Matteo Lancini, psicólogo y psicoterapeuta

Les pedimos que sean ellos mismos, pero a nuestra manera

Padres y educadores tienen que aprender a escuchar a sus hijos y alumnos. El psicólogo y psicoterapeuta Matteo Lancini se confronta con el manifiesto de CL
Paola Bergamini

«Leyendo el manifiesto, me ha llamado la atención que no se mencione internet. Para provocar, creo que titularé mis próximas conferencias “Si eres adulto no saber qué hacer, échale la culpa al móvil”», empieza diciendo Matteo Lancini, psicólogo y psicoterapeuta. «En el caso de esta tragedia, también se ha intentado culpar a las redes sociales, a los videojuegos y a los raperos, pero Ricardo era un chico normal, no era adicto a las pantallas, hasta hacía deporte. Nos obliga a resignarnos a hablar del dolor». Profesor en la Universidad Católica y en la Bicocca de Milán, presidente de la Fundación Minotauro, centro clínico para adolescentes y adultos jóvenes, se enfrenta todos los días en su trabajo con ese malestar que, en su forma más extrema, puede empujar a matar. El suyo es por tanto un observatorio privilegiado del universo juvenil.

Partamos de la palabra “dolor”. ¿Dónde hunde sus raíces?
Hay una trama afectiva y psíquica sobre la que deberíamos interrogarnos porque lo que yo veo es una gran desesperación. No estoy del todo de acuerdo con lo que dice el manifiesto al afirmar que depende de la libertad, una libertad distorsionada. Creo que hay una cuestión previa más importante. Pedimos a los chavales que sean ellos mismos, pero a nuestra manera. Ese es precisamente el título de mi último libro, Sé tú mismo a mi manera. Hay una tendencia –a la que ha colaborado internet– a sobreentender la mente y el pensamiento del otro como necesidad de sentirse adecuados. Me pasó algo que puede aclarar esta idea.

Cuente.
Al salir de un colegio, un niño empuja a un compañero que se cae hacia atrás, más por el peso de la mochila que por el golpe recibido. La madre del asaltante se lanza sobre su hijo y dice: «¿Qué has hecho? No se resuelven así los conflictos». El niño, mortificado, se pone a llorar y entonces la madre, girándose hacia los demás padres, exclama: «¿Veis? ¡Ya se ha arrepentido!». No ha preguntado qué es lo que ha sucedido, mejor dicho, lo ha dejado pasar porque al fin y al cabo nadie había salido gravemente dañado. En nombre de unos valores “adecuados”, no ha escuchado lo que el hijo tuviera que decirle. Las familias y los educadores en general suelen estar más abiertos a la escucha y eso sin duda es positivo, pero no son capaces de prestar atención a las emociones y pensamientos más profundos de los chavales, incluidos los negativos.

¿Tal vez porque los adultos tienen miedo de esas emociones y sentimientos?
En una sociedad tan compleja como la nuestra, con cambios continuos –me refiero, por ejemplo, a los códigos éticos y deontológicos, a las transformaciones tecnológicas–, lo que veo en el adulto es una fragilidad que le impide identificarse y entrar en relación con el otro. Esa fragilidad genera un estado de gran confusión, del que me hablan los jóvenes que, acallando esas emociones –rabia, tristeza, vergüenza, ansiedad– que no responden a las expectativas de sus padres y profesores, llegan a no saber distinguir lo que desean, quiénes son, de lo que les dicen que deben ser para mantener a raya la fragilidad de los adultos. Ya no existe el yo ni el superyó. Es lo que yo llamo el vacío identitario. Pero la pregunta: «¿Quién soy?», tarde o temprano sale siempre.

También es un problema educativo.
En mi opinión, la educación debe pasar hoy por una actitud humana de profunda identificación con el funcionamiento afectivo, emotivo y psíquico del otro. No puede ser una educación digital, contra la violencia de género o en el afecto, por poner algunos ejemplos, sin escuchar las voces, terribles a veces, de los jóvenes. Dar legitimidad a sus palabras es la verdadera emergencia, y eso no significa darles la razón. La desesperación de los adolescentes va unida a la imposibilidad de expresar sus propias emociones que, si no encuentran un canal comunicativo, alguien dispuesto a escucharles, acaban en gestos desesperados, cada vez más a menudo contra sí mismos (trastornos alimentarios, autolesiones) y con violencia hacia los demás. Las noticias hablan de jóvenes que atacan a otros, de accidentes por abuso de alcohol u otras sustancias, a pesar de haber hecho cursos de prevención (en muchos casos, ni siquiera se ve en el asfalto que haya huellas de frenada). No tienen nada que perder porque ya no tienen nada suyo.

¿Pero qué buscan con tanta desesperación?
Adultos creíbles, es decir, identificar una relación verdadera con alguien que tenga el coraje de hacer preguntas significativas sobre la vida sin tener la pretensión de una respuesta preparada de antemano. Preguntas incómodas: ¿has pensado en el suicidio?, ¿te ves feo? Esto vale tanto para padres como para profesores.

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La educación juega un papel importante.
Soy de la idea de que las transformaciones actuales deben llevar a un cambio en la manera de enseñar. Lo que veo es que la nota suele ser la única forma de valorar a un alumno pero, sobre todo después de la pandemia, el colegio se ha convertido en un lugar donde se construyen relaciones diversas, donde se ejerce el pensamiento, el aprendizaje. El verdadero maestro es alguien que dice: «Te has equivocado, voy a decirte dónde y cómo puedes alcanzar tu objetivo». Solo así se conquista a los alumnos, que son mucho más auténticos que nosotros, que nos sometíamos al profesor de turno deseándole desde lo más profundo de nuestro corazón el más atroz de los sufrimientos. Tal vez haya llegado la hora de una reforma dirigida a los alumnos y no a los profesores. Pero volviendo al tema, entrar en relación, identificarse con el otro es más difícil que decir: «Mira que te estoy educando». Se corre el riesgo de llamar “educación” y “norma” a la transmisión de nuestro sistema de valores, que hoy es muy individual. Desde esta perspectiva, es interesante cuando el manifiesto habla al final de «necesidad de sentido»: «Lo que deseamos, más o menos conscientemente, es alguien que nos ame, que reconozca nuestro valor». No creo que el amor nos salve, creo que lo que nos salva es la identificación con el otro. Pero Jesús decía: «Ama al prójimo como a ti mismo».

Parece lo mismo.
Se podría discutir. Lo que quiero decir es comprender al prójimo en lo que lo define. En la educación y en el amor, lo primero que nos tiene que interesar descubrir es quién es el que tienes delante. Hoy nadie pregunta: ¿quién eres tú? Ni los padres ni los educadores, demasiado ocupados en buscar en su interior puntos de apoyo que les permitan sentirse autorizados. Pero la autoridad no está dentro de ti, sino en el reconocimiento de otro. Por eso hay que escuchar lo que piensa, lo que siente.