El Papa recibido en Tailandia

El Papa en Bangkok. Ese rostro necesario de la Iglesia

Los primeros encuentros de Francisco en Tailandia. La misa ante sesenta mil personas, llegadas desde Vietnam y Camboya, por «una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar»
Alessandra Stoppa

Sin el encuentro con el pueblo tailandés, «al cristianismo le hubiese faltado vuestro rostro». Esta necesidad del otro, del otro incluso desconocido y diferente pero que es parte de nosotros, esta necesidad de «abrir el corazón a una nueva medida» ha marcado el comienzo de la visita de Francisco a Tailandia, etapa de un viaje que llegará hasta Japón. El Papa ha hablado de los primeros misioneros que llegaron a estas tierras como hombres que se «se pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que todavía no conocían. Salieron a buscar sus rostros». Lo hicieron para ofrecer el Evangelio, pero también «para recibir de ellos todo lo que necesitaban para crecer en la fe».

Resuenan los ecos de la vida del padre Adriano Pelosin, inmersa desde hace cuarenta años en tierra tailandesa. Este misionero del Pime es una “institución” aquí. Se ha dedicado en cuerpo y alma a las poblaciones tribales, los discapacitados, los huérfanos, los enfermos, los ancianos, ahora especialmente a la gente de los suburbios de la capital. «Después de tanto tiempo, esta gente me sigue sorprendiendo. He aprendido muchísimo de ellos: el valor sagrado que dan a las relaciones personales, a la relación con la naturaleza». Criado en el Véneto, en «una mentalidad estrecha y una religiosidad un poco formalista», con este pueblo ha comprendido «qué es el hombre, la naturaleza humana, la necesidad de ser comprendido, tomado de la mano, siempre, para volver a empezar de cero». Necesitamos al otro, aunque sea “lejano”, para «vislumbrar», decía el Papa en la homilía del jueves, «el designio amoroso del Padre, que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural».

Esperando en las calles de Bangkok (foto: Papal Flight Press Pool)

En la misa en el estadio, el momento de encuentro con el pueblo, entre las sesenta mil personas que se dieron cita había gente de toda tradición religiosa. Y, sobre todo, parte del “pequeño rebaño” católico (380.000, no superan el 0,5% de la población), procedentes también de Camboya, Vietnam y otros muchos lugares perdidos del país. «Nunca salen de sus pueblos, pero ver al Papa era algo que deseaban muchísimo». El padre Domenico Roghiero, oblato de María Inmaculada, que lleva más de veinte años de misión aquí, vive en Mankhaw, en las montañas del noreste, y ha ayudado a su gente con los gastos del viaje. Salieron al amanecer, o incluso el día antes, ocho horas de autobús para estar en la misa y volver.
Entre estas tribus animistas de los montes es donde la evangelización está más viva hoy. Se dejan encontrar por el cristianismo con una sencillez enorme, que caracteriza toda su vida. Para ellos, es sencillo entender lo que el Papa dijo a los jóvenes que, la noche de su llegada, velaban en oración o estaban en camino, en un videomensaje enviado desde la Nunciatura. «En la vida hay que hacer estas dos cosas: tener el corazón abierto a Dios, porque de Él recibimos la fuerza; y caminar, porque no se puede estar quieto en la vida. Hay que estar caminando. Siempre más allá, siempre subiendo».
«Esperamos que después de esta visita la medida de la vida sea otra». Son palabras a Radio Vaticana de sor Ana Rosa Sivori, prima del papa Francisco, salesiana, 77 años, de misión aquí desde los 54. «Los budistas lo admiran por su cercanía con la gente, su sencillez, su coherencia… porque lo que dice lo vive y se ve. Ellos dicen: parece uno de nosotros».

El viaje comenzó con el abrazo entre el Papa y sor Ana Rosa. Al llegar, en la pista del aeropuerto de Bangkok, fue la primera en salir a recibirlo. «Me hace feliz verte y que seas mi traductora», le dijo él. En los traslados en el papamóvil, ella le acompaña a pie, sonriente y solícita, ayudando a que los niños superen las barreras, pidiéndole que se detenga. Y su primo se inclina hacia ellos y los bendice.
La Iglesia celebra aquí 350 años de presencia y cientos de personas esperan por las calles al pontífice, 35 años después de que viniera Juan Pablo II.

La llegada al estadio

Para los jóvenes, es el primer encuentro con el obispo de Roma. Entre los voluntarios está Ohe. Su madre es católica y ella eligió la misma fe. Hoy tiene cuarenta años, a los 18 logró una beca para estudiar seis meses en el extranjero. «Elegí Italia para ver siempre al Papa. Pero hoy está aquí, ha venido él a mí». Agradece formar parte de una “minoría” porque así «vives en tensión. Eres llamada tú personalmente, para todo, es una ayuda para no dar por descontado la fe, para implicarte, como para ser voluntario, porque somos pocos y hace falta».
«Tailandia, esta tierra tiene como nombre “libertad”». Pero para ser tierra de libertad, dijo el Papa en su primer discurso, dirigido al primer ministro, el general Prayut Chan-o-Cha, y a las autoridades en el Palacio del Gobierno, «es necesario trabajar para que las personas y las comunidades puedan tener acceso a la educación, a un trabajo digno, a la asistencia sanitaria», a todo lo que «posibilite un desarrollo humano integral».

El país vive hoy una etapa de transición, con un nuevo soberano, Rama X, coronado en mayo, un nuevo Gobierno, una economía en crisis, el fundamentalismo islámico creciente en el sur. No es ajeno a eso que el Papa llama «problemas globales», que «abarcar a toda la familia humana» y necesitan «“artesanos de la hospitalidad”, hombres y mujeres comprometidos con el desarrollo integral de todos los pueblos». Se detiene en el tema de las migraciones que, por «las condiciones» en que se producen, son «uno de los principales problemas morales que enfrenta nuestra generación». Varias veces en sus discursos vuelve a poner en el centro a todos los “descartados”, especialmente a las víctimas de abusos y explotación. «Esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la prostitución y a la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; esos jóvenes esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su mirada y cauterizar sus sueños; los migrantes despojados de su hogar y familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados, huérfanos, abandonados». El Papa aseguró la ayuda de la «pequeña pero viva comunidad católica» para responder también al «grito de tantos hermanos y hermanas nuestros que anhelan ser liberados del yugo de la pobreza, la violencia y la injusticia».

La Iglesia aquí, aunque pequeña, está muy presente con obras de caridad y educativas. Hay 600.000 alumnos en las escuelas católicas y de todas las religiones. La gratitud por la libertad religiosa, de la que el cristianismo ha gozado desde que llegó aquí (hace cuatro siglos y medio), y la insistencia en el hecho de que los católicos están aquí para ofrecer testimonio y servicio, no para “conquistar”, resonaron varias veces en las palabras del Papa, como en el encuentro en el templo budista con el patriarca Somdej Phra Maha Muneewong, que lo honró esperándole en la entrada. Se renovaba así el encuentro de hace casi cincuenta años entre Pablo VI y el entonces líder supremo budista. «Pequeños pasos», dijo Francisco, que muestran lo urgente y necesaria que es hoy la fraternidad entre religiones (entre los regalos traídos por el Papa estaba la Declaración de Abu Dabi) y que «no solo en nuestras comunidades sino en nuestro mundo, tan impulsado a generar y propagar divisiones y exclusiones, la cultura del encuentro es posible. Cuando tenemos la oportunidad de reconocernos y valorarnos, incluso desde nuestras diferencias, ofrecemos al mundo una palabra de esperanza capaz de animar y sostener a los que resultan siempre más perjudicados por la división».

Encuentro con el personal médico del hospital St. Louis de Bangkok

“Discípulos de Cristo, discípulos misioneros” era el lema elegido para la visita. En el encuentro con los trabajadores del Saint Louis, el hospital diocesano de Bangkok, el Papa les dijo: «Son discípulos misioneros cuando miran a un paciente y aprenden a llamarlo por su nombre». Recordó que su trabajo «no puede reducirse solamente a realizar algunas acciones o programas determinados, sino que deben ir más allá, abiertos a lo imprevisible. Recibir y abrazar la vida como llega a la emergencia del hospital para ser atendida con una piedad especial, que nace del respeto y amor a la dignidad de todos los seres humanos». Después visitó a los enfermos y discapacitados para «acompañarlos, al menos mínimamente, en su dolor». Y añadió: «Todos sabemos que la enfermedad siempre trae consigo grandes interrogantes. Nuestra primera reacción puede ser la de rebelarnos y hasta vivir momentos de desconcierto y desolación. Es el grito de dolor y está bien que así sea: el propio Jesús lo sufrió y lo hizo. Con la oración queremos unirnos también nosotros al suyo. Al unirnos a Jesús en su pasión descubrimos la fuerza de su cercanía a nuestra fragilidad y a nuestras heridas. Se trata de una invitación a aferrarnos fuertemente a su vida y entrega».

Tras un encuentro privado con el rey Rama X, el Papa llegó a un estadio lleno de fiesta y de espera, que lo recibió con cantos y danzas tradicionales. La homilía comenzó con la pregunta de Mateo 12: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». El Papa señaló lo sorprendente que es que el Evangelio esté «tejido de preguntas que buscan inquietar», que sacuden y ponen en camino, «que buscan abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin igual».