Giovanni Scalabrini en Génova en 1901 (foto: scalabrinisanto.net)

Scalabrini. El obispo migrante

A finales del XIX, intuyó que la educación era el único camino de la Iglesia. El 9 de octubre, Francisco proclamó santo al fundador de los Scalabrinianos
Paola Bergamini

13 de febrero de 1875, la catedral de Piacenza está abarrotada. Todos esperan para ver al nuevo obispo. Entre los bancos se oyen voces: «Es muy joven, solo tiene 36 años. Es de la zona de Como, el tercero de ocho hijos»; «Obtuvo una dispensa especial para que le ordenaran cura solo con 24 años y fue rector del seminario. Lo valoraban mucho»; «Un familiar me ha contado que cuando fue párroco de San Bartolomé, en la periferia de Como, todos le querían mucho. Puso en marcha la guardería, el oratorio, la casa de San Vicente...»; «También es muy culto. Hace dos años dio hasta once conferencias sobre el Concilio Vaticano I en la catedral de Como. Creo que alguien le había dicho al Papa que es tan bueno que merecía la pena “hacerlo” obispo»; «Bueno, ya veremos… es muy joven»; «Basta, silencio». Los cantos acompañaban la entrada del nuevo obispo, que avanzaba con paso firme, su lema pastoral decía: «Charitas potestas». Mientras subía las escaleras, Giovanni Scalabrini pensaba en la tarea encomendada: «¿Seré capaz?». Intentó que se lo replantearan enviando a Roma sus motivaciones y aduciendo sobre todo su joven edad, pero Pío IX fue inamovible. Y él obedeció. Su voz resonaba con firmeza y palabras claras, comprensibles para todos. Habló del amor de Cristo presente en la Eucaristía. Los fieles quedaron fascinados. A la salida de la iglesia, todos estaban felices, alguno murmuraba: «Cma l'è bel! (Es muy guapo)».

Los días que siguieron a su toma de posesión episcopal los dedicó a visitar todas las instituciones de la ciudad, una multitud de gente del pueblo le seguía por todas partes. Cuando acababa, se retiraba a su estudio para analizar la situación de su diócesis.
El escenario que se le presentaba no era demasiado favorable. Enseguida se da cuenta de que tendrá que afrontar muchos problemas y graves. Se trataba de un territorio muy grande, a veces intransitable; una economía principalmente agrícola, con rentas tan bajas que la población se veía obligada a emigrar en busca de una vida mejor. En sus 364 parroquias, la formación intelectual y espiritual del clero a veces brillaba por su ausencia, no había contacto con los fieles, que se iban alejando de la Iglesia, y no había una educación religiosa.
Scalabrini no perdió el ánimo. Reformó los estudios eclesiásticos de los seminaristas, reforzando la disciplina y la espiritualidad sacerdotal. «Trabajar, cansarse de todas las formas posibles para dilatar el reino de Dios y salvar las almas. Arrodillarse frente al mundo para implorar como una gracia el permiso para hacer el bien, esa es la única ambición del cura. Todo lo que tenga de poder, autoridad, industria, ingenio, fuerza, todo debe emplearlo para este fin», escribe en la revista EI cura católico.

Pero no basta. Scalabrini es un observador agudo de su época. Son los años de la “cuestión obrera”, de la llegada del socialismo, que aleja al pueblo de la Iglesia, está en marcha el proceso de secularización. No basta con una condena estéril. Es necesario contraponer al socialismo la acción social cristiana. Hay que salvar al pueblo. «El socialismo moderno, en sí mismo, se considera una cuestión económica, pero como todas las cuestiones que se aplican al hombre y a su colectividad, se mezcla con otras y cambia de naturaleza y de forma, puesto que el hombre es una unidad y todo lo que se refiere a esa unidad inseparable se acaba mezclando, se funde y se complica de tal modo que refleja múltiples maneras de presentar al ser humano». Hace falta educar, llegar directamente al corazón de la gente. Creo la Escuela de catecismo, «que no se limita a enseñar a los niños la verdad de la fe, sino que los educa en la fe, no solo enseña el cristianismo, sino que educa en el cristianismo. No solo enseñar, sino educar; no cultivar y desarrollar solo la mente, sino el corazón». Un mensaje que no dirige solo a los niños, pues en la Escuela de catecismo implica también a sacerdotes y religiosos, pero sobre todo a laicos. A todos les dice que su único modelo es Cristo, al que sigue siguiendo las huellas de san Pablo.

(Foto: scalabrinisanto.net)

Es el primero en dar ejemplo con su persona. «Charitas potestas», como decía su lema pastoral. Durante la carestía de 1880 creó cinco comités para repartir comida caliente, leña y harina. Se privaba incluso de sus bienes personales para recoger fondos. Sus fieles sabían a quién dirigirse en momentos de necesidad, su puerta siempre estaba abierta. «Nunca tuvo un sueldo, el dinero que recibía lo empleaba bien y con alegría. Unos días antes de Navidad le vi sentado en su escritorio metiendo una tarjeta de visita y un bono de cien en un sobre, enviando así una ayuda junto a la felicitación navideña. Y no era la primera vez que lo hacía. Una vez le puse alguna objeción, diciéndole que debía estar atento al dinero disponible, y él me respondió: “No te preocupes por saber cuánto dinero hay. Gasta con discreción y prudencia, y confía en la Providencia”», recuerda uno de sus ayudantes.

Para poder estar más cerca de sus fieles, hacía cinco visitas pastorales. Llegaba hasta los lugares más alejados de su diócesis –aunque fuera solo para encontrarse con un reducido grupo de gente– soportando a veces viajes agotadores en condiciones muy duras. No le importaba, siempre valía la pena, les llevaba el abrazo de la Iglesia, del amor de Cristo al hombre. Su salud llegó a estar profundamente minada, pero en esos viajes se daba cuenta del drama social de la migración. Solo en la diócesis de Piacenza, el 11% de los fieles se iba a buscar suerte al extranjero, aunque era un fenómeno que afectaba a todo el país. ¿Quién les atendía? ¿Quién iba a ayudarles cuando llegaran a su destino? ¿Qué sería de su fe? Son preguntas que el obispo se plantea continuamente, no puede dejar de pensar en ello. «El italiano que vive en América casi se ve obligado a llevar una vida peor que pagana, sin misa ni sacramentos, sin oraciones públicas, sin culto, sin palabra de Dios, ya sería mucho que sus hijos fueran bautizados. Una situación así lleva in sensiblemente a estos infelices a una indiferencia terrible ante la religión, y a un materialismo embrutecedor». Aún hay más, algunos le cuentan que muchos se convierten al protestantismo por interés. De ahí la decisión: hacen falta personas que dediquen su vida a servir a los que emigran a América. Entre 1887 y 1889 funda la congregación de los Misioneros de San Carlos Borromeo y la asociación laical San Rafael para garantizar protección legal y sanitaria, ofrecer información y favorecer la búsqueda de empleo, intentando acabar con la “trata de blancas” por parte de grupos migratorios y sobre todo para proporcionar una asistencia religiosa desde el momento de partir.

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Mientras tanto, el obispo apremia al gobierno italiano para que apruebe leyes que favorezcan a los emigrantes. En 1901 decide visitar a sus sacerdotes, hacerse misionero. Embarca hacia Estados Unidos. Durante el viaje celebra diariamente la misa, administra los sacramentos de la comunión y la confirmación, asiste a los enfermos y enseña el catecismo. Cuando sale del barco, en Nueva York le recibe un cortejo de 60 carruajes, pero no le presta demasiada atención. Enseguida se pone en marcha, recorriendo más de 15.000 kilómetros para visitar todas las comunidades. Quiere conocer a la gente. En una entrevista para un diario francés, explica el método de sus misioneros: «Son a la vez apóstoles, médicos, agricultores, consejeros… Ahí reside el secreto de su influjo. Conocen a sus ovejas una por una». Antes de volver a Italia, tiene una larga entrevista con el presidente Roosevelt justamente sobre la cuestión migratoria. No ceja en su empeño por que no se pierda la fe.
En 1904 vuelve a cruzar el océano, esta vez va a América Latina. Tampoco allí tiene un momento de descanso. Visita las colonias italianas, las llamadas fazendas. Ve la necesidad que tienen de escuelas propias, adaptadas para favorecer la integración de los jóvenes en su nueva sociedad. No se trata de llevar al exterior el modelo educativo italiano, sino de crear estructuras aptas para la integración de culturas diferentes.

Los viajes le probaron mucho físicamente. El 21 de mayo de 1905 sufre un desvanecimiento al término de su quinta visita pastoral. El 28 de mayo se somete a una operación quirúrgica. Todo parece ir bien, pero el 31 de mayo entra en crisis. Le administran los sacramentos y el Señor le llama el 1 de junio. Por las calles de Piacenza enseguida empezaron a sonar voces: «Hemos perdido a un obispo santo».
El 9 de noviembre, Juan Pablo II lo proclamó beato.