Monseñor Mario Delpini (Foto: Pino Franchino)

«Para muchos, don Giussani ha sido el ángel de Dios»

La homilía de monseñor Mario Delpini, arzobispo de Milán, en la misa por el centenario del nacimiento del fundador de CL. Y los saludos de Davide Prosperi y Julián Carrón
Mario Delpini

¿Qué tenéis que decir vosotros, discípulos de Jesús, al mundo actual?
¿Qué podéis ofrecer en este momento de la historia, mientras se extiende la angustia y el desconcierto por la regresión de la humanidad a la violencia, a la babel, a la imposibilidad de encontrarse, discutir y comprenderse?
¿Qué sugerís a esta Europa nuestra tan sabia, tan rica en buenos sentimientos y tan impotente?
¿Qué podéis proponer mientras el sueño de la paz vuelve a romperse justo aquí, donde los tópicos dicen que es necesario usar la racionalidad, la antigua sabiduría, lo políticamente correcto, la unión de los pueblos para diseñar un futuro de fraternidad?
¿Qué pensáis vosotros, discípulos de Jesús, en este momento en que el pensamiento gira de manera obsesiva en torno al precio del gas y la interrupción de relaciones comerciales, con enormes daños para la economía y la prosperidad?
¿Sabéis hacer algo más que lanzar declaraciones que expresen con una terminología muy refinada sentimientos de desprecio y desaprobación inocua, así como razonamientos para el día siguiente?

Tenemos un anuncio que llevar.
Nosotros, discípulos de Jesús, vivimos como todos momentos de confusión y desorientación, desconcierto y frustración, con preocupación por nuestra sociedad y nuestro sistema económico.
Pero nos hemos reunido para escuchar la palabra del Señor y hacer memoria de un hombre, un sacerdote, don Giussani. La palabra del Señor invita a meditar sobre el acontecimiento de la anunciación y la figura de don Giussani se puede ofrecer como un comentario y testimonio de ese acontecimiento.

El saludo de Davide Prosperi

No tenemos otra cosa que decir aparte del Evangelio, el Evangelio de la anunciación.
La obra de Dios se realiza como el acontecimiento decisivo de la historia que la historia no cuenta, no puede ni registrar ni describir. La obra de Dios en la casa de esa joven de Nazaret llega en un momento atribulado e injusto. El mundo no lo sabe, no se da cuenta, pero Dios envía al ángel Gabriel para escribir una historia nueva. Esa historia nueva se llama “la vocación de María”, una virgen prometida con un hombre de la casa de David, llamado José.
Por tanto, para llevar a cumplimiento su promesa, nuestro Dios no interviene de un modo clamoroso, su manera de derribar a los poderosos de sus tronos y exaltar a los humildes no es una revolución, sino la vocación de la sierva del Señor, para que suceda según su palabra.

La vocación de María se anuncia con un saludo que provoca una profunda turbación. Resulta desconcertante porque anuncia la plenitud de la alegría y de la gracia: ¡alégrate, llena de gracia! La forma de la anunciación que invita a participar en la obra de Dios sigue siendo coherente con el estilo de Dios en cada momento de la vida de la humanidad. Cualquier sacerdote podría ofrecer un relato de su vocación tal vez algo idealizado por el paso de los años, pero sustancialmente cada uno de ellos ha recibido en algún momento una palabra que le ha turbado, le ha despertado, le ha hecho pensar, le ha llevado a pedir. Nadie puede indicar a Dios cuándo debe mandar a su ángel para la anunciación: acaso a los diez años, tal vez en la juventud, quizás en un momento en que uno cree haber llegado, ya consagrado, ya situado en los raíles de una historia previsible. Pero hay un momento en que la palabra de un anuncio irrumpe en una historia y siembra la gloria de Dios. La joven de Nazaret es la llena de gracia. Pero el ángel visita todas las casas a las que Dios le manda. Llama a la puerta de humanidades particularmente dotadas, devotas, fuertes, y a la puerta de humanidades mediocres, de baja estofa, marcadas por sus fragilidades y pecados. Así somos los sacerdotes y los frutos del ministerio son imprevisibles.


Hemos recibido un anuncio
Para muchos, don Giussani ha sido el ángel de Dios, un ángel impetuoso, capaz de ternura y al mismo tiempo rudo, tal vez no del todo impecable en su trato y su lenguaje, en sus relaciones y decisiones, pero un ángel que llevó este anuncio a muchos y que animó a tantos a apasionarse por el hecho cristiano.
Así es como Dios actúa también en nuestra historia: con la vocación para dar cumplimiento a su palabra.

Dejando todo atrás, corremos hacia los horizontes de la misión.
La vocación nunca es un hecho privado, no se limita a indicar a una libertad el camino a seguir. Siempre es una llamada. Introduce en un pueblo, invita a participar en el Reino que viene. Los discípulos son convocados para ser un signo del pueblo nuevo.
En torno a don Giussani tomó forma un movimiento, los números se multiplicaron, las obras y palabras generaron obras y palabras. Pero el movimiento podrá decir una palabra al mundo en este momento si contribuye a conservar, en la comunión eclesial, la transparencia de la obra de Dios: «Amaos cordialmente unos a otros, que cada cual estime a los otros más que a sí mismo … que la esperanza os tenga alegres, manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración … bendecid, sí, no maldigáis» (cfr Rm 12,9-16).
Toda historia humana alberga un ímpetu generoso pero también cierta mezquindad, alterna momentos de entusiasmo con fricciones, incomprensiones, dificultades a la hora de la tribulación, rivalidades y susceptibilidades, puntos de vida diferentes con afectos agradecidos y alegres.
Toda historia humana es al mismo tiempo gloriosa y ardua.
Pero ahora llega el momento en que la misión impone una urgencia que no permite demorarse en cuestiones internas ni permanecer atados a malentendidos o resentimientos. Hace falta un ímpetu de servicio, de libertad espiritual y de magnanimidad: «Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde».