Benedicto XVI (Catholic Press Photo)

Benedicto XVI. Una orientación decisiva

Un año después de su muerte, recordamos a Joseph Ratzinger y su profundo vínculo con san Agustín, totalmente centrado en el tema de la conversión, que solo es posible amando y reconociéndose amados
Pietro Luca Azzaro*

«Señor, te amo». Las últimas palabras de Benedicto XVI, pronunciadas al alba del 31 de diciembre de 2022 en el monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano, a pocos pasos de la tumba de san Pedro, nos devuelven a la memoria las que una mañana de primavera, a orillas del lago de Tiberíades, su predecesor respondía al Señor resucitado que se disponía a confiarle la misión de guiar a toda la comunidad de sus discípulos: «“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. […] Le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas”» (Jn 21,17). Pero también vienen a la memoria las palabras que dirigió al Señor, sellando su conversión, aquel que Joseph Ratzinger consideró desde su juventud como un «gran amigo y maestro»: «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva» (san Agustín, Confesiones, X, 26-27).

En efecto, lo que más impactó al joven doctorando estudioso del pensamiento del filósofo de Hipona fue justamente el origen de la historia de san Agustín, su experiencia personal de la conversión, totalmente centrada en amar y ser amado, una dinámica profundamente humana y verdadera que, muchos años después, Benedicto XVI, en su primera encíclica, Deus Caritas est, resumirá así: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Sobre esta base, gracias también al estudio de la eclesiología de san Agustín, Joseph Ratzinger fue madurando cada vez más la convicción de que la Iglesia es propiamente «la comunicación del Señor con nosotros, que genera a la vez la verdadera comunicación entre los hombres. Por eso la Iglesia nace en torno a un altar». Y por eso la Eucaristía es «el procedimiento vivo de la comunión de Cristo con nosotros».

Cuando el Vaticano II planteó la cuestión de la necesidad de una renovación de la Iglesia, el joven profesor de dogmática y perito conciliar –que también propugnaba un “Concilio renovador”– ya tenía perfectamente claro que “actualización” no podía significar la formulación de nuevas doctrinas, la creación de otra Iglesia, sino facilitar todo lo posible, hoy y para el hombre de hoy, el encuentro con esa Persona, esa conversión, ese comunicarse, esa comunión.

En este sentido, a principios de los 50, el joven capellán de la iglesia de la Preciosa Sangre de Múnich ya veía cómo se difundía cada vez más un “cristianismo por costumbre” testimoniado por el “certificado de bautismo”, pero que en la práctica era un “nuevo paganismo”, como escribirá unos años más tarde. Es decir, un cristianismo “convencional” donde aún se recordaban las principales verdades de la fe e incluso, casi por inercia, se seguían frecuentando las celebraciones litúrgicas en las fiestas de precepto, pero donde se había perdido la “memoria del Señor”; donde la fe cristiana, en último término, se percibía como un pasado que no tenía nada que ver con la vida.

«Revivir la memoria del Señor: a eso es a lo que llamamos renovación, a eso es a lo que llamamos conversión». Joseph Ratzinger concluía así años después una homilía dedicada precisamente a la actualidad de san Agustín. Pero también allí donde, mucho antes, siendo profesor universitario en Tubinga y Ratisbona y luego arzobispo en Múnich y Frisinga, pudo observar cómo la progresiva afirmación posconciliar de una cierta interpretación arbitraria de la “renovación” de la Iglesia –que, por otro lado (como nunca se cansará de señalar con el paso de los años), no hallaba reflejo alguno en los documentos conciliares ni en la idea de reforma que animaba a los padres conciliares–, por una dramática heterogénesis de los fines, corría el riesgo de reducir a la Iglesia, en su dimensión cotidiana, a una institución árida determinada por un activismo extenuante.

«¿Qué quiere Dios verdaderamente de nosotros?», preguntó al Prefecto para la Doctrina de la Fe el periodista Peter Seewald, al término de una larga entrevista después de la que volvería definitivamente a la Iglesia. «Que seamos personas que aman –respondió–, es decir, que realicemos nuestra semejanza con Él. Porque, como dice san Juan, Él es amor y desea que haya criaturas parecidas a Él que, eligiendo amar libremente, lleguen a ser como Él, que le pertenezcan y difundan así su Belleza». En las palabras del futuro sucesor del Príncipe de los Apóstoles, revive la memoria del encuentro de Pedro con el Señor resucitado y también la declaración de amor que le dirigió Agustín.

«Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia» (Spe salvi). La experiencia de un gran amor, en mayúsculas y sin plural, del amor que no traiciona, es verdaderamente el punto de origen de la teología de Benedicto XVI, hoy juzgada por todos como absolutamente única por su vastedad, profundidad, coherencia y unidad interna.

Fides quaerens intellectum, intellectus quaerens fidem, la fe busca la razón, y la razón busca la fe, decía san Agustín. No hay pensador contemporáneo que de un modo más profundo, y al mismo tiempo más inmediatamente accesible, más convincente y más apasionante, que haya mostrado y comunicado como Benedicto XVI la razonabilidad de la fe, reconciliando así al hombre moderno con su naturaleza, con su ser hombre. No hay entre los contemporáneos nadie que haya volado tan alto como él sobre las grandes alas de la fe y de la razón, superando el fideísmo y el racionalismo escéptico-académico, para ascender a esa altura a la que fe y razón –frutos del único Logos, del Dios amor eterno y encarnado– tienden naturalmente: a la contemplación de la verdad, es decir, del Señor: «Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti» (san Agustín, Confesiones, I,1).

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«Dos amores fundaron, pues, dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial» (san Agustín, De Civitate Dei, XIV,28). Más que cualquier otro filósofo contemporáneo, Benedicto XVI mostró la dramática actualidad de la dicotomía agustiniana. De hecho, ¿qué otra cosa sino el amor propio hasta el desprecio de Dios constituye hoy el núcleo de esa «dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como medida última solo el propio yo y sus apetencias»? Benedicto XVI caracterizó así el corazón de todo poder totalitario: la exclusión de Dios de la esfera pública, la negación de la más profunda verdad sobre el hombre y al mismo tiempo de la más profunda verdad sobre Dios: la pertenencia del uno al otro, el profundo vínculo de amor que los une, que es también el auténtico fundamento de la dignidad y de la verdadera libertad de todo hombre. Porque la verdadera libertad –nos dice desde el inicio de su camino intelectual y humano– no se da sin vínculos, sino en un camino que lleva al gran vínculo que, llenando el corazón, nos hace verdaderamente libres: «Señor, te amo».

Siendo un joven intérprete de san Agustín, ya comprendió lo utópica e incluso anticristiana que era la ilusión (anti)política de instaurar un Estado cristiano perfecto en la tierra, tanto como la ilusión eclesial de vencer al paganismo con «intentos de cristianización» basados en la «íntima alianza» de la Iglesia con el Estado. La Iglesia siempre se ha desarrollado y siempre se desarrollará «por “atracción”: como Cristo “atrae a todos a sí” con la fuerza de su amor». Por tanto, el camino hacia un florecimiento y reflorecimiento de la fe nunca pasa ni pasará por su politización ni por la transformación de la Iglesia en un movimiento social, dinámica que por el contrario acaba destruyendo la fe y la Iglesia desde dentro. El camino pasa y siempre pasará por el «encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida», escribirá en su última encíclica, Lumen fidei (que es también la primera del papa Francisco). Así fue para san Pedro y para san Agustín; y por tanto pasa por la presencia de testigos, de santos: hombre que –como afirmó Joseph Ratzinger pocas semanas antes de convertirse en Papa– «con una fe iluminada y vivida hagan a Dios creíble en este mundo […]. Solo mediante hombres que están tocados por Dios, Dios podrá volver a vivir entre los hombres».

*secretario de la Fundación Ratzinger, traductor y coordinador de las obras completas de Benedicto XVI