El Papa bendice la imagen de la Virgen madre del Cielo (Foto: Vatican Media / Catholic Press Photo)

Mongolia. «Todos somos nómadas de Dios»

Un periodista que ha acompañado al Papa narra su visita apostólica al país asiático. Un pequeño rebaño de 1.500 católicos, fieles llegados desde China y ese chaval que le cede su sitio junto a la barrera y que esta Navidad espera el Bautismo
Stefano Maria Paci

Las palabras del papa Francisco resuenan en lo que habitualmente es un palacio de hielo, pero este domingo de septiembre aquí, en el Steppe Arena, se celebra la mayor misa que ha habido en este país. Hace 30 años en Mongolia no había un solo católico, su presencia quedó totalmente eliminada por la persecución del régimen filosoviético. Ahora hay una comunidad embrionaria, acompañada del cardenal Giorgio Marengo, misionero italiano que es el cardenal más joven de todo el colegio cardenalicio.

Se trata de una comunidad pequeñísima, de solo 1.500 personas, que ha recibido la visita del Papa para asombro de muchos que se preguntan por qué Bergoglio no va a otros países llenos de católicos. Sin embargo, los medios de comunicación han destacado mucho el evento.
«Todos somos nómadas de Dios, peregrinos en búsqueda de la felicidad», afirma Francisco hablando bajo la gran cruz que se eleva sobre el altar. Entre los que le escuchan hay jóvenes ataviados con los suntuosos trajes tradicionales mongoles y bailarines vietnamitas con sombreros de paja. Francisco se dirige a una población que en su mayor parte sigue siendo nómada y que vive en el inmenso territorio que va desde el desierto de Gobi hasta la estepa. «Todos nosotros somos "nómadas de Dios", caminantes sedientos de amor; somos nosotros esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida. La fe cristiana responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. El encuentro con Cristo nos abre a saborear la belleza de la vida».
En la arena se congregaron casi 2.500 fieles. Extraño, en una nación donde el número de católicos es mucho menor. La explicación es que muchos acudieron desde otros países asiáticos para poder vivir por unas hojas el misterio de la misa junto al Papa.

En las gradas, antes de la celebración, me encuentro con un grupo de chinos. Gracias a un joven que me hace de intérprete, me cuentan que han viajado 50 horas en tren para llegar hasta aquí. Es un gran esfuerzo, también por las consecuencias que podría tener. Ante mí despliegan una gran bandera nacional roja con las cinco estrellas doradas y también llevan banderines para ondear al paso de Francisco. El Papa les saluda al llegar y otra vez al terminar la misa. China envió mensajes amistosos a Francisco en respuesta al telegrama que el Papa envió desde el avión cuando sobrevolaba el país antes de llegar a Mongolia. Al final de la misa, Francisco haría subir a su lado, tomándole de la mano, al obispo emérito y al actual de Hong Kong, mostrando su estima hacia China. No tardó en recibir desde Pekín nuevas palabras de aprecio. Y en el avión de regreso a Roma, en la rueda de prensa a diez mil metros de altura para responder a las preguntas de los periodistas que le acompañan, dirá que espera que China comprenda que la iglesia y el Vaticano no son potencias extranjeras, sino que solo quieren ofrecer su contribución a la vida de la gente. Palabras que tratan de relajar la tensión con el gobierno de Pekín que hace poco nombró nuevos obispos sin acordarlo con el Papa –hay un acuerdo firmado y aún secreto entre el Vaticano y China que seguramente se refiere a este tema– y el gobierno impidió a los obispos chinos, a excepción de los de Hong Kong, ir a Mongolia. Gestos que chirrían ante las palabras de estima expresadas por China durante el viaje, o quizá sea que las palabras de Pekín muestran el deseo de superar estas controversias.

También participan en la misa fieles rusos, incluso se hace una oración de los fieles en ruso. Mongolia es un país democrático enclavado geográficamente entre los duros regímenes de China y Rusia, y durante el viaje son muchas las intervenciones del Papa que se refieren a la guerra en Ucrania. Empezando por el primer encuentro, con el presidente y las autoridades políticas y sociales, que se celebró en el enorme palacio gubernamental en el centro de la capital, Ulán Bator, en cuya escalera de entrada hay una enorme estatua de Gengis Khan, considerado el padre de la nación tras levantar en su época el mayor imperio terrestre en la historia de la humanidad. «La tierra [está] devastada por tantos conflictos», dijo Francisco. «Pasen las nubes oscuras de la guerra, que se disipen por la firme voluntad de una fraternidad universal en la que las tensiones se resuelvan sobre la base del encuentro y del diálogo». Pero sería un error querer explicar este viaje, por tantas razones anómalo, solo con una valoración geopolítica, por importante que sea.

También es cierto que el Papa jesuita tiene un sueño a largo plazo nunca expresado que tiene que ver con la historia de su orden: que Asia recupere las relaciones con China tal como se daban en la época de Matteo Ricci y Francisco Javier.
Pero lo que mueve el corazón y la voluntad de Francisco es el inmenso deseo de encontrarse con una comunidad cristiana que está naciendo, llena de vida y de entusiasmo, que vive intensamente la fe y crea lugares de caridad, y que puede convertirse en un ejemplo para toda la Iglesia en el mundo entero. Uno de los momentos más intensos de este viaje fue cuando el Papa celebró misa en la catedral de Ulán Bator. A mi lado, entre la mucha gente que esperaba fuera la llegada de Francisco, había un joven cuya gentileza me sorprendió. Me cedió su puesto junto a la barrera, que él llevaba ocupando mucho tiempo, justo delante de donde se iba a parar el Papa, para que pudiera ver las imágenes en directo que se iban a emitir desde el telediario para el que yo trabajo. Habitualmente, en los diversos países del mundo donde he estado, esos puestos se defienden con uñas y dientes. Asombrado, le pregunté si era cristiano y me respondió: «Aún no, todavía tengo que bautizarme. Estoy teniendo muchos problemas con la gente que me conoce, pero lo que he encontrado es tan fascinante que no voy a renunciar y en Navidad debería recibir el Bautismo. Espero ese momento con mucha emoción. Ver que el Papa viene a vernos para mí es algo increíble».

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Cuando llega Francisco, a tres metros de distancia del puesto que me han dejado, se encamina hacia la barrera para acercarse al “ger”, una tienda mongola que han montado delante de la iglesia, una catedral dedicada a los santos Pedro y Pablo, también construida en forma de “ger”. Bergoglio recibe de manos de una chica un vaso de leche envuelto en una tela azul, luego baja la cabeza y entra en la tienda. Allí le espera la mujer que encontró hace diez años, tirada en la basura, una imagen de la Virgen de madera. Ante esa imagen el cardenal Marengo consagró a Mongolia a la Virgen el pasado 8 de diciembre. Tal vez no hay imagen más bella para representar a esta minúscula y a menudo despreciada comunidad cristiana mongola naciente que esta imagen de María tirada entre deshechos, una “Virgen de la basura” venerada ahora con el título de “Madre del Cielo”.