Mireille y los chicos del Centro Edimar (Foto Avsi)

Mireille y los deseos de sus chicos

En Yaundé (Camerún), cientos de jóvenes abandonados que viven en la calle como pueden pasan por el Centro Edimar. Vamos a conocer a algunos de ellos
Emmanuele Michela

La riqueza de Mireille es una sonrisa contagiosa y viva que la acompaña por las calles de Yaundé, en Camerún, al encuentro de decenas de jóvenes que viven como pueden, que esperan una vida mejor pero que demasiado a menudo rozan los límites de la criminalidad, la droga y la desesperación. «Cada día aquí es un regalo que mirar. Me siento afortunada por estar en un lugar donde el Misterio se muestra a través de esta humanidad».

Por el Centro Edimar, donde trabaja desde 2002, pasan cada semana cientos de chavales entre diez y veinte años. AVSI acompaña aquí a un centenar de jóvenes para ayudarles a mejorar sus competencias laborales, y favorecer su acceso al mundo del trabajo o el retorno a sus familias. La mayoría proceden del campo, apenas están alfabetizados y viven abandonados a su suerte. Otros han salido de la cárcel y necesitan encontrar un nuevo camino más seguro para no caer en la ilegalidad, en un contexto que la pandemia no ha hecho más que empeorar.

Centro Edimar (Foto Avsi)

La historia de esta mujer africana testimonia cómo Dios puede acompañar a los que confían en Él. Mireille lleva veinte años casada con Victorien, un matrimonio herido desde su origen, pues no podían tener hijos, lo que casi supone una maldición para una mujer en la sociedad africana. «Me hubiera encantado ser madre enseguida, para pensar luego en el trabajo, y no dejaba de llorar porque no llegaba». Fue decisivo su encuentro con el padre Maurizio Bezzi, misionero italiano que llegó a África en 1991 y que en 2002 fundó el Centro Edimar junto a la estación de tren de Yaundé. «“Mireille, sal, tienes que ver lo grande que es la realidad”, me dijo. “Las calles están llenas de jóvenes que buscan una madre”. Me asombraba la paz que tenía estando en la calle con estos chicos, compartiendo su amistad, y me di cuenta de que estaba llamada a una maternidad más grande».

Una de las primeras noches que salió, Mireille ya fue puesta a prueba. «Iba paseando con el padre Maurizio y en un momento dado me encontré sola. Un chico me empujó a una esquina y me puso un cuchillo en el abdomen: “Una mujer como tú me trajo al mundo y por eso no me gustan las mujeres, ¡no quiero verte por aquí!”». Mireille estaba aterrorizada pero intentó mirar hasta el fondo aquella rabia que tenía delante. «Le conté que yo también sufría y que aunque me matara, eso no resolvería su dolor. “Tu dolor es mi dolor. Yo estoy aquí porque busco algo, tú estás aquí porque buscas algo. Si quieres hacemos un tramo del camino juntos”, le dije. Él dejó el cuchillo. Aquel episodio fue determinante para mí. Me hizo entender el tipo de herida que sufren estos chicos que viven por la calle, que padecen pobreza y miseria, sí, pero sobre todo tienen un problema de afecto e identidad».

Así empezó su aventura en el Centro Edimar, donde jóvenes abandonados son acompañados en el estudio y también en la búsqueda de empleo, en la formación profesional («tenemos un terreno para aprender el gusto del trabajo, porque muchos chavales lo pierden, hastiados por las drogas o los hurtos») y en la decisión de formar su propia familia. «Muchos de ellos han recuperado el gusto de vivir y hemos empezado a ver en ellos una novedad». Antes vivían como animales, hasta que llega un momento en que recuperan su humanidad. «Queremos ayudar a todos con una propuesta que testimonie un amor a la vida. Además, queremos ir al fondo de su necesidad educativa, con una escuela que encarne el método de don Giussani».



Los encuentros son muchos. Mireille todavía se emociona al pensar en Raina, una chica de 17 años. «Estaba embarazada y se drogaba. Un día vino a verme. Su ropa estaba empapada y tenía contracciones. Le pregunté: “¿Qué deseas?”. “¡Quiero que alguien me dé otra oportunidad, que confíen en mí!”. En aquel momento tan complicado, no buscaba ayuda para parir sino alguien que la mirara de otra manera. La acompañé al hospital asombrada, y todavía me sorprendo cuando la miro con su niña, y doy gracias a Dios». También recuerda a Bilandi. «No tenía 12 años cuando empezó a venir por aquí. No hablaba francés, le ayudaba con el estudio. Dos años después tuvo un examen y me contó que le dijo que no a un examinador que le ofreció las respuestas correctas del test a cambio de dos mil francos (unos tres euros). “Quiero responder con mi cabeza”, le dijo, y lo hizo. Aquí hay corrupción por todas partes. Ese chico pudo decir que no porque había aprendido a decir “yo”. Luego volvió a su pueblo para continuar con sus estudios y allí sigue trabajando».

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«Así es como el Señor me llama cada día a una maternidad más grande». Termina hablando de Sidiky, un chico de 20 años que se encontró en la calle. «Un día, después de un partido de fútbol, me preguntó si podía venir a mi casa. Cuando vuelvo a casa, suelo acercarme a Victorien, mi marido, y sentarme en sus brazos para saludarle. Cuando me levanté, el chico se lanzó a los brazos de mi esposo. Me dijo que quería sentirse como un hijo entre los brazos de un padre. En aquel momento percibí aún más verdadero todo lo que me había dicho el padre Maurizio».