La estatua de Matteo Ricci en el centro de la ciudad de Macao (Foto Wikimedia Commons)

«Se da amor por amor»

La figura de Matteo Ricci, misionero en China citado en los Ejercicios, contada en "Huellas" de junio por padre Antonio Sergianni: «¿Por qué hizo lo que hizo, por qué se comportaba así? No para construir obras, sino para llevar a Cristo»
Maria Acqua Simi

El padre Antonio Sergianni tiene 84 años, algún que otro achaque y muchas aventuras que contar. «Tengo 84 motivos para estar preocupado y uno para estar contento: Cristo ha resucitado y esa es mi esperanza». Nació en la Toscana en 1940, se ordenó sacerdote en 1965, estuvo casi 30 años de misión en China con el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras (PIME) antes de que le llamaran del Vaticano, primero Benedicto XVI y luego el papa Francisco, para estar en la sección china de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que colabora estrechamente con la Secretaría de Estado vaticana en las relaciones entre Pekín y la Iglesia en China.

Su vida está marcada por el encuentro con varios sacerdotes, como Divo Barsotti, y dos misioneros que conoció durante los años de seminario. «A los 12 años decidí hacerme cura. Al enterarse, mi madre dijo que ya lo sabía, pues siempre le había pedido a la Virgen de aquí, la Virgen de los niños, que yo fuera sacerdote. Así que entré en el seminario y a los dos años llegaron de visita dos misioneros que habían sido expulsados de China, con pocos meses de diferencia entre uno y otro. Era el año 1954. Ambos habían pasado un tiempo muy duro en las cárceles del partido comunista chino, solo que el primero estaba triste y enfadado, mientras que el segundo estaba sereno, contento por sus padecimientos por Cristo y su evangelio. Me impactó muchísimo. Se llamaba Amelio Crotti y era un misionero del PIME. Su testimonio despertó en mí el sueño de ir a China». Tuvieron que pasar veinte años hasta que Antonio pisó el continente asiático. La revolución cultural de Mao había provocado nuevas oleadas de violencia contra los católicos. Miles de misioneros y religiosos fieles al Papa fueron asesinados, encarcelados o expulsados, las iglesias destruidas, los símbolos cristianos quemados, mientras el PCCh intentaba crear una iglesia católica nacional contrapuesta a la de Roma.

El joven Antonio se topó durante sus estudios con la figura de Matteo Ricci, misionero jesuita que murió en Pekín en 1610 –los chinos le llamaban Li Madou y fue declarado Venerable por el papa Francisco en 2022– y que aún sigue siendo uno de los pocos extranjeros recordados y honrados públicamente en China. Su tumba se encuentra en la capital china dentro de la Academia marxista-leninista, antiguo cementerio jesuita y meta habitual para miles de turistas y peregrinos. ¿Quién era Matteo Ricci? El padre Sergianni, fascinado por su figura, no se conformó con las escasas informaciones que circulaban y tras diez años de investigación descubre en la biblioteca de Macerata, ciudad natal de Ricci, un libro del siglo XIX que incluye una extensa correspondencia epistolar del misionero con sus superiores y familiares durante sus años en China.

Padre Antonio Sergianni

Más de cincuenta cartas llenas de amor apasionado a Dios, con oportunos juicios sociopolíticos muy profundos desde el punto de vista teológico y espiritual. «Cartógrafo, filósofo, matemático, literato, traductor y agudo observador, fue un auténtico puente entre Oriente y Occidente. Solo que nada de eso basta para explicar por qué su mensaje es más actual que nunca –afirma el misionero toscano–. ¿Por qué hizo lo que hizo, por qué se comportaba así? No para construir obras, sino para llevar a Cristo. Por eso emprende la tarea imposible de ponerse en contacto con el emperador, y lo conseguirá. Quería poder predicar legalmente en China y para ello había que organizar encuentros, visitas, llevar regalos. Hizo cosas grandiosas, pero también sufrió mucho. Le acusaron de tráfico infantil, un compañero llegó a denunciarle por abusar de la mujer del gobernador local… Todo mentira por odio a los cristianos. Asaltaron su misión, algunos de sus amigos murieron, otros enfermaron gravemente. Él se dio cuenta de que debía buscar una vía de diálogo con la cultura china. No en vano, el primer libro que tradujo al chino fue un tratado sobre la amistad. Una intuición genial».

Su comportamiento y el de sus compañeros también fue decisivo. «Como cuando fueron llamados por un tribunal para declarar contra los ladrones que habían atacado su misión. En vez de acusarlos, pidieron su perdón. “En esta tierra nunca hemos oído decir que alguien hiciera el bien a quien le hubiera hecho el mal”, decían unos. “Ahí se ve que la ley de Ricci es más perfecta que la nuestra”, decían otros. Algunos se convirtieron». Para el padre Sergianni, lo que sigue vigente «es la motivación que le animaba, su identificación total con los chinos, el estudio apasionado de sus costumbres, la búsqueda continua de relaciones con las autoridades locales de la época, su resistencia alegre ante calumnias y asaltos. Su único motor era el amor a Cristo, ese misterio que llamamos encarnación, es decir, el amor a Dios presente en lo humano».

Hay una frase recurrente en las cartas de Ricci que ayuda a comprender el espíritu misionero de la época: «Se actúa por amor de Dios que se hizo hombre por amor a mí». Es decir, se da amor por amor. Y no hay que tener miedo a sufrir porque «Dios, según dicen, da el invierno en función del traje». No siempre entenderán al jesuita, ni en su época ni en los siglos sucesivos. Su objetivo no era bautizar a miles de chinos. Lo que deseaba de verdad era que su conversión fuera profunda, real, sentida. Por eso era tan exigente cuando enseñaba el catecismo y los sacramentos. Podía esperar hasta diez años para bautizar a un hombre. La espera paciente de los pasos del otro y su identificación con él son el rasgo distintivo del misionero jesuita.

Hay una carta preciosa de 1599 que citaba monseñor Giovanni Paccosi en los Ejercicios de la Fraternidad de CL donde el padre Ricci lo expresa muy bien: «En cuanto a lo que me pide de que ahí les gustaría ver alguna novedad de la China de alguna gran conversión, sepa que yo, con todos los demás que estamos aquí, no soñamos otra cosa ni de día ni de noche que esto; y por eso aquí estamos dejando nuestra patria y nuestros queridos amigos, y estamos vestidos y calzados con ropas de China, y no hablamos, ni comemos, ni bebemos, ni habitamos en casas si no es siguiendo la costumbre de China».
Cuando el padre Antonio llegó a Hong Kong en 1980, se encontró ante una situación muy parecida. Él también aprenderá el mandarín y se dejará crecer una larga barba al estilo de Confucio. Durante la revolución cultural de Mao, la Iglesia católica quedó reducida al silencio y solo una discreta apertura obrada por Deng Xiaoping en 1979 permitió a algunos misioneros entrar en el país de forma semiclandestina. «Había una urgencia, por parte de la Iglesia, de reconstruir. En dos meses llegué a reunirme con 27 obispos de iglesias que habían reabierto bajo el control del PCCh. A esos hombres los sigo llamando los “patriarcas de la persecución” porque soportaron torturas, trabajos forzados, injurias, pero no dejaban de repetir que estaban contentos». Lo mismo que Ricci hace cuatro siglos y el padre Crotti en los años 50.

¿Qué les mantenía en pie, cómo es posible? «Los sostenía Cristo resucitado. Alguien que acepta la cruz solo puede hacerlo porque está enamorado de Cristo». Recuerda a un obispo que estuvo 17 años condenado a cargar piedras a lo largo del río con otros presos. Años después pudo reabrir su iglesia y se presentaron 42 personas en la puerta pidiendo el bautismo. «Cuando les preguntó por qué, respondieron que querían ser tan felices como lo era él cargando piedras. También conocí a otro sacerdote que vio cómo mataban a sus padres en la calle por ser católicos. Le condenaron a limpiar letrinas en su pueblo. Lo injuriaban públicamente, lo insultaban. Cuando le pregunté qué sentía él entonces, me dijo: “Sentía la presencia de Jesucristo a mi lado y me daban ganas de cantar. Pero no lo hacía porque entonces sería peor”».

Las historias de estos hombres se diluyen con los siglos, pero los frutos siguen siendo tangibles. «Después de tantos años, puedo afirmar con certeza que hemos vencido. La Iglesia sigue existiendo en China, hay casi 16 millones de fieles y en 2018 se alcanzó un acuerdo histórico entre Pekín y la Santa Sede para la designación de obispos chinos tras la muerte del maoísmo. Pienso en los jóvenes chinos que hoy tienen hambre de significado y lo buscan en el cristianismo. Ha habido un salto económico y tecnológico impresionante en las últimas décadas, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente vive bien. Pero a las preguntas sobre el sentido último de la vida no responde un buen sueldo ni la tecnología más avanzada. Tal vez por eso los cursos de historia del cristianismo están tan solicitados en las universidades chinas. El catolicismo y la fe de los cristianos de China tienen ahora raíces sólidas, alimentadas por las persecuciones del pasado».

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Repasando toda la historia de evangelización en China, el padre Antonio dice que no tiene ninguna duda. «Nada tiene sentido sin la caridad, que es la forma de amor más grande». En una de sus últimas cartas, citando a san Pablo, el padre Ricci lo dice claramente. «Siempre he estado muy ocupado durante los 26 años que he estado en China. Si lo midiéramos según los esfuerzos y dificultades, se podría esperar algo bueno, pero como se mide según la caridad, y ahí hace frío, esto me hace suspirar continuamente» (Pekín, 23 de agosto de 1608). El padre Ricci sabía que no es en las obras y quehaceres donde se construye la gloria de Dios en el mundo. Sino en el amor, en el agape. Cuando uno se va de misión no hay nada que sostenga la esperanza como el amor. «¿Sabes por qué la patrona de los misioneros es santa Teresita, que nunca salió del convento? ¡Porque ella amó! Al final solo contará cuánto hemos amado. Ricci lo sabía y sus compañeros también. Amar a Cristo era amar a la gente que encontraban por el camino. “Me he hecho bárbaro por amor de Dios”, escribía. Ese es el mismo espíritu que me movió durante mis treinta años en China y también ahora que soy viejo, aquí, donde el Señor me llama».