«El gran corazón de mi alumna»

«Degradada» de la plaza de un liceo a profesora de apoyo en enseñanzas medias. Un esfuerzo enorme que la lleva a enfadarse con Dios. Una profesora cuenta qué hizo que todo cambiara

«Soy profesora de apoyo por culpa del Ministerio», suelo decir casi para justificarme. En 2015, un procedimiento legislativo me degradó sin previo aviso, del instituto donde di clase durante once años a una escuela media. Aquello me dejó noqueada durante un tiempo y luego, cuando retomé la conciencia, lo viví como una grave injusticia y me enfadé muchísimo, primero con Dios y luego con el Ministerio.

¿Cómo podía Dios, que ya nos había dado dos hijas especiales, quererme como profesora de apoyo las 24 horas del día? ¿Por qué tenía que enfrentarme a la discapacidad también en el trabajo? En mis clases de italiano y latín me sentía realizada, podía expresarme libremente y comunicar a mis alumnos mi pasión por la literatura y la poesía. Recuerdo que cuando sucedió todo esto siempre iba a la Escuela de comunidad con una amargura dentro, nada dispuesta a valorar mis grandes dificultades para afrontar mis clases como una ocasión de bien para mí. Mientras tanto, el tiempo iba pasando y yo me dedicaba demasiado a lamerme las heridas.

Pero empecé a darme cuenta de que, a pesar de todas mis objeciones, me gustaba ir al colegio, las relaciones con mis compañeros eran buenas, me ayudaban mucho y me gustaba trabajar con la alumna que me habían asignado. Vivía una lucha continua entre la idea que yo tenía de lo que debía ser la realidad y la realidad objetiva que yo tenía delante.

Cuando llegó esta alumna, era como un cachorro humillado, herido y abandonado. No se fiaba de nadie, siempre tenía una mirada huidiza y hablaba muy poco. Hubo un momento en que, mirándola, me di cuenta de que no podía seguir lamentándome y, como nada sucede por casualidad, supe que el Misterio me quería precisamente ahí y me pedía que cuidara de ella. Durante estos años la he visto florecer, trabando relaciones de amistad con sus compañeras de clase, creciendo en autoestima, empezando a quererse, en definitiva. Muchas veces me sorprendo mirándola con ternura, conmovida y rezando, pidiendo un destino bueno para ella. He sido testigo de una parábola evolutiva preciosa, como una gran obra de Dios que cambia nuestra vida cuando confiamos en Él y le dejamos hacer.

Esta alumna, después de hacer unos exámenes brillantes, me escribió una carta donde me dibujó un gran corazón y me daba las gracias por haberla querido. Me decía sobre todo que ya no tiene miedo.

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Ella no sabe cuánto me ha dado. Con ella he experimentado que uno educa siempre, independientemente del lugar y del espacio, en la cátedra o en un pupitre, cuando te urge el deseo de comunicar aquello por lo que vale la pena vivir, cuando quieres decir a tus alumnos que todo es para ti, que todo tiene que ver contigo, entonces ves, como nos recuerda el profeta Isaías, que cada uno de nosotros está llamado a ser «reparador de brechas, restaurador de senderos».
Gabriella, Matera (Italia)