Marcello Veneziani (Foto Ansa/Giuseppe Lami)

«Cuando el deseo no mira hacia el infinito»

El mal, el miedo, la soledad. Pero también la libertad, el amor, la esperanza. Y la palabra clave: educación. El periodista y escritor Marcello Veneziani se confronta con el manifiesto de CL
Davide Perillo

«Lo comparto. El tema de en el fondo es ese: cuando los derechos coinciden con los deseos y la libertad choca con el contrario es casi inevitable llegar a ciertos hechos, al menos en los casos más extremos». Como el homicidio múltiple en el que un chaval de 17 años confesó haber matado a sus padres y a su hermano, que nos vuelve a poner frente a «un misterio tan insondable como inhumano», como dice el manifiesto de CL titulado “El mal y un amor que salva”. Sobre él hablamos con Marcello Veneziani, 69 años, periodista, escritor y autor de varios ensayos sobre la sociedad actual.

Tú has hablado mucho de “narcisismo” como uno de los males más corrosivos de hoy en día. Creo que tiene mucho que ver.
Sí. Creo que parte de nuestros problemas –no solo de nuestras disonancias con los demás, sino también de ciertas formas de egoísmo– derivan del hecho de vivir en una época patológicamente narcisista. Lo importante es que yo me refleje en la realidad, encontrar nuestro reflejo en ella. Vale también para las relaciones. Buscamos gente que pueda proporcionarnos un “efecto rebote”, que pueda devolvernos nuestra imagen potenciada. En mi opinión, el narcisismo es también el motivo por el cual vivimos en la «época del desamor»: nos amamos demasiado a nosotros mismos como para pensar en los demás.

El manifiesto de CL parte de un caso en concreto, pero forma parte de una cadena de tragedias que vemos todos los días. Sin entrar a valorar situaciones que no conocemos, ¿alguna de estas noticias le ha impactado especialmente?
Me impresionan igualmente porque hay ciertos mecanismos que se repiten. Primero, el yo que prevalece sobre todo lo demás y se separa del resto, con un egoísmo patológico. Como se suele decir, lo que importa es “estar bien con uno mismo”. Luego, el presente arrancado de cualquier continuidad: en ese momento no piensas en lo que ha habido en el pasado –lo que han supuesto para ti esas personas a las que estás atacando, quiénes son, cuál es su historia– ni lo que puede venir, con las consecuencias de tu acción. Te aíslas en el presente. Lo que estás haciendo se rige solo por la pulsión del momento. Si juntas egocentrismo y aislamiento del presente, tienes estos resultados.

Otra palabra que has usado mucho últimamente y a la que has dedicado un libro es “descontento”: la reverberación del malestar que sentimos por dentro en nuestras relaciones con los demás. Esto hace que las relaciones se vuelvan conflictivas, polarizadas.
Lo que yo llamo “descontento” es una especie de deseo elevado al infinito en el peor sentido del término. Es la convicción de que todo lo que somos y lo que tenemos no nos basta. Tenemos que ser y tener otra cosa. Debemos cambiar de cuerpo, de sexo, de edad, de familia… En ese espacio de frustración entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, nace la vorágine de ese descontento. Es un deseo que no busca el infinito –en el sentido de una medida más grande que nosotros– sino potenciar nuestras posibilidades de vida hasta el infinito. En el fondo, esa es la locura de nuestro tiempo. Estamos convencidos de que nuestra libertad no tiene límites de ningún tipo, pero esa es una libertad que al final se acaba convirtiendo en pretensión y que hace coincidir derechos y deseos.

Se trata entonces de un deseo de infinito que se orienta hacia algo que no puede responder.
Es como verter el océano en una taza de té. No reconocer la distancia y la tensión ideal que debe haber entre lo finito y lo infinito puede ser devastador.

El manifiesto menciona también el problema del mal, que tendemos a censurar.
Queremos eliminar el mal igual que eliminamos la idea de la muerte y, en el fondo, de todo lo que sea negativo. Esa eliminación se da a través de dos acciones que convergen. Por un lado, la negación del mal, porque el hombre es “bueno por naturaleza”, estamos hechos para el bien. Por otro, confinamos el mal en ciertas figuras que demonizamos y señalamos como causa de todos los problemas.

El famoso chivo expiatorio.
Justo. Pero es otra forma de descargar el mal fuera de nosotros. En cambio, si tuviéramos la humildad de entender que también habita en nosotros y que tenemos que combatirlo todos los días, sería un paso importante.

Otro punto fundamental del texto se refiere a la educación. «Escuchar a los jóvenes y tomar en serio sus preguntas es decisivo». Pero a veces nos da miedo, nos cuesta tomar en serio sus preguntas porque no sabemos qué proponerles.
No solo por miedo. También por la tendencia a vivir nuestra vida individualmente, sin asumir la responsabilidad de indicar modelos, dar ejemplo, razonar sobre cómo transformar la realidad. Y para sostener esta vocación egoísta ha llegado una ideología por la que educar a una persona significa en cierto modo constreñirla, coartarla. Hay que aceptar la autodeterminación desde la infancia porque los chavales ya saben lo que quieren y no tenemos que orientarles. El resultado es una sociedad con una falta de educación que acaba alcanzando los niveles que estamos viendo.

Al final aparece una palabra que puede unir todas estas cosas, la “soledad”.
Sí, la soledad es el fruto y al mismo tiempo la causa del individualismo en que vivimos. En esto estoy de acuerdo con Hannah Arendt, que distinguía entre soledad y aislamiento. En cierto sentido, la soledad también puede ser una riqueza: un momento en el que te apartas, contemplas el mundo y paradójicamente puedes sentir a otros más cerca en la distancia. Pero lo que estamos viviendo es una época de aislamiento: la pérdida del mundo, de las relaciones con los demás. No es una opción, sino más bien un déficit nuestro. Cuando no tienes una relación real con las cosas, el yo crece desmesuradamente y pierde el sentido de la realidad. Entonces la vida de los otros acaba siendo tan solo un obstáculo en tu vida.

El texto dice que educar «no es tanto enseñar una forma de vida, sino a preguntarse por qué, y para qué, vivir». Es la necesidad de un sentido, un significado.
Tal vez esa sea la clave principal: mostrar la búsqueda de lo esencial. La educación tiene un papel determinante, pero creo que también hay otra revolución que hacer y se refiere al hecho de que el hombre no nace, como nos dicen a diario, “individualmente”, sino que nace del encuentro entre dos personas. En su nacimiento hay ya una herencia que se transmite de algún modo. El “nosotros” precede al “yo”. Esa convicción debería acompañar la idea de educar. No debemos ser solo átomos en un desierto, sino que formamos parte de una comunidad, de un encuentro, de un “nosotros”.

El amor es necesario, es decir, no es una cuestión sentimental sino algo estructural, ontológico. El amor es necesario porque somos relación.
Es una necesidad innata y por tanto inextirpable. Es una exigencia natural, y también sobrenatural, que nos afecta a todos y que pertenece a esa esfera que antes se llamaba “del destino”. Creemos que todo es fruto de nuestra libre elección pero, en realidad, gran parte de nuestros amores nacen de vínculos naturales. La relación con la madre, o con el hijo, es algo que no hemos elegido mediante un enamoramiento, sino que en cierto modo nos ha llegado por naturaleza. Pero también el amor entre dos personas resulta decisivo cuando se vive en la esfera del destino, es decir, como algo que nos hace con-sortes, “unidos en la suerte”. Y esto acaba llegando a la sociedad.

Al final, el manifiesto habla de «alguien que nos ame, que nos libre del mal». En este contexto, ¿qué sentido tiene hablar de Cristo y de la Samaritana?
Es un ejemplo pertinente. Tiene que ver con la idea de que el amor no es posesión ni dominio del otro, sino entrega, capacidad para darse. En una palabra, gratuidad. Esa es la única riqueza.

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¿Hay ejemplos a tu alrededor que te den esperanza?
Yo me adhiero al pudor de la esperanza, podríamos decir, al hecho de que la esperanza no se suele mostrar. Nos enteramos de los casos más duros, que llenan los informativos. Conocemos mucho menos la vida diaria, que está hecha de muchas contradicciones y de egoísmo, pero también de entrega natural, gratuita, sin exhibiciones. Es connatural a nuestro habitus, a nuestra vida. Persiste. Yo confío mucho en la virtud discreta de la esperanza, en que lo bueno que sucede, sucede siempre en sordina, pero sucede. Y muchas veces el silencio de ciertas cosas puede devorar hasta el ruido de la fealdad y el descontento.

¿Algún ejemplo, aunque sea pequeño?
Son acciones tan habituales que pasan casi desapercibidas. Cuando veo la premura con que se trata a un niño, o a un anciano, o alguien que acompaña amorosamente a una persona con discapacidad… entonces me doy cuenta de que hay un bien que no destaca porque es habitual, pero existe. Y sobre estos gestos gira el mundo.