Frans van der Lugt, asesinado en Siria en 2014 (Foto: www.theologie.nl)

Nuevos mártires. Ecumenismo de la sangre y la vía de Francisco

El Papa constituye una Comisión para poner nombre, rostro e historia a tantos cristianos desconocidos que estos años han perdido la vida por testimoniar el evangelio
Maria Acqua Simi

¿Quiénes son los nuevos mártires? ¿Quiénes son esos que hoy siguen siendo perseguidos y asesinados por su fe en Cristo? No es cuestión de números, nunca lo ha sido, aunque –como recordaba el papa Francisco hace unos días, cuando anunció la creación, en el Dicasterio para las Causas de los Santos, de la Comisión de los nuevos mártires-testigos de la fe, de cara al Jubileo de 2025– «son más numerosos en nuestro tiempo que en los primeros siglos: son obispos, sacerdotes, consagradas y consagrados, laicos y familias, que en diferentes países del mundo, con el don de su vida, han ofrecido la suprema prueba de caridad». De ahí la idea del pontífice de intentar reunir todas sus historias, siguiendo el camino que ya indicaron Benedicto XVI y san Juan Pablo II. De hecho, este último, en su carta Tertio millennio adveniente recordaba con fuerza que hay que hacer todo lo posible para que el legado de los «soldados desconocidos de la gran causa de Dios» no se pierda. Es lo que Francisco ha definido muchas veces como «ecumenismo de la sangre».

Algunos son conocidos, otros no tanto. Muchos recordarán el asesinato del jesuita Frans van der Lugt en Siria, en Homs, en abril de 2014. El padre Frans, de origen holandés vivía allí desde 1966 y cuando estalló la guerra se negó a abandonar a la gente de su comunidad. Era el último sacerdote que quedaba en Homs y en una carta a sus superiores, pocos meses antes de ser asesinado, escribía: «Aquí, de decenas de miles de cristianos, solo quedamos 66. ¿Cómo voy a dejarlos solos? El pueblo sirio me ha dado mucho, todo lo que tenía. Y si ahora esta gente sufre, yo quiero compartir su dolor».

¿Y cómo olvidar la imagen de los 21 cristianos copto-ortodoxos de rodillas, con los monos naranjas que utilizaba el Isis para sus prisioneros, ajusticiados sumariamente en las costas libias el 15 de febrero de 2015 por los terroristas? Precisamente este año su sacrificio ha sido reconocido por la Iglesia católica, que los ha incluido en el Martirologio romano como señal de comunión espiritual con la Iglesia copto-ortodoxa guiada por su santidad Teodoro II, el Papa de Alejandría.

Hay nombres que nos traen el recuerdo de otras historias parecidas, como la de sor Maria De Coppi, religiosa comboniana asesinada en un ataque terrorista en Mozambique en 2020, o la de Jacques Hamel, párroco de la localidad francesa de Rouen, degollado en el altar de su parroquia mientras celebraba la misa. Lo mismo que le pasó a Olivier Maire, asesinado en 2021 por un ruandés que unos meses antes había prendido fuego a la catedral de Nantes. ¿Y qué decir de tantos religiosos y religiosas asesinados en México, Nigeria, Haití por oponerse a los narcos, a las guerrillas o a las bandas armadas? Entre ellos se encuentra sor Luisa Dell’Orto, asesinada el 25 de junio de 2022 en Puerto Príncipe, capital de la isla caribeña. Llevaba veinte años trabajando en un centro de Haití, Kay Chal (Casa San Carlos), donde acogía a los niños huérfanos y más pobres de la ciudad.

La lista es infinita, llega a todos los continentes y no solo incluye a personas consagradas. Hay miles de cristianos, entre ellos muchísimos jóvenes, asesinados por odio a su fe. Muchos de ellos son desconocidos. Uno de los últimos sucesos es de finales de junio. En Uganda un comando de hombres armados entró durante la noche en los dormitorios de una escuela de Mpwonde y, después de pedir a los presentes que fueran musulmanes que se alejaran, masacró a golpe de machete a niños y niñas cristianas entre 12 y 17 años. Un caso muy cruel en el que, después del ataque, bloquearon las puertas de los dormitorios y prendieron fuego al edificio. Murieron 37 niños y cuatro adultos, entre ellos el director de la institución, que corrieron a ayudar a los alumnos. No ha sido posible identificar sus cuerpos porque estaban completamente quemados. ¿Quiénes eran esos chavales y sus familias, cómo vivían, qué significaba para ellos ser cristianos y cantar alabanzas cada noche (como ha testimoniado una de las supervivientes), compartiendo sus jornadas de estudios con otros alumnos musulmanes? ¿Qué pensarían mientras los mataban?

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Una pregunta que vale también para Maryam, que en 2015 vio morir en Mosul a su marido a sus hijos por oponerse a los guerrilleros del Estado Islámico, o para Basharat Masih, un padre viudo paquistaní y cristiano, asesinado el pasado mes de marzo en un ajuste de cuentas porque había luchado por devolver a cada a su hija de doce años, Hoorab, secuestrada en diciembre por un comerciante que la obligó a convertirse al islam para casarse con ella. Nos gustaría poder contar y poner rostro a los miles de cristianos asesinados estos años en Kenia, Mozambique, Burkina Faso, Nigeria, Somalia, Iraq, Siria, Irán, Colombia, México, India, Sri Lanka… La lista es larga y penosa.

Pero el martirio de los cristianos no es solo obra de fanáticos terroristas, a veces también se debe a los gobiernos de países donde la comunidad cristiana es una pequeña minoría perseguida. Basta pensar en Corea del Norte, donde la dictadura considera la religión como una traición al sistema. Quien es descubierto en posesión de una biblia o de algún símbolo religioso se arriesga a una condena a muerte o a un ingreso en los campos de concentración (según los últimos datos de Open Doors al menos hay setenta mil cristianos detenidos sin juicio en este país), donde las violaciones, los trabajos forzosos y las ejecuciones sumarias están a la orden del día. No es mejor la situación en Afganistán, donde la comunidad cristiana vive en la clandestinidad por miedo al régimen talibán, o en China, donde la libertad religiosa es un espejismo.

A menudo, estos estados no solo persiguen a los cristianos, sino también a otras minorías religiosas, como es el caso de los uigures confinados en campos de trabajo ilegales chinos en Xinjiang o Myanmar, que mata y condena al exilio a los musulmanes rohingyas, víctimas de una auténtica limpieza étnica. Estos años, el papa Francisco ha querido ponerse al lado de todos ellos con sus casi sesenta viajes –de Iraq a África, pasando por Turquía, Armenia, Bangladesh, Cuba, Sri Lanka, Filipinas y Myanmar, entre otros– y ahora con esta Comisión. Porque el ecumenismo, como ha recordado tantas veces en sus viajes, no es mera diplomacia o estrategia, sino un camino de conversión para todos. Un camino que pasa también por redescubrir la unidad entre las diversas iglesias, mirando también a los mártires de ayer y de hoy, como decía Francisco ya en 2014: «En algunos países matan a los cristianos por llevar una cruz o por tener una biblia, y antes de matarlos no les preguntas si son anglicanos, luteranos, católicos u ortodoxos. Estamos unidos con una única herida».