Monseñor Rolando Álvarez

Nicaragua. El sacrificio de la libertad

La dictadura, la Iglesia perseguida, la violencia contra los civiles. Pero también la fe, que resiste el embate de la injusticia
Maria Acqua Simi

En Nicaragua se vive desde hace tiempo una violenta represión contra los disidentes por parte del régimen del presidente Daniel Ortega Saavedra y su esposa y vicepresidenta, Rosaria Murillo. Ortega dirige el país (con varias interrupciones) desde 1979, año que llegó al poder tras derrocar al dictador Anastasio Somoza con la victoria del Frente Sandinista. Solo que el sueño de una Nicaragua libre, floreciente e independiente nunca se cumplió. Desde hace años, este país centroamericano vive inmerso en una espiral de corrupción y violencia y, después de Haití y Honduras, es el país más pobre de América Latina. Los medios de comunicación y las ONG sufren censuras y cierres, los opositores son asesinados, encarcelados o exiliados después de retirarles la nacionalidad. Hasta la Iglesia católica está en el punto de mira.

La pareja presidencial, reelegida en 2021 en unas elecciones cuanto menos dudosas (todos sus adversarios fueron encarcelados antes de ir a votar), acusa a sacerdotes y obispos de apoyar a la oposición civil, que ya salió a la calle en 2018 para protestar pacíficamente contra una polémica reforma de la Seguridad Social. La represión de la revuelva por parte del ejército fue brutal: 355 muertos, muchos de ellos estudiantes. La Conferencia Episcopal de Nicaragua se ofreció inmediatamente para mediar en el diálogo nacional entre el gobierno y la sociedad civil, sin éxito. En aquella mesa de negociación se sentó monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa. La foto de su detención dio la vuelta al mundo. Hoy nadie sabe en qué cárcel está. Fue condenado a 26 años y 4 meses sin juicio. Su historia es la de miles de ciudadanos nicaragüenses.

Hemos hablado de todo esto con dos mujeres, la activista de derechos humanos y socióloga Sara Henríquez y Martha Patricia Molina Montenegro, abogada y profesora universitaria nicaragüense. Ambas se encuentran fuera de su país en el exilio. Ambas han sido obligadas a separarse de sus familias. «Mi madre murió el pasado invierno y ni siquiera pude despedirme de ella. Desde hace cuatro años no puedo volver a Nicaragua porque me detendrían nada más llegar. Mi marido trabaja en un país, mi hija en otro y yo en otro más», cuenta Sara, que fue una de las primeras en denunciar internacionalmente la gravedad de la situación. «Solo espero que Dios me conceda poder volver a abrazar a mis dos hijos», añade Martha.

Dos mujeres diferentes. Una dice que no se identifica con ninguna religión, la otra es católica practicante. Pero ambas tienen algo en común, el deseo de libertad para su pueblo.

«Amar la libertad supone un sacrificio. Decir la verdad supone un sacrificio. ¿Sabes por qué el poder persigue hoy a la Iglesia católica? Porque los sacerdotes están con la gente, no tienen miedo a decirle al pueblo que no es justo aceptar abusos, les recuerdan a todos que la libertad es lo más valioso del mundo. La dictadura odia a la Iglesia porque es libre, y el que es libre no puede estar callado. La paradoja es que Ortega cita a menudo en sus discursos el modelo cristiano para justificar sus decisiones políticas», dice Sara, cuyo exilio no es voluntario, sino forzoso. «Durante las protestas, empezaron a tirar piedras contra nuestra casa. Mi marido quiso llamar a la policía pero tuvimos que respirar hondo porque los que tiraban piedras eran personas a las que la policía protegía y animaba, ¿a quién íbamos a llamar?».

Por su parte, Martha ha visto cómo cerraban el ateneo donde daba clase, la Universidad Juan Pablo II (que pertenece a los obispos nicaragüenses) y la Universidad Católica de la Inmaculada Concepción en la Archidiócesis de Managua. «La UCA, fundada por los jesuitas, también ha sido duramente sancionada. Es terrible porque forma el pensamiento crítico y muchos de sus profesores y alumnos estaban en primera fila en las manifestaciones contra Ortega –explica la abogada–. Los seminarios se están quedando vacíos porque han bloqueado sus cuentas». De modo que los alumnos han tenido que renunciar a su itinerario vocacional y volver con sus familias, en el caso de que la tengan, pues se cuentan por miles los civiles que se han visto obligados al exilio o a esconderse, lo que ha roto muchos núcleos familiares. La maquinaria represiva de Ortega lo aplasta todo.

«Más de tres mil ONG han sido clausuradas o privadas de su estatus legal. Incluso entidades como Cáritas o las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta han sido obligadas a paralizar sus actividades. Nuestra gente ha tenido que moverse como podía porque esas entidades ayudaban al pueblo en sectores clave como la educación, la salud o el desarrollo». El relato gubernamental acusa a la Iglesia de ser anti-democrática y dictatorial, y de haber intentado dar un golpe. «Obviamente es falso. Lo único que pide es que se respeten los derechos del pueblo, de forma pacífica. Pero el régimen sigue asesinando a civiles desarmados». Las palabras de Martha son muy duras. Le tiembla la voz cuando recuerda a tantos amigos sacerdotes encarcelados, asesinados, desaparecidos, exiliados o sometidos a vigilancia constante. Se calcula que hay ochenta sacerdotes en exilio forzoso, vetados o expulsados del país, entre ellos el nuncio apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag y el obispo Silvio José Báez. «Estamos viendo de todo: profanaciones de lugares sagrados, confiscaciones, expulsiones. Un sacerdote fue agredido con ácido durante la misa».

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«Los que se han quedado están vigilados por la policía del régimen las 24 horas, durante las misas y homilías tienen prohibido nombrar al obispo Álvarez y su secuestro. No tenemos noticias de él desde marzo y tememos por su vida». Aparte de la policía –cuyas filas están engrosadas por un millar de antiguos presos excarcelados arbitrariamente por el presidente–, hoy también patrullan las calles los paramilitares y varios miembros del llamado “consejo del poder ciudadano”. Todos ellos dispuestos a denunciar hasta el más mínimo detalle, como por ejemplo ondear una bandera de Nicaragua. Las redes sociales también están bajo control, por lo que el miedo atenaza a la sociedad civil.

Ante tanto dolor, se insinúa la posibilidad de rendirse, de ceder al miedo y dejarlo todo. «Claro que tenemos miedo. La dictadura no nos trata con guantes de seda. Nos lo está quitando todo. Me falta mi familia, mi trabajo, la misa dominical, me faltan todas las actividades populares que ya no existen en Nicaragua porque están prohibidas. Si rezas el rosario, cantas el himno nacional u organizas una procesión religiosa, te arriesgas a ir a la cárcel. Hay tanto dolor que solo puedo abandonarme en manos de Cristo porque Él ha sufrido, ha tenido miedo y dudas igual que nosotros. Todos los días están en contacto con los sacerdotes que se han quedado en el país y lo que más repiten es que vale la pena quedarse por la gente que se les ha confiado. Conocen bien el riesgo que corren, saben que pueden morir o desaparecer en las cárceles del régimen, pero también saben que su misión es infinitamente más grande: testimoniar la belleza y la justicia que han descubierto en el cristianismo. Cuando el desánimo se apodera de nosotros, rezamos. Para tener fe y esperanza, hay que pedirlo».

Sara también pide. «Yo quiero que mi vida tenga sentido y lo encuentro día tras día ayudando a mi gente, que vive oprimida. Tengo 59 años, no puedo volver a Nicaragua, he perdido mi trabajo y estoy lejos de la gente que quiero, pero no dejo de luchar por los demás ni de oponer resistencia al régimen, intentando contar a todos lo que está pasando. La dictadura acabará algún día. Entonces por fin podremos volver a casa libremente».