Monseñor Pierbattista Pizzaballa en la Vigilia de Pentecostés en Jerusalén

Jerusalén. Un nuevo Pentecostés

Un desafío lanzado por el Patriarca, monseñor Pizzaballa, a los miembros de movimientos y nuevas comunidades en Tierra Santa, del que nace un diálogo que se transforma en un gesto común y en una amistad
Alessandra Buzzetti

Los ojos de Marcel son lúcidos, su voz firme y el silencio es total en la iglesia de san Vicente de Paúl en Jerusalén. Contar la historia de gracia y fe de su hijo Jack significa recorrer el calvario de una madre ante una enfermedad sin escapatoria para un niño de nueve años. Una cruz imposible de llevar sola, un dolor demasiado sordo, un grito demasiado fuerte. El apoyo moral más concreto para Marcel y su marido Boulous son sus amigos del movimiento focolar, en el que participan desde hace tiempo pero cuya compañía se volvió decisiva a la hora de afrontar la enfermedad de Jack.

Han pasado meses y sus padres hablan de gratitud por el misterioso designio de Dios que, mediante la fe sencilla de un niño enfermo, les atrajo de nuevo hacia Sí. «La última noche el Espíritu Santo nos dio tanta fuerza que pudimos garantizar a Jack que estaríamos en paz», cuenta Marcel con su marido al lado. «Experimentamos una paz sobrenatural que desde entonces ya nunca nos abandonó. Incluso en los momentos en que más lo echamos de menos». Sus rostros expresan casi mejor que las palabras la presencia del Consuelo en su vida, igual que en la de otros amigos que suben también al altar para testimoniar su experiencia, siguiendo una creatividad que solo puede ser obra del Espíritu Santo.



Todas las historias tenían su inicio en el encuentro con algún movimiento eclesial en varios rincones del mundo y llegaban al momento presente en Tierra Santa. Son muchas las nuevas comunidades en la Iglesia de Jerusalén, pero este año el camino sinodal las ha implicado a todas juntas por primera vez, llevándolas a preparar juntas la Vigilia de Pentecostés en presencia del Patriarca, monseñor Pierbattista Pizzaballa. El coro era conjunto, así como la elección de los cantos, los textos bíblicos y los testimonios, fruto de un camino que empezó casi como una provocación, con motivo de la fase diocesana del Sínodo.

«¿Cuál puede ser la contribución de los movimientos aquí?», se preguntaba Pizzaballa en un diálogo que tuvo lugar al empezar el año con más de 70 miembros de los movimientos y de las nuevas comunidades presentes en Tierra Santa. «Sobre todo conoceros entre vosotros y daros a conocer, hay que salir un poco, de manera crítica, libre y serena para escucharse realmente los unos a los otros». Al acabar aquel encuentro, recibimos la propuesta de una pareja de esposos, Agnes y Jean, de la comunidad carismática de Emmanuel: preparar juntos la Vigilia de Pentecostés. Luego cada uno volvió a su trabajo, a su comunidad y a su rutina. Pero al cabo de unos meses Agnes volvió a la carga. En aquel diálogo intuyó una novedad para su vida y no quería perderla. Todavía no sabía muy bien cómo. Empezaron por pequeños grupos, según el idioma, la procedencia y la edad. Pero cuando contaban cómo había entrado Cristo en sus vidas, enseguida saltaba a la vista lo que los unía. Se dio una experiencia de comunión imprevista. Lo que dominaba no era la organización de un evento eclesial, sino el interés por la experiencia que vivía el otro. Liuba contó su encuentro en Alemania con la Koinonía de san Juan Bautista, que la mayoría desconocían hasta que se juntaron en aquella cena en el Focolar de Jerusalén; Felipe contó cómo decidió ser cura tras conocer el Camino neocatecumenal en Chile; Marinella habló de la experiencia de los Memores Domini, que empezó a intuir en la universidad; Sobhy, diácono maronita, de su encuentro con don Giussani cuando estudiaba en Roma… La velada terminó y casi no habían empezado a hablar de la Vigilia, pero todos salieron de allí deseosos de volver a encontrarse para escuchar la experiencia de los que no habían tenido tiempo de contarla.



Quedaron en volver a verse en la Comunidad de las Bienaventuranzas de Emaús Nicópolis. No faltó casi nadie. Pudimos conocernos mejor y propusieron la idea de los Cenáculos en las ciudades donde hubiera al menos dos comunidades. Pensando en la invitación del Patriarca de salir al encuentro de la Iglesia local con humildad, respeto y realismo –las fuerzas disponibles son pocas y las dificultades muchas en una Iglesia dividida por fronteras, idiomas y ritos– surgió la propuesta de volver a la experiencia del inicio, la de los apóstoles en el Cenáculo, a la espera de Pentecostés, con momentos comunes y de oración, guiados libremente por pequeños grupos con otros amigos, comunidades y parroquias.

Agnes y Jean abrieron la puerta de su casa al pequeño comité coordinador. Cada encuentro empezaba con una oración, guiada cada vez por alguien de un movimiento distinto. Pocos minutos pero esenciales, pidiendo que el Espíritu siga haciendo arder nuestros corazones, como a los apóstoles de Emaús. No faltaban las discusiones por pareceres distintos, pero empezaba a hacerse experiencia que la comunión necesita carne y sangre, es preciso dar espacio físicamente al otro, esperarlo y aceptar lo que libremente te pueda dar. “El nuevo Pentecostés” empezaba a tomar forma y teníamos el deseo de compartirlo con el mayor número posible de amigos.



Jerusalén, Belén, Nazaret, Haifa. «Durante la preparación del Cenáculo, uno de nosotros propuso que cada movimiento se encargara de una parte –cuenta Meggy– pero enseguida vimos que ese no era el camino. El objetivo no era presentar a cada uno de los movimientos, sino comunicar la experiencia nueva que vivíamos juntos». Un camino más costoso, pero más interesante. Un camino donde cualquiera que tenga sed de compartir de manera más auténtica pudiera sentirse como en casa.

Para Mirella, romana naturalizada americana, el Cenáculo de los capuchinos de Jerusalén supuso la ocasión de reencontrarse con sus amigos de Comunión y Liberación, a los que no veía desde la universidad. «Esa noche entendí qué era lo que tanto echaba de menos estos años en Estados Unidos: la experiencia comunitaria», cuenta, recordando dos vacaciones que compartió con los universitarios de la Sapienza hace más de treinta años. «Una experiencia que siempre he llevado en el corazón». En el viaje de vuelta, Mirella llevaba en la maleta un libro de don Giussani que le regalaron en la última Escuela de comunidad en Belén.

Luego, el grupo de amigos implicado en la preparación de la Vigilia compartió fragmentos de vida y experiencias con el Patriarca. «La experiencia comunitaria puede ser una contribución de los movimientos a la vida de la Iglesia en Tierra Santa –dijo Pizzaballa–. Comunidades reales, no institucionales, donde poder experimentar que el otro no hace que se pierda, sino que enriquece la identidad de cada uno. El riesgo que se corre en la manera que tenemos de percibir los movimientos suele ser hacerlo de manera separada. Pero vuestra experiencia muestra que no habéis dividido la Iglesia, la habéis enriquecido con algo muy bello. Se ha plantado una semilla, veamos cómo crece. Sin la pretensión de “tener que hacer algo”, sino de una forma libre y auténtica. Debe nacer de la verdad de nuestras relaciones. El fuego de Pentecostés no es de paja, es un fuego real y permanente que solo debemos reavivar».

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El Patriarca citó a todos para después del verano, para ver juntos los siguientes pasos del camino. Mientras tanto, la amistad no se va de vacaciones, de modo que los amigos de Jerusalén quedaron para compartir una barbacoa con cantos en la comunidad neocatecumenal del Monte de los Olivos, invitados por Felipe porque «yo que pensaba que venía a aportaros mucho me he sentido muy pobre». En Haifa, Chiara y Hussam, joven oncólogo que conoció en Turín a don Giussani, tuvieron la ocasión de profundizar en la amistad que había surgido sobre todo con varias familias focolares que habían conocido en la misa parroquial. «Participamos en uno de sus encuentros, parecido a nuestra Escuela de comunidad –cuenta Hussam– y resulta que estaban hablando sobre las figuras de Marta y María. Jesús nunca nos deja solos…».