Giacomo y su mujer Maria

Londres. Cuando la aridez no es objeción

Un trabajo financiero, ansiedad por dar la talla fuera y dentro de casa, hasta descubrir que todo está unido cuando te reconoces amado. El testimonio de Giacomo en la Diaconía europea de CL
Giacomo Mazzi

Siempre me ha costado aceptarme en mi trabajo tal como soy. Tengo el síndrome del impostor porque llegué al mundo de las finanzas por casualidad y cuando tengo algún problema suele insinuarse la duda de no estar a la altura. Por las noches tiendo a medirme solo en función de lo que he conseguido o no, y el balance casi siempre ese negativo. Sin duda, el ambiente laboral no ayuda nada, pues la idea es que si al final del día has ganado dinero es porque has sido más inteligente que los demás, y si has perdido eres un fracasado.
Lo que más me duele es que en realidad mi trabajo me encanta, me gusta tratar de entender cómo funciona un mundo tan complejo como el financiero y poder explicar qué es lo que mueve la marcha de los merados (miedos, riesgos, deseo de sacar provecho de lo que uno invierte).

En Asís, Paolo Prosperi nos recordaba que hemos pasado «de una sociedad disciplinaria, a base de obligaciones, deberes y prohibiciones impuestas por el orden constituido (encarnado por la familia, la Iglesia, el Estado, etc.), a la sociedad del rendimiento, donde en teoría ya no hay obligaciones ni deberes, sino aquello que “promueve” y “enaltece” a uno mismo, lo que esencialmente significa hacer dinero y afirmarse socialmente, demostrando ser alguien que sabe “marcar la diferencia” (…). El “tú puedes” ejerce incluso más coacción que el “tú debes”. La coacción propia es más fatal que la coacción ajena, ya que no es posible ninguna resistencia contra sí mismo».

¡Qué gran verdad! Y veo que esta dinámica no solo afecta al trabajo. La idea de tener que dar la talla suele acabar invadiendo todos los aspectos de mi vida, también con mi familia, con mis hijos, y la responsabilidad del movimiento en Inglaterra. Cuántas veces me descubro teniendo como único horizonte el de encontrar un equilibrio entre mis energías y todo lo que tengo que hacer. Solo que cuando creo haber logrado cuadrarlo todo, no me siento en paz, porque vivir así es sofocante.

¿Qué me puede permitir volver a empezar cuando me bloqueo en esta dinámica? ¿Cuál es el verdadero objetivo de mi trabajo? Recordé entonces una cita de don Giussani en 1998, que dice que «para un cristiano el trabajo es el aspecto más concreto, más árido y concreto, más fatigoso y concreto, del amor a Cristo. El amor a Cristo bien entendido, nos recuerda –más que cualquier otra relación– que el amor es un juicio de la inteligencia que arrastra consigo toda nuestra sensibilidad, toda la sensibilidad humana».

Así que empecé a verificar si esas palabras de Giussani eran ciertas. ¿Cómo? Comparando lo que me pasaba con la realidad y con las personas que el Señor me ha puesto delante en este tiempo.

Pongo algunos ejemplos. Al acabar la universidad, Maria (que luego sería mi mujer) y yo teníamos que elegir dónde hacer el doctorado. Nuestra forma de llegar a Edimburgo fue un gran signo de que Alguien nos quería allí y esa conciencia siempre nos ha acompañado estos años (en los que hemos pasado por Bélgica, Alemania e Inglaterra). De hecho, ese año le ofrecieron a Maria un puesto en Edimburgo y a mí en el sur de Inglaterra. Era difícil decidir qué hacer, pero nos encomendamos a Dios. El día antes de que venciera el plazo para aceptar o rechazar mi puesto, me llamó un profesor para proponerme un doctorado en Escocia. Estaba claro, aunque me surgían algunas dudas. No teníamos amigos, no había nadie del movimiento y partíamos para allá al día siguiente de nuestra boda. Estábamos inquietos pero mi tía, que es monja de clausura, nos dijo: «No os preocupéis, Dios os precederá en Escocia». Y así fue.

A medida que íbamos caminando, descubría (aunque siempre tengo que hacer el esfuerzo de no olvidarlo) que solo respiro si dejo entrar en mi vida una medida más grande que la mía. Y que todo consiste en la unidad entre mi mujer y yo. Pongo otro ejemplo. Durante el doctorado le ofrecieron hacer el último año en Bélgica, mientras yo debía permanecer en Edimburgo. La idea no me gustaba porque íbamos a estar mucho tiempo separados, así que fuimos a hablar con nuestro gran amigo Marco Bersanelli. Me dijo que no podía pensar en hacer un sacrificio como ese solo por hacerle un favor a Maria (que estaba muy contenta por la oportunidad de trabajar en Bélgica) porque a la larga eso me haría estar descontento y violento con la situación. Así que nos invitó a mirar nuestra unidad como criterio para decidir. ¿La distancia nos haría estar más unidos o menos? Por fin tenía un criterio de juicio y una posibilidad de bien para mí. Esto nos acompañó mucho durante los duros meses que pasamos separados, pero nos ayudó sobre todo a descubrir que la unidad entre nosotros no es fruto de nuestro esfuerzo sino que es continuamente un don. Cuántas veces lo reducía a la cantidad de cosas que hay que hacer juntos, cuando la unidad es mucho más que eso. A partir de ahí, mi mujer y yo nunca hemos tomado una decisión laboral por la ambición de hacer “carrera”, sino que siempre hemos tratado de favorecer nuestra unidad.

He aquí otro descubrimiento: si bien es cierto que es justo madurar una cierta libertad frente a la sociedad del rendimiento, no hay que caer en el extremo contrario de la indiferencia. Concluyo con un último ejemplo. Después del doctorado en Bélgica, volvimos a Inglaterra, a Cambridge. Aquí me bloqueé con un trabajo que me resultaba insoportable. Era tan duro que todas las mañanas iba al despacho con un nudo en el estómago, me pasaba el día en LinkedIn buscando empleo, pero todas las entrevistas salían mal. Un día, desahogándome con un amigo, me hizo una pregunta que me descolocó: «¿No crees que el Señor en este momento tal vez solo te esté pidiendo que estés ahí, en ese puesto que quieres dejar?».

LEE TAMBIÉN – La historia de Andrew Lee

Su pregunta me provocó mucho y, aunque no dejé de hacer entrevistas, empecé a ir al trabajo con el deseo de descubrir lo que el Señor quería de mí. Poco a poco –porque la paciencia también es algo que hay que pedir, pues solemos quererlo todo ya– me di cuenta de que en ese trabajo sucedían cosas interesantes, pero sobre todo me sorprendía estando mucho más atento a buscar los pocos destellos de belleza que despertaban mi curiosidad (aprovechar al vuelo cualquier ocasión para aprender algo nuevo, hacer bien un trabajo porque me hacía sentir más realizado, independientemente de lo que vieran los demás). Volví a respirar, ya no vivía en apnea. Al cabo de nueve meses, encontré un trabajo mejor, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que mi mirada había cambiado. ¿Para siempre? No, porque es algo que tengo que volver a adquirir continuamente. Aún hoy, que no todo es fácil, puedo afirmar con certeza que soy nada, pero una nada que es amada continuamente. Por eso el dilema que se me presenta todos los días entre seguir midiendo mi valor en función de lo que consigo o no, o bien partir de esa mirada gratuita y fascinante con la que Alguien me ama.