Manhattan

Estados Unidos. Una nueva vida en medio del desierto

Clima de tensión, peleas familiares. Dos mundos que no se hablan. Las elecciones presidenciales han agudizado la ruptura del país. Jonathan narra su dolor por el momento presente, y de dónde nace su esperanza

Lo que más me ha llamado la atención de este periodo electoral es que no hay sitio al que no haya llegado la división en este país. Vivo en una urbanización donde hay varias casas en una calle privada de Brooklyn. A la derecha tengo unos vecinos millennial con un póster del “Black Lives Matter” pegado en la ventana. En el patio, justo enfrente de ellos, mis otros vecinos han colgado banderas norteamericanas versión “Survivor of the Shield”. Estas banderas tienen una franja azul en lugar de una de las franjas rojas y se entregan a los hijos de los agentes que han muerto de servicio.
Nadie dice nada pero yo siento una gran tensión y tristeza cuando salgo por la puerta de mi casa para ir a trabajar y me pregunto qué está pasando en mi país y en mi ciudad.

Recuerdo el lema del New York Encounter de este año: “Cruzar las barreras”. Veo que esta barrera es personal y llega a tocar hasta el fondo de mi vida. Vengo de una familia judía laica y me enfrento muchas veces con estas barreras aparentemente insuperables. Mi madre está enferma y mi hermana la está cuidando. Soy católico pero no extremista, me preocupa algo que a veces veo como “un elefante en una cristalería”, una “verdad no dicha”, que tiene que ver con valores y posiciones que entran en conflicto entre sí. Pero me centro en el presente, en estar cerca de mi hermana y de mi madre, y no en quién tiene razón o quién se equivoca.

Trabajo en una parroquia de Brooklyn donde la mayoría de los fieles son latinos y chinos, con algunos anglófonos que en su mayoría apoyan a Trump. Mi párroco es un hombre de profunda fe y en este lugar veo que se logran superar esas barreras divisorias. Y lo que consigue superar esa división es la profundidad de la llamada de Cristo que nos sale al encuentro a través de todo esto para afirmar algo más profundo que nos une a todos.

La semana pasada, un grupo de familias y amigos nos fuimos de excursión para pasar el día en Pennsylvania, en el monte Pocono para ser exactos. Comimos, dimos un paseo y celebramos la misa. Era un día de otoño, cerca de un lago con los árboles luciendo unos colores llameantes. Estábamos en la América rural, en un estado clave para las elecciones, una zona de cazadores de ciervos. Una vez más, volví a ser testigo de la división que hay. Solo se veían carteles de apoyo a Trump y Pence. A dos horas de distancia, en Nueva York, es como estar en otro país. Sigo pensando que los que vivimos en la ciudad no tenemos ni idea de cómo vive esta gente.

El sacerdote que celebró la misa para nosotros nos contó en la homilía que un seminarista amigo suyo había recibido un día sendas llamadas de su madre y de su hermana, ambas llorando después de pelearse entre ellas a causa de la política. La ideología nos destroza. En primer lugar debemos comprender hasta el fondo qué significa el ser humano y el amor salvífico de Cristo que nos salva de una justicia impartida con un hacha.

Mi esposa y yo volvimos muy contentos aquel día. ¿Por qué? Fue una experiencia sencilla de amistad, alegría y libertad. En nuestro grupo de Fraternidad cada uno tiene su propia historia, venimos de contextos muy diferentes y pensamos distinto. Hay italianos, irlandeses, judíos, americanos de origen asiático y afroamericanos. Vivimos en zonas rurales y en áreas urbanas. Pero en días como ese hay un signo visible de unidad, igual que en mi parroquia. Para mí, ese es un motivo de esperanza que debo tener presente como punto de partida en mis discusiones sobre política. A medida que envejezco estoy más convencido de que esta unidad sobrevivirá, independientemente de quién esté en el poder, y mi confianza en poder superar la división nace de ahí, de esta profunda amistad. La libertad que experimento aquí es mi legado como ciudadano americano.

LEE TAMBIÉN – «El soplo de Dios en pleno Covid»

Sin embargo, a veces, cuando voy en bicicleta por el puente de Verrazzano para entrenar un poco después del trabajo y en el camino de vuelta contemplo la inmensa skyline de Manhattan que se levanta sobre el mar, pienso en Jesús llorando por Jerusalén. A pesar de mi esperanza, siento un profundo dolor por lo que hemos permitido que nos pasara como país.
Quiero vivir tanto con el dolor por nuestros grandes pecados de omisión y violencia, como con la esperanza en Su promesa, porque creo que mantener ambas cosas unidas en mi corazón es la clave de mi conversión, la manera en que este duro corazón puede empezar a llenarse de misericordia, verdad, belleza y amor de Cristo. Es un poco como vivir en el exilio, como la gente de mi estirpe cuando estaba presa en Babilonia: dolor, pero con el corazón lleno de la promesa de Aquel que nos ha elegido. Las personas a las que amamos y a las que pertenecemos no son más que el signo perdurable de un Significado más fuerte que mis ansiedades y mis miedos, el signo de una vida nueva en medio del desierto.
Jonathan, Brooklyn, Nueva York