La vida en la parroquia de Salvador de Bahía

Brasil / 2. Ojos abiertos para ver milagros cotidianos

Continúa el relato del padre Emilio, párroco a Salvador de Bahía. La historia de mujeres como doña Lourdes, Sandra, Elisangela, Liviane, las madres "catadora de latas"…
Emilio Bellani

Estamos rodeados de iglesias evangélicas que prometen milagros. Y mucha gente entra allí para pedirlos. Con los brazos levantados, los ojos cerrados, a veces gritando a voces. Yo respeto ese grito, me resulta simpático y también lo siento mío. Es algo precioso que expresa una humanidad sedienta y sufriente. Pero cerrar los ojos no nos ayuda a reconocer sus respuestas, especialmente las que pueden darse a través de cosas sencillas, ordinarias, que pueden parecer irrelevantes.

En el fondo es algo “normalísimo”, como el hecho de que doña Lourdes me ayude todos los sábados por la mañana a dar de comer a los chavales que juegan al fútbol en nuestra pista de cemento. Trabaja cinco horas a la semana como cocinera en la guardería y el sexto día, a las seis y media de la mañana, vuelve a meterse entre las sartenes. ¿Quién ha dicho que tenga que ser siempre algo excepcional?

De las madres catadoras de latas tampoco se habla demasiado, ¿pero qué y quién les da fuerzas para salir temprano de casa a recoger, llueva o haga sol, latas vacías de cerveza para ganar lo que vale un plato de arroz con frijoles para sus hijos? Para volver a empezar cada mañana y ponerse en camino deben llevar alguna esperanza en el corazón, ¿quién la mantiene despierta?

Pienso en otra mujer que podría haber soltado los remos y vivir presa del cinismo. Tiene casi 70 años y ha sacado adelante a sus dos nietos. Se ha inventado multitud de pequeños trabajos, incluidas las cuatro gallinas que cría en casa, con las que me topo cada vez que subo las escaleras para ir a visitarla. Un día llegó un “amigo”, con camiseta y botas de fútbol, a buscar a su nieto para ir a jugar. Este, al salir, apenas dio cuatro pasos y recibió una bala que le atravesó la cabeza. ¡Pobre abuela! Lleva años frecuentando la iglesia Universal del Reino de Dios, la que está más de moda ahora en la galaxia protestante. A veces viene a verme con los brazos abiertos, luego me cuenta que cuando pasa delante de nuestra iglesia siempre se para y se santigua. Pero lo que más me sorprende es cómo puede seguir sonriendo sin renunciar a sus ganas de vivir.

Sandra, que nació y creció en una de nuestras pequeñas comunidades, la abandonó después de casarse. Ahora trabaja en un centro de reeducación con cientos de chavales y jóvenes en situación de riesgo. Cuando le diagnosticaron una extraña enfermedad volvió a acercarse a la confesión, a la comunión, a la vida de la Iglesia. Hace un mes, al terminar la misa festiva, me presentó a una amiga. Alta, guapa, embarazada. «¿Dónde vives?», le pregunté. Sus ojos se giraron hacia Sandra, que me respondió, fresca como una rosa: «Conmigo. Su familia es del interior de Bahía, ella es una de las chicas de mi centro. He pedido y conseguido que esté conmigo durante el embarazo. Ahora estoy buscando algo para la niña porque no tengo nada. Luego ya veremos…».

El último domingo de noviembre, al terminar la misa, como de costumbre, invité a aquella madre a subir ante el altar y, mientras ella alzaba a su pequeña para “presentársela” a la comunidad y a María, se me hicieron aún más evidentes esos pequeños milagros que pasan casi desapercibidos entre nosotros.

Emilio Bellani, a la derecha

Elisangela lleva años como catequista. Mantiene ella sola a sus tres hijos. Este año le confié, casi en broma, a tres chavales que llegaron hace poco de Brasilia. Ella empezó a ir a verles a su paupérrima casa y se hizo amiga de sus padres. Siempre que puede, pasa a verlos y se entretiene tomando un cafezinho. Ha empezado a llevarse a casa a los tres niños, les ayuda con los deberes, una vez vieron una película sobre Jesús y el domingo, aprovechando una fiesta de cumpleaños, invitó a su pequeña casa a toda la familia. Los domingos recoge a los tres chavales y les acompaña a misa. Poco a poco, se han convertido en un signo precioso para todos, para mí el fruto más hermoso de toda la catequesis de este año. Cuando los padres, que entretanto han empezado a asomarse de vez en cuando por la iglesia, tuvieron que anunciar a todos que, al no encontrar trabajo, habían decidido regresar a Brasilia… La conmoción en mí y en todos fue realmente grande.

También quiero hablaros de Liviane, que tuvo un niño precioso hace dos años, cuando ella solo tenía 16. La conozco desde que era pequeña. Una tarde me trajo, con el niño al cuello, a su namorado. Nunca los había visto en la iglesia, pero me pidieron el Bautismo para su hijo. Conocía a los padrinos. Hicimos el curso preparatorio (dos encuentros por la tarde y una misa dominical para presentarles a la comunidad), y luego la celebración. No habían pasado tres meses cuando el pequeño se quedó sin padre, pues le mataron en su propia casa, delante de todos, a causa de una pelea banal. Algo que habría destruido a cualquiera. Pero para Liviane la vida no se acabó aquel día. Después de pasar unos meses fuera del barrio, volvió. Buscó y encontró plaza en la guardería del padre Gigio, y se dedica en cuerpo y alma a su familia, ganando hasta cuatro sueldos pintando uñas a domicilio, sábados y domingos incluidos. Me ha confesado que muchas veces llora por las noches. Pero no la he encontrado desesperada ni una sola vez.