Las vacaciones del CLU de la Universidad Católica de Milán.

El inicio de mi camino

Claudia acaba “casualmente” en las vacaciones de los universitarios de CL. Se considera agnóstica, pero le pica la curiosidad por la conversación con una amiga. Y esos días sucede algo inesperado. «Siento en mí un fuego que no quiero que se apague»

Este verano he participado por casualidad en las vacaciones organizadas por el CLU de mi universidad, la Católica de Milán. Digo “por casualidad” porque, hace unos meses, una serie de circunstancias “aleatorias” llevaron a una gran amiga de mi compañera de piso a hablar de las vacaciones en casa para intentar convencerla de que fuera. Yo no tenía nada que ver, no tenía la más mínima idea de lo que estaban hablando. Simplemente estaba allí, en la mesa, sentada, escuchando mientras hundía el tenedor en mi plato de pasta. Pero al oír de qué modo contaba lo que había vivido en vacaciones anteriores, me picó su entusiasmo y, movida por la curiosidad de ver con mis propios ojos lo que podría suceder allí, decidí apuntarme e ir con ellas. Solo me fie de su relato, sin alimentar grandes esperanzas.
Esos días de vacaciones, tan plenos, tan intensos, han dado inicio a algo inédito e inesperado que podía percibir en mí misma, por la sorpresa que me generaba todo lo que estaba descubriendo, por las personas que me encontraba, por esos lugares desconocidos y esos gestos de los que formaba parte, aunque en medio de todo eso no tuve tiempo de pararme un momento para intentar identificarlo y definirlo.

Vivía en un estado de semi-inconsciencia hasta que, una de las últimas noches de las vacaciones, me quedé charlando con una persona a la que quiero mucho. Me miró directamente a los ojos y, sin miedo, me dijo: «Me gustaría saber si estas vacaciones han logrado cambiar, aunque solo sea mínimamente, tu perspectiva en relación con lo Divino». Aquellas palabras me hicieron vibrar.
Instintivamente, sonreí. Enseguida pensé de qué manera nuestro vínculo se había caracterizado desde el principio por conversaciones muy vivas sobre este tema. Ese recuerdo me emocionó porque, a la luz de lo que estaba viviendo, me di cuenta de que por fin podía intuir el sentido de aquellas discusiones, cuando hasta entonces solo me parecían palabras vacías.

En este sentido me parece conveniente hacer una breve digresión. En el momento en que alguien me hacía la pregunta, siempre tendía a responder definiéndome como agnóstica en vez de atea, precisando que mi postura (mejor dicho, “no postura”) en este tema venía dictada por la apremiante exigencia que sentía de alcanzar certezas basadas en datos tangibles y argumentos persuasivos antes de poder dar una respuesta.

Los únicos argumentos que hasta ese momento me parecían mínimamente convincentes procedían de mi profesor de italiano y griego en el colegio. Él, ateo convencido, nos hizo leer en clase varios pasajes del Evangelio en griego para traducirlos luego al italiano y poner en evidencia todas las incongruencias inherentes al texto que surgían en la traducción. Luego se dedicó a criticar a la figura de Cristo desde el punto de vista historiográfico, ofreciéndonos pruebas que me parecían plausibles y que dieron comienzo a mi escepticismo. Me había dejado condicionar por lo que él nos había contado, pero sin continuar una indagación personal más profunda.

Mirando atrás, admito que, por el contrario, hasta ahora nunca había tenido la ocasión (ni las ganas, tal vez) de escuchar lo que “el otro bando” tenía que decir. Mi único contacto directo con la Iglesia fue mediante la catequesis a la que iba de pequeña y de manera obligada, nunca sentí que perteneciera a ese lugar. Lo mismo le pasaba a la mayoría de mis compañeros. Recuerdo que durante esos encuentros solo hablaban de frases hechas, sin ningún atractivo para nosotros. También vivía mi participación en la misa como un deber y no como una necesidad, pues el ambiente en el que crecí me hacía percibirlo como algo “moralmente adecuado”. Pensándolo bien, reconozco que nunca presté atención realmente a lo que se decía durante las celebraciones eucarísticas. Estaba allí físicamente pero sin ningún interés por escuchar.

Por el contrario, esa noche en las vacaciones tocó mi alma. «Sí, estos días han cambiado mi perspectiva», respondí sin vacilar. Por fin me había encontrado con gente que tenía un punto de vista que yo podía comprender y experimentar. Esos días trabajé sobre mí misma como nunca había hecho, fiándome del método que se me sugería: partir de experiencias de la vida cotidiana, de momentos concretos que me impactaron y que me hacían reflexionar (no de discursos abstractos y áulicos como los que había oído hasta entonces).
Me han recordado constantemente que no deje de preguntarme sobre cuál es el origen de todo lo que experimento. Una pregunta más grande que yo misma, pero que me hacían con una delicadeza, casi como un susurro, y por eso no me daba miedo. La sugerencia de partir de los signos concretos de esta Presencia me ha facilitado enormemente el trabajo. Esos días los he visto, oído y tocado continuamente. Era evidente que no me dejaba y me sentía ciega por no haberla percibido antes. Nunca había tenido en cuenta que personas que me parecían tan alejadas de mi manera de pensar y de vivir pudieran hacerme justamente las preguntas que necesitaba, apuntando al centro de mi corazón. Puedo decir sin temor que esta intuición de lo Verdadero nace de mi experiencia.

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En este momento siento un fuego en mí que quiero alimentar para que no se apague nunca. Por primera vez no vivo condicionada ni sugestionada por lo que otros me dicen. Me fio de algo que grita dentro de mí y siento que no me equivoco. Me parece el inicio de un largo camino en busca de mí misma y quiero intentar poner nombre a esta Verdad que tengo el presentimiento de haber interceptado en ese lugar, con esa humanidad distinta con la que me he topado. Quiero dedicarme a esto con un ardor que reconozco que procede de aquellos que estos días han estado a mi lado, contagiándome y atrayéndome. Doy gracias por este encuentro. Han sido días de una belleza extraña, tal vez única, que custodiaré para siempre en mi corazón.
Claudia, Milán