Foto Unsplash/Magdiel Lagos

«El soplo de Dios, en pleno Covid»

Una familia golpeada por el virus, con aislamientos e ingresos. «En medio de la soledad total, nunca he estado sola». Una madre cuenta lo que ha aprendido en este tiempo tan dramático pero «lleno de cosas bonitas»

«La noche en que te despidas de tu marido para quedarte esperando hasta saber a qué hospital Covid le trasladarán, te conectarás a la Escuela de comunidad». Si alguien me hubiera predicho esto, lo habría tomado por loco. Pero aquella noche de primeros de octubre, con el teléfono en una mano y delante del iPad, allí estaba, conectada a la Escuela.

Fue un gesto totalmente razonable y nada sentimental porque enseguida vi con claridad que esas caras, más o menos familiares o simpáticas, estaban ahí como signo de la presencia de un Padre amoroso que acariciaba mi cabeza mientras mis certezas afectivas se desmoronaban en cuestión de horas.

Luego llegó la fiebre. Nueve días enferma, en pie para poder cuidar de mi hija de nueve años, con guantes, mascarilla y la mayor distancia posible. Pero en una situación de soledad total, como dictan las reglas de esta horrible enfermedad, nunca me he sentido sola, gracias a las continuas conversaciones con una amiga médico, con mis hijos mayores y con mi hermana, día tras día, para entender mejor qué hacer, cuándo ir al hospital, si permitir que viniera uno de mis hijos que ya estaba en cuarentena por otros motivos…

Hasta que llegó el día del ingreso. Mi hijo llegó a casa para que yo pudiera ir al hospital y hacerse cargo de la pequeña. Lo miraba por el resquicio de la puerta de la habitación, con bata, guantes, mascarilla y productos desinfectantes. Luego lo oía trabajar durante horas, limpiando toda la casa para permitir que yo permaneciera aislada en mi habitación. Cuando llegó la ambulancia me adentré en ese paseo por el infierno que son las urgencias Covid en el Policlínico de Milán. Un pasillo lleno de sillas y camillas, repleto de una humanidad asustada e incapaz de respirar bien. Me sentía pequeña y asustada. Un enfermero se me acercó con dulzura, pidiéndome perdón porque no conseguía encontrarme una vena. Tenía los ojos llorosos, llevaba toda la noche trabajando en ese pasillo, envuelto en esos plásticos que le tapaban hasta la punta de sus cabellos.

Tras hacerme varias pruebas, me quedé dormida en la silla. Empecé a sentir frío, pero apareció mi ángel enfermero y se dio cuenta, me tapó con una sábana suavemente, para no despertarme. Ese gesto desató en mí la conciencia de ser amada, querida, mirada, y me hizo llorar de gratitud y conmoción, con las lágrimas que no había derramado por dolor ni miedo.

Veredicto: pulmonía por Covid. «Pero la mandamos a casa con tratamiento de cortisona». Pero no estoy sola, todos se las ingenian para que no me falte nada en mi aislamiento. Hasta las catequistas de la parroquia, con las que tenía que haber empezado el curso esta semana, insisten en traerme comida. Mi hijo no deja de recibir multitud de propuestas de ayuda y está impresionado y conmocionado. No dejamos de mirar juntos el milagro de esta compañía que es la Iglesia, sabemos que todos rezan por nuestra curación.

Hasta mi compañera me manda mensajes: «Ánimo, vuestra familia es para mí un grandísimo ejemplo, os miro con admiración». Usó esta palabra: admiración. Admiración por el motor, Cristo, que hace suceder hoy las cosas de Dios, en esta tribu como nos llamaba Azurmendi en la Jornada de apertura de curso.

En los últimos días de fatiga mi hija entró en crisis. Ya no soportaba ver enferma a su madre, con su padre desaparecido… Todo lo pone en cuestión, incluida nuestra decisión de cambiarla de colegio. En una conversación calmada y a distancia intentaba mostrarle todas las cosas bonitas que nos han pasado estos días y que, por ejemplo, el colegio nuevo no la ha abandonado ni un solo día. Poco a poco, su llanto desesperado se fue transformando en sonrisa, agarró el teléfono y le contó a su padre la realidad vista por los ojos de su madre.

Pero su madre había aprendido a mirar la realidad con los ojos de Jesús. «El soplo de Dios…». Estas palabras se me clavaron como una flecha en la Jornada de apertura de curso. Desde ese día empecé a pedir poder ver ese soplo de Dios, sin dejar de desearlo con fuerza. Y ese soplo ha llegado de repente en pleno Covid.
Carta firmada