El abrazo entre Juan Pablo II y el cardenal Stefan Wyszyński (Foto: ServizioFotograficoOR/CPP)

Wyszyński. «De no haber sido por su fe...»

12 de septiembre, beatificación del primado polaco del “Milenio”. Su relación con Wojtyla, su aislamiento y su fascinación por «la obra de Cristo». Su vida fue un baluarte para la cristiandad frente a los totalitarismos. De "Huellas" de Septiembre
Tommaso Ricci

Tan frecuente, fecunda y fraternal fue su cercanía terrestre como podemos imaginar que será ahora en su beatitud celestial. Stefan Wyszyński recibe la aureola de los beatos acercándose a la gloria de la santidad ya reconocida en Karol Wojtyla, de quien, por otro lado, él mismo quiso promover su causa de canonización. El agua plateada del Vístula, que baña Cracovia y Varsovia (desembocando en Danzig), las ciudades donde ambos fueron pastores de la Iglesia que se les confió, se tiñe con reflejos cargados de memoria y de gratitud espiritual, cruzando más allá de los confines polacos. Vuelven a aflorar las conmovedoras palabras que Karol, tras convertirse en Roma en Juan Pablo II, dirigió a su querido Stefan: «Venerable y querido cardenal primado, permíteme que te diga sencillamente lo que siento. No estaría sobre la Cátedra de Pedro este Papa polaco (…) de no haber sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos. Si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia» (Carta a los polacos, 23 de octubre de 1978).
Palabras doblemente verdaderas. En un sentido más ocasional resultan proféticas, pues con el tiempo fueron dando forma a la reconocida acción de gobierno de Wyszyński y claridad a las indicaciones que daba a sus fieles, al clero y a los obispos. Ciertamente, la aceptación de su elección como pontífice por parte de Wojtyla era un sí a la decisión de los cardenales de la Iglesia universal iluminados por el Espíritu Santo, pero también suponía un acto de obediencia a su primado, que antes de la votación en cónclave le había “sugerido”, con su tono sobrio y perentorio: «Si te eligen debes aceptar». El otro sentido que adoptan esas palabras de Juan Pablo II tiene un carácter más histórico y geográfico, relativo a la experiencia personal de Wyszyński, unos veinte años mayor que Wojtyla.

La historia pronto endosó a Wyszyński pesadas responsabilidades, con su nombramiento como primado de Polonia en 1948, justo después de un periodo de caos sangriento: el 25% del clero polaco había perecido en los campos de concentración nazis, el 15% había quedado duramente impedido y, por si eso fuera poco, cuando el yugo del nazismo alemán tocó a su fin fue sustituido –como un trágico relevo– por el comunismo ruso. Desde el principio, Wyszyński tuvo claras tres cosas: 1) había que salvar lo que se pudiera en medio de la adversa situación de un poder totalitario que se declaraba ateo; 2) había que preservar la unidad de la Iglesia, el clero y los fieles, sometida a unas tensiones terribles; 3) las conversaciones y negociaciones con el poder comunista no podían pasar por encima de su cabeza. Lo que suponía: 1) necesidad de tratar con el gobierno; 2) no permitir el nacimiento de movimientos “patrióticos” católicos, es decir, filogubernamentales, como sucedía en otros países sometidos al yugo comunista; 3) dirigir personalmente las negociaciones y no delegarlas en la Santa Sede. Un camino intrincado y plagado de trampas que solo la firmeza de su ánimo y su fe, y la conciencia de todo el pueblo polaco, hacía posible recorrerlo. Sin embargo, no era suficiente, también hizo falta un tributo de sufrimiento personal. Cuando en 1953 el episcopado polaco, que en 1950 había suscrito por iniciativa de Wyszyński un acuerdo con el gobierno (con cierta perplejidad por parte del metropolita de Cracovia, el cardenal Sapieha), decidió –de nuevo por iniciativa de Wyszyński– criticar con firmeza sus constantes incumplimientos y pretensiones («las cosas de Dios no se pueden ofrecer en los altares del César. Non possumus»), por toda respuesta el gobierno comunista impuso al pastor un arresto domiciliario, que le aisló totalmente de su pueblo y de su familia. Así pasó tres largos años, a las puertas de la desestalinización y el deshielo de Jrushchov. Tres años de soledad que resultaron muy fecundos, a los que se debe su impactante Diario de la cárcel (BAC, Biblioteca de Autores Cristianos, 1984), páginas vibrantes y afinadísimas que muestran la enorme fe y probidad de este hombre. Resulta inevitable citar ciertos fragmentos que transparentan unas virtudes heroicas que, más allá de los méritos propios de su sabiduría para gobernar la Iglesia polaca, lo convierten en un auténtico testigo de Cristo que aún hoy nos edifica y estimula con su ejemplo. Con una amplia variedad de registros, del lírico al reflexivo, del familiar al “político”, del culto al popular, del irónico al espiritual, va modelando la personalidad de un hombre realmente extraordinario.

Sobre su condición de prisionero, 29 de noviembre de 1953.
«Dado que las autoridades dan la impresión de ignorar mi requisitoria, renuncio a hacer nada para defenderme (...) Asimismo, dejaré de preocuparme por mi situación. Un simple Ave Maris Stella me proporciona más gozo y libertad que cualquier autodefensa razonada. Desde hace mucho tiempo guardo en lo más profundo de mi ser una frase del cardenal Mercier, que el padre Korniłowicz repetía asiduamente: “No me gusta darle vueltas al pasado ni soñar a lo tonto con el futuro, pues este solo pertenece a Dios. Nuestra vida está en vivir el presente”».

Sobre el odio anticristiano, 6 de enero de 1954.
«Los Herodes modernos, ¡qué destino tan misterioso! Dando rienda suelta a su odio, se convierten al mismo tiempo en mensajeros de la causa que combaten. Herodes, el primero que creyó en un “rey judío”, fue su propagandista en Jerusalén. De entrada, envía a los magos a Belén, y luego encarga a los sacerdotes y escribas que estudien los libros de los profetas para saber dónde tenía que nacer Cristo. (…) Jesús no era entonces más que un recién nacido, y Herodes se echó a temblar. (...) Los perseguidores de Cristo trabajan por su gloria».

Sobre la humanidad comunista de sus carceleros, 19 de abril de 1954.
«La indiferencia de cuantos nos rodean nos causa risa. Resulta que los materialistas somos nosotros, y ellos, que renuncian a cualquier esfuerzo para mantener el orden, los idealistas (...) Observando a nuestros guardianes no cuesta predecir el futuro del régimen (...) No buscan más que la facilidad y la vida cómoda. ¿Quién de ellos conoce a fondo la doctrina marxista? ¿Y quién cree en ella? Probablemente yo soy aquí el único que ha estudiado (por tres veces y ya desde el seminario) El Capital».

Sobre la oración, 5 de mayo de 1954.
«Unas palabras distraídas son como letreros ilegibles de unas latas. Una oración descuidada es un almacén de latas. ¿Para qué sirve? ¿Quién podrá alimentarse de ella?».

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Conviene leer este Diario de la cárcel porque ahí, en la prueba, vemos templarse una fe que guiará la acción del cardenal durante toda su vida, convirtiéndolo en protagonista en 1966 del gran evento religioso de la celebración del milenio del cristianismo en Polonia. El primado del Milenio no es solo una fría definición biográfica, sino el título honorífico de un pastor que hizo fructificar aquel aniversario, recordando de manera capilar en toda su nación dónde reside el tesoro de su identidad, sus anticuerpos contra cualquier virus tóxico de la historia, la reserva de energía a la que acudir ante cualquier dificultad o lucha. Si Wojtyla supuso la mecha para la liberación pacífica del comunismo en toda Europa, el empeño pastoral, tenaz y paciente, que se prolongó durante décadas, por parte de Wyszyński para afianzar las raíces cristianas de Polonia y su papel como “baluarte de la cristiandad” fueron el combustible. Siguiendo las huellas del magisterio de Wyszyński sobre no odiar a los enemigos, resulta oportuno citar aquí las respetuosas palabras que el general Wojciech Jaruzelski dedicó al cardenal en sus Memorias: «Aquel prelado me impresionaba por varios motivos. Conocía su pasado, las pruebas que había tenido que sufrir en los años cincuenta, especialmente durante su arresto. Sabía de su determinación e intransigencia. Sabía también que era ante todo un patriota profunda y visceralmente ligado al destino de su país. Siempre expresaba su respeto por el Estado polaco (...) Luchó toda su vida por salvaguardar la posición y autoridad de la Iglesia, pero siempre veló para que esa lucha, encarnecida y sin cuartel, no causara daño alguno a los intereses del Estado. Combatía por los intereses de la Iglesia y de los creyentes, pero siempre atento a preservar la posición internacional del Estado».

La elevación al honor de los altares de este patriota y heroico discípulo polaco de Cristo reavivará la conciencia contemporánea y futura de que la victoria segura de Cristo solo puede pasar a través del dulce leño de la Cruz. Con palabras que escribió desde prisión, «la “obra” de Cristo dura ya casi dos mil años y por ella siguen encarcelando a los hombres. Esta obra no ha quedado obsoleta, es actual, fresca, joven y fascinante».