El papa Francisco reza en Hiroshima

El Papa en Hiroshima y Nagasaki: «Allí donde la herida se vuelve grito de salvación»

La visita de Francisco a Japón empezó en los lugares de las masacres de 1945 con un fuerte reclamo a la paz, que debe ser «siempre desarmada», y a la historia del cristianismo en la tierra nipona
Alessandra Stoppa

En 1945 Yoshiko Kajimoto tenía catorce años, estudiaba tercero de enseñanza media. Cuando la mañana del 6 de agosto salió entre los escombros, estaba oscuro, como si se hubiera hecho de noche. «La gente caminaba como fantasmas, unos junto a otros, con los cuerpos tan quemados que no lograba distinguir entre hombres y mujeres, el pelo erizado, los rostros hinchados, los labios separados, con las manos tendidas y la piel colgando. Los días siguientes, los cadáveres empezaron a pudrirse y un humo blanco lo envolvía todo. Hiroshima se había convertido en un horno crematorio». Su padre y su madre murieron por los efectos de las radiaciones, como muchos de sus amigos. Ella ahora tiene leucemia.

En Hiroshima, en un solo instante murieron ochenta mil personas, más sesenta mil en los meses siguientes. «De muchos hombres y mujeres, de sus sueños y esperanzas, aquí, en medio de un resplandor de rayos y fuego, no quedó más que sombra y silencio». El Papa se sumerge en ese instante como si fuera un abismo y pronuncia el mensaje por la paz en el Memorial de Hiroshima al terminar el día más intenso de su viaje a Japón, el país con que soñaba desde que era joven como tierra de su misión. La salud no le permitió secundar este deseo, «cuya realización se hizo esperar», dijo a los obispos japoneses al llegar.

Fieles japoneses en Nagasaki

Francisco saludó a varias víctimas, con un silencio absoluto que parecía nacer del propio lugar, delante del Gennaku Dome, la cúpula de la bomba, un edificio a orillas del río Motoyasu, que nunca se restauró para dejar las marcas de la explosión. El Papa acudió allí a rezar, a recordar, a inclinarse «ante la fuerza y la dignidad de aquellos que, habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han soportado en sus cuerpos durante muchos años los sufrimientos más agudos y, en sus mentes, los gérmenes de la muerte que seguían consumiendo su energía vital». Pero también acudió para pedir que nuestro presente, decisiones y acciones sean juzgadas por esa «hora tremenda» que cambió el rostro de la humanidad, como testimonió otro superviviente, Kojí Hosokawa, que tenía entonces diecisiete años. «Todos deberían darse cuenta de que las bombas no fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, sino sobre la humanidad entera. La guerra enloquece a las personas y la locura final fue la atómica, negando la existencia humana».

Durante esa jornada, las palabras de Francisco fueron fuertes. Condenó la hipocresía con que se habla de paz mientras se financian armamentos y conflictos, la falsa seguridad del uso de las armas, la desconfianza que envenena las relaciones entre los pueblos, la prevalencia de la dinámica de la desconfianza, la erosión del multilateralismo. «El uso de energía atómica con fines de guerra es inmoral. Seremos juzgados por esto. Las nuevas generaciones se levantarán como jueces de nuestra derrota si hemos hablado de la paz, pero no la hemos realizado con nuestras acciones. ¿Cómo podemos hablar de paz mientras construimos nuevas y formidables armas de guerra? ¿Cómo podemos hablar de paz mientras justificamos determinadas acciones espurias con discursos de discriminación y de odio? La verdadera paz sólo puede ser una paz desarmada». Y precisó que inmoral no es solo el uso sino también «la posesión» de armas nucleares.

Por la mañana estuvo en Nagasaki, donde viven dos tercios de los católicos del país. En el parque del epicentro de la bomba atómica, japoneses de todas las edades le esperaban sentados en silencio, todos empapados, con capas de plástico, bajo una lluvia copiosa y un cielo negro. Cuando llegó, se levantaron y le recibieron en silencio, mientras el coro, compuesto por supervivientes, entonaba un canto. Francisco puso una corona de flores en el lugar simbólico del epicentro de la bomba del 9 de agosto. Dijo que el dinero gastado y ganado con armas es «un atentado continuo que clama al cielo». Para él, el mundo en paz no es imposible. «Convertir este ideal en realidad requiere la participación de todos. Nuestra respuesta a la amenaza de las armas nucleares debe ser colectiva y concertada, basada en la construcción ardua pero constante de una confianza mutua que rompa la dinámica de desconfianza actualmente prevaleciente». Es una aspiración exigente con la que la Iglesia se siente obligada «ante Dios y ante los hombres». Entre la gente, Francisco saludó al hijo del fotógrafo americano Joe O’Donnell, autor de la foto que durante el último año Francisco quiso difundir al máximo: un niño de Nagasaki, erguido, llevando a su hermano pegado a su espalda, muerto, esperando su cremación. Una foto que «me tocó el corazón, me hizo rezar mucho», dijo el Papa. Por detrás, hizo escribir estas palabras: «El fruto de la guerra».

'El fruto de la guerra'', la foto simbólica tan querida por el Papa

Por la tarde, en el estadio de béisbol de Nagasaki, el silencio dio paso a la emoción festiva de 35.000 personas (entre ellos chinos y coreanos), y el cielo se abrió. La misa de Cristo Rey en latín, mujeres y chicas con la cabeza cubierta con velos de encaje, ancianos, recién nacidos, gente que llegaba desde todos los rincones del país. En el altar, la cabeza herida de la Virgen de madera que se encontró en la catedral de Urakami, el barrio más católico y epicentro de la explosión. La homilía es sobre el Evangelio del buen ladrón, el malhechor que con un pasado tortuoso reconoce al Señor «en el momento menos triunfal y glorioso», en el momento de la injusticia, de la impotencia, de la humillación y la incomprensión. Pero el Señor ofrece «siempre y en todas partes la salvación», dijo el Papa. «Estas tierras experimentaron, como pocas, la capacidad destructora a la que puede llegar el ser humano. Por eso, como el buen ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar nuestra fe en la defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a todos: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”».

La cabeza de la estatua de la Virgen en la catedral de Urakami

Hay existencias que anuncian esta posibilidad, que la última palabra «a pesar de todas las pruebas contrarias» no pertenece a la muerte sino a la vida. El Papa puso delante de todos la experiencia de los 26 santos de Nagasaki, martirizados el 5 de febrero de 1597, yendo al santuario dedicado a ellos. Su muerte –crucificados en una colina tres ser obligados a caminar 800 kilómetros en invierno, desde Osaka hasta aquí– marca el inicio de la larga persecución anticristiana. «Sí, aquí está la oscuridad de la muerte», dijo el Papa, «pero también se anuncia la luz de la resurrección. ¡No olvidemos el amor de su entrega!». Pidió no permanecer “encerrados” en un museo, sino ser fuego vivo en el alma. Acompañado por el provincial de los jesuitas, el padre Renzo de Luca, que fue discípulo suyo en Argentina, visitó el museo, bendijo los objetos de los mártires y a los kakure kirishitan, los “cristianos escondidos”, aquellos que durante dos siglos y medio vivieron y custodiaron la fe cristiana solo con la fuerza de su bautismo, sin sacerdotes. El monumento está hecho de estatuas de tamaño natural, incrustadas formando una cruz, de los 26 mártires. Ante las reliquias de Pablo Miki (el primer religioso católico japonés) y de algunos de sus compañeros, el Papa rezó por los cristianos que hoy, en tantos lugares del mundo, «sufren y viven el martirio a causa de la fe. Mártires del siglo XXI nos interpelan con su testimonio». Citando el Documento sobre la fraternidad humana de Abu Dabi, pidió alzar la voz para que la libertad religiosa se garantice a todos, en todas partes, y en contra de la manipulación de las religiones.

Hiroshima, encuentro con los supervivientes de la bomba atómica

«Por favor, siga guiándonos», le había pedido a Francisco el arzobispo de Nagasaki, Joseph Mitsuaki Takami, al terminar la misa, «para que la dignidad de la gente sea profundamente respetada y puedan encontrar la verdadera felicidad». El arzobispo, que viene de una familia de “cristianos escondidos”, dijo al Papa: «Convertir Nagasaki en el último lugar de la bomba atómica es un fuerte deseo del pueblo japonés. Usted ha ayudado mucho para que este deseo se hiciera realidad».

El mal «no hace distinción entre personas, no se informa sobre sus pertenencias, sencillamente irrumpe con toda su fuerza destructiva», había dicho nada más aterrizar en Japón. En la herida de ese instante de la historia hay muchas otras heridas, personales y sociales, que se convierten en un grito, que solo pueden ser un grito de salvación. Así terminó Francisco su jornada en Hiroshima: «Ven, Señor, que es tarde». Marcia estaba entre la multitud en el Memorial: «Con el Papa, la paz, la justicia, la verdad, han venido a mí».