al alma el afán de creer que todo puede ser producido, todo conquistado y todo controlado!». No se cansaba de mirar la situación concreta de este país. «Aquí en Japón, no son pocas las personas que están socialmente aisladas, incapaces de comprender el significado de la vida y de su propia existencia, abrumadas por demasiadas exigencias y preocupaciones».

La vida japonesa «corre por vías rigidísimas», dice el padre Andrea Lembo, misionero del PIME que lleva diez años en Tokio. Aquí la gente se dedica más a «construir la sociedad que a sí mismo», hace falta «la cercanía de una relación humana, donde la gente pueda descubrir que siempre existe un espacio de libertad, incluso en este sistema. Es el espacio de su corazón». Su amor por este pueblo, sobre todo por los jóvenes, le hace consciente de estar llamado a una evangelización “scramble”, que se remodela continuamente, como los inmensos cruces de autopistas en esta ciudad. A atravesar la vida, a alcanzar a los hombres y mujeres allí donde están y tal como son.

La misa en el Tokyo Dome

Aquí los católicos son menos del 0,5 por ciento, «una minoría, pero su presencia se nota», según Francisco, que ha venido para «confirmar a los católicos japoneses en la fe, en sus esfuerzos de caridad», como dijo ante el primer ministro, Shinzo Abe. Porque «la palabra más fuerte y clara» que la Iglesia puede ofrecer a esta sociedad es «el testimonio humilde, cotidiano» y una Iglesia mártir «puede hablar con más libertad».

Japón lleva en su ADN la experiencia extraordinaria de los laicos que, durante siete generaciones, se bautizaron y vivieron «como iglesias domésticas, convirtiéndose en reflejo, sin saberlo, de la familia de Nazaret». Su existencia no se descubrió hasta 1865, cuando los primeros misioneros volvieron al país después de más de dos siglos, en los que el cristianismo estaba prohibido. Nada más enterarse de que habían vuelto sacerdotes en comunión con Roma, llegaron desde Urakami y se acercaron al padre francés Petitjean con una frase que hoy se puede repetir de manera idéntica: «Nuestros corazones son iguales que los vuestros».