Rosetta Brambilla en una favela (amicidirosetta.org)

La esperanza de Rosetta

Lleva días en primera línea reconstruyendo una de las obras educativas fruto de sus cincuenta años de misión en Brasil, ahora arrasada por el fango. Nos cuenta lo que está viviendo su gente: «Una gran ocasión de tocar al Señor con nuestras manos»
Davide Perillo

«La realidad es algo de otro mundo. Cuando te abres por entero y la abrazas, ves. Reconoces a Cristo que se hace presente». Rosetta Brambilla, 77 años, lleva más de cincuenta en Brasil (fue de los primeros bachilleres en echar una mano a don Pigi Bernareggi, que falleció el mes pasado). Nos responde por Zoom a las cinco y media de la mañana, hora de Belo Horizonte («normalmente a esa hora rezamos el Rosario, esta vez lo retrasaremos un poco»). Una mirada límpida, serena, con destellos de luz. A su espalda, una ventana por la que poco a poco se va abriendo paso la luz, a medida que avanza nuestra conversación.
Hace tres semanas, también era la hora del alba cuando entraba en la guardería Etelvina, una de las “Obras Educativas Padre Giussani” en las que está implicada desde el principio. En total son seis obras educativas que atienden a más de mil doscientos niños y jóvenes. Esta guardería, situada en el barrio Primero de Mayo, acoge a 124 niños de cero a seis años. Iba a reabrir sus puertas después de los meses de confinamiento, pero llegaron las inundaciones del 7 de febrero. Mesas, juegos, cunas, menaje de cocina… Todo arrasado por el fango. Cuando Rosetta entró allí, a la mañana siguiente, le dieron ganas de llorar. «Pero lo que se me quedó grabado después de aquella mañana no son mis lágrimas sino Su presencia».
Lo ha contado muchas veces estos días a sus muchos amigos que desde Italia la siguen y buscan la manera de ayudarla en la reconstrucción («son los brazos del Señor») y para echar una mano a las familias de esos niños. «Son más de cincuenta las que se han visto afectadas por las inundaciones, como nosotros», cuenta. «Y muchas lo han perdido todo».



¿Cómo es la situación ahora?
Hemos ido puerta a puerta para ver qué necesita la gente. Una quincena de familias ya no tienen casa, pues eran barracones que han quedado destruidos. El Ayuntamiento les ha ofrecido un alojamiento, pero muchos han preferido ir a casas de familiares o amigos. Para ayudarlos, nos hemos puesto a recoger colchones, sábanas, alimentos. En las casas que se han reconstruido estamos viendo lo que falta: hornos, neveras… Cosas sencillas, necesarias para vivir. Hemos hecho una lista y estamos comprando.

¿Qué es lo que más te llama la atención de lo que estás viendo?
Estar con la gente sencilla siempre es una gracia. Las casas, cuando las hay, están desnudas. Pero incluso ahí ves brillar en los ojos de la gente la esperanza. Es algo extraño, inexplicable, pero forma parte de nuestro pueblo. Son religiosos por naturaleza. Viven una esperanza que tal vez no sepan expresar, tal vez sea inconsciente, pero es la espera de Cristo. Siempre digo que somos afortunados por vivir aquí.

¿Por qué?
Siempre me han fascinado las favelas. Estos años me he preguntado muchas veces por qué. Es una realidad pobre, dura. Casi he llegado a pensar que no soy normal al sentir esta atracción. Recuerdo una Navidad hace muchos años que sentía esta pregunta con mucha fuerza. Entonces comprendí. Es porque Cristo se ha inclinado sobre esta realidad. Se ha inclinado sobre nosotros, sobre nuestra miseria. No es la lógica del mundo, es la lógica de Dios, el hecho de verse atraído por un lugar así. Muchas veces es duro, hay situaciones y personas muy complicadas, pero te atrae porque si miras, se hace evidente Su presencia. Dentro de la realidad, puedes verlo a Él. Nos ayuda a reconocerlo.

¿Dónde ha podido verlo últimamente?
Las inundaciones fueron un domingo por la noche. Llegué a la guardería a la mañana siguiente, a las cinco. Parecía un tsunami. En el trozo de camino que hice desde la puerta hasta el edificio, me daban ganas de llorar: barro por todas partes, grietas en los muros, gente intentando salvar lo que fuera… Pero había un gran silencio. Cuando entré en el pasillo para limpiar los baños, comprendí. En medio de este silencio que te invadía por dentro, me di cuenta de que Cristo estaba ahí. Estaba, ¿lo entiendes? Con Marcella, que estaba a mi lado, con Rosi, Helena… Ellas y el silencio eran Su presencia tangible.



«Algo de otro mundo», decías antes.
Algo de otro mundo en este mundo. Ante un hecho así, te quedas sacudido. Pero si estás ahí, puedes experimentar que las cosas te son dadas. El impacto no es precisamente hermoso, te gustaría retirarte, pero incluso del fango sale Él. Se hace presente. Y te conmueves. Te avergüenzas incluso por la grandeza que estás experimentando. Es otro mundo nuevo. Pero es el mundo de verdad. Uno querría vivir siempre así. Momentos así son una gracia. Por eso digo que somos afortunados, aunque me tomen por loca. Porque tenemos una gran ocasión para tocar al Señor con nuestras propias manos.

¿Cómo no perder una ocasión así, cómo no retirarse ante la dureza del golpe?
Si eres leal, la realidad se convierte en una flecha que te indica hacia dónde mirar. Ya no te quedas con la mirada fija en las cosas que tienes en la cabeza, sino que te abres de par en par. Brazos, corazón… todo. En ciertos momentos, cuesta aceptarlo y a veces te quedas parado, pero basta con abrazar de verdad la realidad. Parece absurdo, pero es sencillo. Es la experiencia que yo vivo con el Señor. Está aquí, presente. Todo señala a Él: el estar sola, el silencio, los problemas, una persona que se va… Todo son flechas que indican a Cristo.

¿Qué te ayuda a hacer que tu mirada llegue hasta el fondo?
El hecho de descubrirme amada. Es extraño, pero para mí es algo que no logro perder por el camino. Desde que empezó la pandemia lo he percibido así. En el impacto con la realidad, descubres esta mirada de Dios hacia ti. Por eso me sorprendo mirando la realidad así. Con ojos que no son míos. Son Suyos, de Cristo. Pero yo los siento míos, porque soy amada.

¿Dónde reconoces este amor, dónde te percibes mirada así?
Llevo años viviendo sola, pero mi casa siempre está llena de gente: amigos, muchos que venían de Italia para echar una mano… Con la pandemia todo eso se quedó bloqueado. Desde marzo del año pasado estoy sola. Pero hasta la soledad me hace sentir la presencia de Cristo. La noto, de verdad. Llegué a Belo Horizonte en 1977 para acompañar a Pigi y al cabo de dos años él se fue a vivir con otros curas. Yo le decía al Señor: ¿por qué me dejas sola si necesito tu compañía? Luego comprendí: el Señor te despoja de todo para que le reconozcas. Te deja desnuda ante Él. Es la misma experiencia que viví nada más llegar a Brasil en 1967. Muchos amigos entraban en crisis, aquellos en los que te apoyabas se iban… El Señor me quitó las muletas nada más llegar, pero luego te das cuenta de que te las quita para decirte: “Tú estás aquí para Mí”. La experiencia de aquellos primeros meses fue preciosa, pero ahora vuelve a suceder. Es como si el Señor, en la realidad, en la fatiga de las cosas que pasan, te interrogase continuamente. Te despoja de cosas para manifestarse Él.

¿Cómo ha cambiado con los años esta conciencia, Rosetta?
Ha crecido. Como cuando entré en la guardería: un tsunami, pero llevaba dentro esta belleza. Se trata de una experiencia personal, de ti mismo. No somos nada, somos ese barro, pero Dios te está mirando, y entonces comprendes la belleza que tú eres. Yo soy una pobre miserable, pero mi límite supone una riqueza inmensa, porque me hace depender, me hace pedir. Es algo cotidiano. Él se inclina sobre ti y entonces tú te inclinas sobre la realidad.

¿Y qué ves alrededor, en los demás?
He visto a mucha gente inmersa en ese silencio delante de algo grande. Como cuando estás en la iglesia. Experimentan el Misterio dentro de la realidad. Sonia, la directora de la guardería, me hablaba de la unidad que había experimentado con los demás, de que esta obra no es nuestra, sino de Dios. Y de que todo eso podía verlo en cómo la gente nos ayudaba. Ayer fuimos a casa de dos chavales. Ya no había nada. Uno tenía una tabla con una Virgen de Aparecida hecha con piedras de colores. Vive de lo que recoge por la calle. Iba casi desnudo, solo le quedaba esa tabla. Y un estante donde había unos alicates y un destornillador. Nada más. Sonia y yo pensamos: «Tenemos que ayudarlo, al menos con una estufa». En el tiempo que tardamos en volver a la guardería nos encontramos con un hombre del barrio de al lado que llevaba una estufa para donarla… Nosotros pedimos y el Señor responde. Si tienes los ojos abiertos, ves.

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Habrá habido otros momentos, en estos más de cincuenta años.
Sí, también muy intensos. Cuando ciertas personas se marchan y sientes que te están arrancando la piel, pero luego comprendes que son pasos de tu camino, y del suyo. Una vez me caí y me rompí las vértebras. Tuve que estar un tiempo parada y dependía físicamente de una manera que no estaba acostumbrada. Depender de Dios es fácil, depender de los demás no lo es tanto. Pero fue precioso aprender a ser dócil, abandonar hasta tu cuerpo en manos de otro. O cuando muere una persona, sientes un dolor inmenso, pero también una gran alegría porque te imaginas la fiesta que habrá allí arriba. El Señor te quiere. Por eso hay situaciones en las que te ves casi obligada a reconocerlo, Su cara se hace evidente. Para mí es una gracia. Como decía Pigi de la pandemia: bendito coronavirus, porque bendita es la realidad.

¿Echas mucho de menos a Pigi?
Mucho. Estos días lo he notado aún más. Él deseaba ver a Dios cara a cara. Y por eso me alegro. Pero estar con Pigi era vivir cada instante delante del Misterio. Me ayudaba mucho, le contaba mis problemas, mis cosas… Y estos días no estaba. A veces se te hace un nudo en la garganta. Pero si el Señor te quita algo, siempre es para decirte: mírame a Mí.