Mireille Yoga, con su marido Victorien y sus hijos, Andrée y Jérémie

Las cenizas o el fuego

La historia de Mireille y Victorien, un matrimonio de Camerún, cuya carta leyó Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso
Alessandra Stoppa

«¿Quién no querría tener amigos así?». Es la pregunta que hacía Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de CL, después de leer la carta de Mireille Yoga, donde narraba una experiencia que había vivido con su marido (Página Uno, Huellas, octubre 2017). Carrón continuó citando al Papa Francisco: «Relaciónate con las personas que han mantenido su corazón como el de un niño. En su humildad está la semilla de un mundo nuevo».
Mireille y Victorien se casaron hace dieciocho años. Viven en Yaoundé, Camerún. La suya es la historia de un amor más fuerte que todo lo demás. «Nos hizo vivir contracorriente», cuenta ella. No tuvieron hijos naturales y en su cultura una mujer estéril es una vergüenza, cuando no una maldición. Siempre se sentía objeto de las miradas y comentarios de la gente y pedía el milagro, que no llegaba. Año tras año, el deseo de dar un hijo a Victorien se convirtió en obsesión. Hasta el día en que él le dijo: «No llores más. Para mí vales más que diez hijos. Volvería a casarme contigo ahora mismo».
Estas palabras, imposibles para un hombre en aquel ambiente, eran fruto de la experiencia que estaban viviendo. Cuenta Mireille: «Era el fuego que venía de Cristo». De aquel encuentro que habían tenido con el movimiento de CL unos años antes de casarse. Un encuentro sencillo –como seguir la curiosidad que les suscitaron dos chicas del coro de la parroquia– pero total, hasta el punto de hacerle decir, delante de Victorien cuando le estaba pidiendo matrimonio: «Sabes que esta mujer está “hecha” por la fe. Por eso quieres casarte conmigo. Nunca me impidas seguir este camino que me ha salido al encuentro, porque mi vida es con Jesús». Él la siguió. «Y fuimos viendo crecer nuestro amor».

Sin motor. El encuentro con un cristianismo vivo se renovó en el “sí” de Mireille al padre Maurizio Bezzi, misionero del PIME (Instituto Pontificio de Misiones en el Extranjero), cuando este le propuso trabajar en el Centro Edimar, una realidad educativa dedicada a los chicos de la calle. Su vida y la de su marido empezó a ampliarse, su casa se abrió a los jóvenes nanga boko, “los que duermen fuera”, entre la calle y la cárcel, robando y fumando hierba, con Sida o con una vida ligada al espiritismo, y empezaron a acompañarlos uno por uno, «para que se posara sobre cada uno de ellos esa mirada amorosa que nunca habían recibido». Ahora tienen además dos hijos: Jérémie, acogido de cuatro años, y Andrée, la mayor, de siete, adoptada en 2012.
Pero llegados a un cierto punto, de aquel «fuego» que les llevó a una vida en pareja que les hacía sentirse únicos en el mundo «solo quedaban las brasas, que corrían el riesgo de reducirse a cenizas». Se dio cuenta por un hecho muy sencillo. Un hombre se enamoró de ella. «Una persona a la que conocía desde hacía años me invitó a cenar. Yo estaba encantada de poder salir un poco del ambiente de casa». Le dijo a Victorien que llegaría tarde y le pidió que se ocupara de los niños. «Fue una velada preciosa. Estaba con alguien que me colmaba de atenciones, que se adelantaba para abrirme la puerta del coche, se daba cuenta cuando mi vaso estaba vacío, se fijaba hasta en los más mínimos detalles, y me dejaba hablar de todo y de nada prestándome una atención especial. Me sentía flotar».
Poco después, volvió a invitarla. «Acepté porque su compañía me hacía mucho bien». Pero esta vez él le dijo que llevaba tiempo enamorado de ella. «Su declaración hizo que me temblaran las piernas. Cuando volví a casa, estaba contenta porque alguien me deseaba, alguien me decía cosas que ya no sentía. ¿Cuándo fue la última vez que mi marido y yo habíamos tenido un momento así, donde me dijera que me amaba o yo se lo dijera a él? Había pasado demasiado tiempo».
Entre ellos se había insinuado una profunda distancia, sutil, de la que ni se habían dado cuenta, siguiendo las cosas que había que hacer y terminando sus jornadas con los teléfonos en la mano antes de dejarse vencer por el sueño. «Cuando me di cuenta, sentí que me faltaba el suelo bajo los pies», continúa Mireille. «Nos ocupábamos cuidadosamente de la familia, de la casa, acogíamos a los chicos de la calles, nos ayudábamos mutuamente… pero estábamos alejados, distantes».
Ante el encuentro con aquel hombre, ella fue leal desde el primer momento. Se detuvo, se miró y se sintió como un coche que gira sobre sí mismo después de haber perdido el empuje del motor necesario para avanzar. Y entendió lo que había pasado. «Creemos que tenemos las cosas para toda la vida. En cambio, nos son dadas. Mientras no perdamos el origen, entonces todo se vuelve árido». Al descubrirse así, empobrecida, se dio cuenta del verdadero problema que había entre ella y su marido. «Cristo ya no era el punto de partida de nuestra vida cotidiana». Hacía tiempo que no rezaban juntos, que «no disfrutábamos de las cosas dando gracias a Dios por dárnoslas». Fue «un descubrimiento doloroso», pero no se resistió. Es más, «me alegré de que pasara, porque el Señor usaba un encuentro cualquiera para devolverme a mí misma, venía para volver a hacerse cargo de nosotros».
Poco después, el día de su aniversario, insistió en salir a cenar con su marido. A él no le apetecía nada una velada elegante, pero aceptó, sentándose a la mesa con la cabeza llena de preocupaciones y su esposa mirándole a los ojos, esperándolo pacientemente. «Quería encontrarme con él», recuerda. Le contó lo que había pasado y se abrieron el uno al otro, se acogieron mutuamente. «Tienes razón», le dijo Victorien, «nuestro amor ha crecido como un árbol. Los pájaros vienen a posarse, la gente encuentra sombra… Pero si dejamos de alimentarnos de la fuente, se secará».
En aquel instante el corazón de Mireille se llenó de gratitud. «El Señor volvía a donarnos la intensidad de nuestra vida en pareja. Rezamos el Ángelus, comimos algo y como dos niños avergonzados volvimos a casa con la certeza de ser amados y queridos por Otro. Aquel que empezó nuestra historia con nosotros, antes de nosotros, acudía otra vez en nuestra ayuda».



El grito de Dios. Es la disponibilidad al modo en que Dios quiere atravesar nuestras puertas. Disponibilidad ante los «síntomas» que se manifiestan en nosotros, como decía Carrón. «Esos síntomas son como el grito que Dios, lleno de ternura por nosotros, hace brotar de nuestras entrañas. Es como si nos dijese: “¿no te das cuenta de la necesidad que tienes de mí?”».
Después de aquella cena de aniversario, «la vida cotidiana no ha dejado de ser dura», cuenta Victorien, que hace unos días tuvo un problema en el trabajo y le dijo a su mujer: «cuando no estamos “juntos”, todo me sale mal». A lo que ella respondió: «sí, pero no hay manera de estar juntos sin Cristo».
Cristo como «punto de partida» de la vida cotidiana. «Es muy concreto», dice ella. «Por la mañana, yo rezaba con los niños porque él tenía demasiadas cosas que hacer. Siempre habíamos leído el Evangelio del día para saber “qué nos dice Jesús hoy”, pero últimamente ya lo hacía yo sola, como ir a misa diaria. Ya no había unidad. Porque la unidad está en Cristo, en el “inicio” de las cosas, en el inicio de la jornada».
«En mí ha crecido el deseo de “mi” relación con Dios», dice Victorien, «que salga a la luz mi corazón, mi libertad». En este ayudarse a tomar y retomar conciencia, «nos estamos haciendo más amigos. Tenemos la certeza de que nuestra vida camina con Otro. Eso nos da sencillez y amor a la libertad del otro. Aquí estamos… como dos hijos perdonados por su padre. Los problemas del matrimonio pueden ser la ocasión de ser más verdaderos, de volver a empezar».
Con los ojos abiertos de par en par, Mireille ha descubierto hasta qué punto su corazón estaba lejos de Cristo incluso en su amistad con el padre Remigio, que acompaña desde Italia a la comunidad de Camerún. Quiso ir a verles, estar un rato con ellos, nada más: «por muy noble que sea todo lo que hacéis, solo quiero saber cómo estáis vosotros». Ver este afecto de don Remigio horadó todos los muros que ella había construido, también con los amigos del movimiento con los que había perdido la relación. «Me decía a mí misma que no debía buscarlos, que si ellos querían ya sabían dónde encontrarnos… Un montón de objeciones». Pero don Remigio preguntaba por uno y por otro, se interesaba por ellos. Ella respondía con evasivas, como si no merecieran tanta atención, pero él no cedía, no dejaba de querer saber de ellos.

Un simple «gracias». «En la mirada de don Remigio veía lo mucho que le importaba la felicidad de cada uno, y eso fue un shock para mí. Empecé a desear tener esa misma mirada de ternura que tenía él. En mi intimidad, empecé a rezar y a pedir perdón por todas las veces que había impedido que Cristo utilizara mi corazón y mi mirada para manifestarse a mi alrededor».
Entonces volvió a buscar a los amigos que hacía tiempo que no veía. «Colmada por esta amistad que vino a trastornar la tranquilidad en la que yo me había instalado». Cita solo un mensaje que recibió como respuesta de uno de ellos, un simple «gracias». «Un gracias que estaba lleno de cosas no dichas».