Los jóvenes y un amor que vuelve a suceder
El sufrimiento de los adolescentes y la posibilidad de un bien en medio de la soledad. Un profesor de confronta con el manifiesto de CLAlguna vez he visitado la planta de psiquiatría para ir a visitar a alguno de mis alumnos, o antiguos alumnos. Tienen historias casi inenarrables, como las que se leen a veces en las páginas de sucesos, que suelen permanecer ocultas pero que son tremendamente dramáticas, desde su génesis hasta sus consecuencias. Cuando voy, siempre salgo de allí llorando por la impotencia que siento ante su dolor y porque parece que el mal del que habla el manifiesto de CL está tan extendido que parece imposible de vencer, como si las palabras que nos decimos no fueran más que un consuelo.
He tenido que pararme a buscar un buen motivo por el que valga la pena cruzar la puerta del hospital, igual que la del colegio, todos los días. He tenido que mirar ese bien que salva y ponerlo negro sobre blanco para guardarlo en la memoria.
El manifiesto me ha impresionado mucho porque últimamente me he topado con el sufrimiento y el malestar que nacen de un mal terrible, unas veces evidente, otras más sutil, que don Giussani identifica en lo que llama «mentalidad dominante»: el miedo a ser juzgados por los demás, que no te deja ir a clase, o el malestar de quien sufre disforia de género, o el dolor de quien ha sufrido la violencia, o de quien busca una solución en las drogas o el alcohol. En todos esos casos, hay siempre un hilo rojo común, la profunda soledad de los adolescentes y sus familias.
Es como si el mal prevaleciera siempre, movido por una ideología y una indiferencia por parte de los adultos que ya es objeto de estudio científico, como demuestra el libro de Jonathan Haidt, La generación ansiosa.
Pero también me he encontrado con historias y personas salvadas por el bien. Una antigua alumna, por ejemplo, que después de un periodo muy oscuro ha renacido lentamente a la vida gracias a la entrega de la comunidad que la acompañaba, el amor de su familia y una mirada que ha visto en ciertos adultos que Dios le ha puesto al lado. Hace poco, tomando juntos una pizza, la escuchaba hablar de su vida ahora y me llenaba de asombro por estar ante un milagro viviente.
Hace unos meses, después de publicar un artículo sobre la revisión de los procedimientos legales para matricularse en un centro con los datos de la identidad de género percibida, se puso en contacto conmigo una mujer para darme las gracias y contarme su historia. Durante el Covid, su hija le dijo que “era” un chico y que quería tener un nombre masculino. Se le cayó el mundo encima, se sentía perdida y se puso a buscar, con mucho esfuerzo pero sin parar, con el deseo de entender qué le estaba pasando, a ella y a su familia. Se dejó poner en cuestión y no dejó de preguntar, llegando a juntarse con otros padres con los que ha fundado una asociación, Generación D, para ayudarse a relacionarse con sus hijos de una manera no ideológica. Las familias de esta asociación nos hemos hecho amigos compartiendo nuestras historias y buscando un bien que parece nada en comparación con la ideología imperante.
Son pequeñas historias que no salen en las noticias, pero son tan sencillas y conmovedoras con las del Evangelio, donde Cristo toca el mal y lo transforma en bien, convirtiéndolo en un signo para la conversión de todos. Como dice el manifiesto de CL, un amor así parece imposible y sin embargo –hoy igual que entonces– vuelve a suceder. Solo por eso puedo volver a cruzar todos los días la puerta de entrada al colegio.
Domenico