Monseñor Paolo Martinelli el día de su toma de posesión en Abu Dabi

Paolo Martinelli. «Por el bien de todos»

«La misión no es seguir un guion, sino seguir al Misterio». La infancia en Milán, el encuentro con GS, el dolor, la música. Y ahora una nueva llamada. Entrevista con el nuevo vicario apostólico de Arabia meridional (publicada en Huellas)
Davide Perillo

«Mira, yo veo que lo que está en juego es sobre todo algo que es para mí. Y creo que en el fondo es algo sencillo: la posibilidad de conocer mejor el misterio de Cristo. Gracias a la decisión del Papa, puedo volver a descubrir quién es Jesús para mí». Al fin y al cabo, es lo único que importa. Al menos, es lo más importante para monseñor Paolo Martinelli, 63 años, fraile capuchino que desde el 1 de mayo es vicario apostólico para la región de Arabia meridional, que comprende tres naciones (Emiratos Árabes, Omán y Yemen) y una jurisdicción que ocupa 930.000 kilómetros cuadrados y 43 millones de habitantes. Con más católicos de los que podría imaginarse: algo más de un millón, el 2,3% de la población. Casi todos inmigrantes de Filipinas, India, Líbano y parte de África.
Un mundo nuevo para Martinelli, que también ha trabajado en el Vaticano como consultor para la Vida consagrada y para la Doctrina de la Fe, aparte de ser consejero del Sínodo de los obispos. «De Oriente Medio conozco bastante Turquía, donde hay una gran presencia de capuchinos y donde estaba monseñor Luigi Padovese (obispo asesinado en 2010, ndr). También he estado muchas veces en Tierra Santa y en Egipto, pero en la península árabe no».
Recibió el nombramiento con sorpresa. «Me preguntaba: ¿por qué yo? Tardé un poco en darme cuenta de que esa sede lleva un siglo a cargo de los capuchinos». La toma de posesión fue a primeros de julio, con un primer viaje a Abu Dabi y la celebración de la misa en la catedral de San José. Su marcha definitiva fue en agosto, poco después de esta entrevista. Mientras tanto, ha estado revisando tareas con su predecesor, monseñor Paul Hinder, «hombre de gran fe y sabiduría. Su presencia allí es muy valiosa. En 18 años ha acumulado un tesoro de experiencia espiritual, humana y de relaciones que me parece imprescindible. Me lo está enseñando todo».

¿Cómo ha sido el impacto?
Sobre todo, me ha llamado la atención la realidad social. Pensaba en el Oriente Medio que conocía, que es muy diferente. Hace 45 años solo había desierto y ahora hay unas infraestructuras gigantescas, acogedoras y diseñadas de manera inteligente. Han creado una realidad de interés global y es una encrucijada de culturas. Hay doscientas nacionalidades distintas en la zona. Luego está Dubai con ese carácter majestuoso y a veces sorprendente: hoteles donde puedes esquiar, rascacielos… Abu Dabi parece más a la medida del hombre.

¿Y la Iglesia?
He recibido una acogida conmovedora, con niños lanzando flores y la presencia de varias comunidades. Es una Iglesia viva, multiforme, formada por migrantes que aportan su patrimonio cultural y espiritual. La Iglesia allí engloba mundos muy distintos. El vicariato tiene 17 parroquias y 15 escuelas, que son dos puntos fuertes.

¿Por qué?
Las parroquias son un estupendo lugar de encuentro. Aparte de los domingos, donde hay misas continuamente, están las catequesis, el voluntariado, un gran cuidado por las celebraciones… Viniendo de Occidente, se nota mucho la diferencia. Es una Iglesia joven y activa. También me ha llamado la atención su capacidad de unir a personas con culturas distintas y hasta con ritos diversos.

¿Son comunidades que se integran, tienen relaciones reales entre sí?
En algunos casos hay dificultades ancestrales. Pero la indicación que dio Hinder fue muy aguda. Si los fieles son de un cierto rito, se intenta dar la posibilidad de celebrar según ese rito. Pero los sacerdotes están ahí para todos. No se trata de ensamblar grupos distintos, sino de entender que somos una sola comunidad, una única Iglesia. Allí la gente vive la fe como algo que sostiene su vida. Es impresionante ver cómo la iglesia se llena a primera hora de gente que luego se va a trabajar.

¿Pero esa presencia interactúa luego con la sociedad?
Yo diría que sí, sobre todo en la educación y en el diálogo interreligioso. Las escuelas católicas están muy bien valoradas. En muchos casos, más de la mitad de los estudiantes son musulmanes. Eso hace posible un conocimiento mutuo y un crecimiento común. Creo que ese es un punto fundamental en el que la Iglesia muestra su pertinencia con la vida de todos.

Una calle de Abu Dabi

¿Y el diálogo?
En los últimos años está creciendo mucho. Tradicionalmente, la relación de la Iglesia sobre todo con los Emiratos ha sido muy buena. Por ejemplo, nosotros estamos en una zona de Abu Dabi donde al lado de la catedral y de la casa del obispo hay una mezquita que está dedicada a María, Madre de Jesús. Me parece un gran signo de hospitalidad. También hubo un punto de inflexión en febrero de 2019 con la visita del Papa y el Documento sobre la fraternidad humana que firmó con Ahmad al-Tayyeb, el gran imán de Al-Azhar. Un evento histórico que dejó una impronta muy significativa y que se nota.

¿En qué sentido?
Se percibe una gran simpatía por el Papa, por ejemplo. Hablando con las autoridades, te das cuenta de que ese gesto de Francisco ha hecho crecer la estima por él. Luego habrá que profundizar en ello, claro está, pero el hecho de que se haya firmado en Abu Dabi me hace sentir una gran responsabilidad.

¿Por qué?
Esas páginas trazan un horizonte muy amplio para el diálogo interreligioso. Por una parte subraya la importancia de conocerse mejor: respetarse mutuamente, entender lo que el otro cree realmente, al margen de estereotipos y prejuicios. Luego está la perspectiva del Papa, que lleva a preguntarse qué contribución pueden ofrecer las religiones a este mundo para hacerlo más humano y fraterno. Esa es la gran pregunta.

¿Y qué responde usted?
Creo que hay que hacer un camino concreto. No se trata tanto de un diálogo sobre doctrinas, que habrá que hacer, sino de mostrar que cualquier religión puede ofrecer una contribución concreta para el bien de todos, para el bien común. Porque, al fin y al cabo, toda religión va ligada a una realidad humana, a las preguntas humanas, a la familia, al trabajo… Ese camino habrá que hacerlo.

¿Ha visto algún hecho que ejemplifique ese diálogo que comenzó en Abu Dabi?
He estado con embajadores y autoridades civiles y hemos hablado de la Fratelli tutti. He visto interés, incluso entre los musulmanes, por cómo el Papa relaciona la fe con la vida, por cómo valora la organización social, la economía y la vida partiendo de la fe. Eso llama la atención. Obviamente, para ellos es significativo: que la fe tenga algo que ver con la vida es más evidente en el mundo musulmán, hasta el punto de poner un poco en crisis nuestro mundo. Hinder insistió mucho en eso. Si miramos a Occidente con las lentes de su mentalidad, nos damos cuenta de que la secularización y la privatización de la fe no son respuestas adecuadas.

Le he oído usar una expresión que también usaba Hinder: «Allí la Iglesia es peregrina». ¿Qué quiere decir?
Una Iglesia de migrantes, como esta, en cierto modo expresa una verdad que es propia de toda la Iglesia. Se trata de la conciencia de ser peregrinos, es decir, de habitar en esta tierra dentro de un camino hacia un destino más grande, hacia el cumplimiento. Todos deberíamos concebirnos así. Pero atención, ser peregrinos no relativiza lo que estamos viviendo. Al contrario. Si yo estoy caminando y la meta es el cumplimiento, cada paso que doy tiene un gran valor. Cada instante que vivo tiene un destino eterno. El otro factor crucial para una Iglesia de migrantes es que también es una “Iglesia de las gentes”, como diría el arzobispo de Milán. Es decir, una Iglesia compuesta de tradiciones espirituales y carismas diferentes. La Iglesia ambrosiana siempre ha sido así. Pero hay otro dato: la Iglesia es más ella misma cuanto más fecundo es el diálogo entre las diferencias que la constituyen.

En su vicariato también hay una pequeña presencia de CL. ¿Qué contribución puede ofrecer una realidad como el movimiento en ese contexto?
Me viene a la cabeza precisamente la relación entre fe y vida. Necesitamos alimentar ese vínculo, profundizar en la capacidad que tiene la fe para sostener y embellecer la realidad cotidiana. Creo que el movimiento puede contribuir en esto.

¿Cuándo conoció usted CL?
En el colegio. Soy milanés, de familia burguesa. Cuando me tocó elegir, opté por un instituto agrario a las afueras. Hacía el camino contrario: todos venían a Milán y yo todas las mañanas iba en sentido opuesto. Fue mi primera manera de ser un poco alternativo… Allí conocí Gioventù Studentesca. El primer gesto importante en el que participé fue la peregrinación de 1975 a Roma por el Año Santo, el famoso Domingo de Ramos con Pablo VI. Yo estaba allí.

¿Qué le llamó la atención?
Era un cristianismo que tenía que ver con la vida, que ayudaba a vivir.

¿Y cuándo maduró la vocación?
Fue decisivo conocer al padre Emmanuel Braghini (fraile capuchino muy unido a don Giussani, ndr), aunque fue un encuentro casual. Yo buscaba un confesor y él estaba allí. Era mi último curso.

¿Qué le atrajo de él?
Su manera de vivir. Tenía una capacidad de afecto impresionante, libre y profunda a la vez. Para mí, la introducción en la vocación coincidió con la fascinación por cómo celebraba la misa, rezaba, estaba con la gente… Como estaba acabando los estudios, se me hizo evidente que el motivo por el que había elegido un instituto agrario no era porque quisiera ser campesino, sino porque buscaba algo más grande, que pudiera abrazar la vida entera. Y eso se concretó al encontrarme con este hombre.

¿Y conoció a don Giussani?
A veces venía a confesarse con el padre Emmanuel y coincidía con él en el convento. Luego fue a la Universidad Católica y pude ir a sus cursos, que fueron fundamentales. Dejé de verle cuando me fui a Roma, aunque seguí durante años los retiros de los Memores Domini, que a veces impartía Giussani. Allí siempre me fascinó la profunda relación que había entre el bautismo y los consejos evangélicos (obediencia, pobreza y castidad). En Roma fue decisivo el encuentro con Angelo Scola, que me daba clase.

Viendo los inicios, tal vez se esperaba una carrera más académica que pastoral, ¿no?
Pero en cuanto fui sacerdote me enviaron a la Sagrada Familia, una institución para personas vulnerables y con discapacidad. Fui capellán durante cuatro años y me gustaba mucho, me lancé de cabeza. Por ejemplo, me inventaba canciones para los chavales que no eran capaces de seguir la misa. Y las siguen cantando.

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En YouTube he encontrado dos discos suyos…
Tres. Casi todos nacieron allí. Rasgaba la guitarra y escribía canciones pero era música pensada para involucrar a los chavales. Cuando les hablaba, no estaba seguro de que me entendieran, así que decidí intentarlo de otra manera, con palabras unidas a gestos, durante el acto penitencial, la paz, el ofertorio… Un trabajo apasionante. Allí se abrió para mí el gran tema del impacto con el dolor, que lo llevo dentro. Luego estudié sobre estos temas, hice la tesis sobre la muerte en Von Balthasar. El tema de la enfermedad plantea una pregunta muy fuerte, que me dio una cierta impronta, aunque nada intelectual, pero me ha ayudado en mi vida pastoral.

¿Qué es lo que espera ahora?
Un nuevo conocimiento de Cristo. Lo que deseo es ver ciertos rasgos del Misterio que solo será posible ver atravesando esta misión. Me gustaría que fuera la posibilidad de un nuevo inicio para mí, en la fe y en la vocación. Espero convertirme. La misión no es algo que hay que hacer. No se trata de seguir un guion, sino de seguir al Misterio.