Rosario Livatino (© CatholicPressPhoto)

Rosario Livatino. El juez niño

El 9 de mayo será beatificado mártir in odium fidei el magistrado siciliano asesinado por la mafia. Quién era Rosario Livatino y por qué su comportamiento resulta profético. De Huellas de mayo
Paola Bergamini

Monseñor Giuseppe de Marco, párroco de San José, la iglesia situada al lado del tribunal de Agrigento, ya se había apercibido de ese joven que todos los días, a las ocho de la mañana, pasaba diez minutos de recogimiento sentado en el último banco. Así hasta el 21 de septiembre de 1990. Luego desapareció. Unos días después, al ver su foto en la prensa, el sacerdote descubrió la identidad de aquel hombre. Era Rosario Livatino, el juez asesinado brutalmente a los 37 años por cuatro matones en la autopista 640, que une Canicattì, donde vivía con sus padres, con Agrigento. El 9 de mayo, Livatino será beatificado mártir in odium fidei. Con la ayuda de dos magistrados sicilianos, intentaremos comprender la razón de ese odio, común a Livatino y al padre Puglisi (el primer mártir asesinado por la mafia, ndt.).

En la portada de su tesis y en las agendas de Livatino aparecen escritas a mano las siglas S.T.D, Sub Tutela Dei (bajo la tutela de Dios). Estas tres palabras resumen el ideal de la vida y de la administración de justicia del “juez niño”. Eso era precisamente lo que no podían soportar los líderes de la Stidda, la asociación criminal que en aquellos años se oponía a la hegemonía de la Cosa Nostra, decretando su muerte. Su rigor moral estaba dictado por su fe, y por tanto no era corruptible. No estaba ni con unos ni con otros, buscaba la verdad. “Santurrón” era el apelativo que le endosó Giuseppe de Caro, el capo de la mafia de aquella zona y su vecino de casa.

El ''juez niño'' trabajando (© CatholicPressPhoto)

Después de graduarse cum laude, a los 26 años Livatino entró en la magistratura, en el ministerio público y luego como juez en el tribunal de Agrigento. Hijo de su tierra, era consciente de que la mafia no solo estaba ligada a un contexto agrario, como muchos pensaban entonces, sino que también se mezclaba con los ámbitos institucionales y económicos. «Fue de los primeros en realizar investigaciones de carácter patrimonial, lo cual también me parece un signo de esa mirada “sapiencial” que tenía hacia la realidad», explica Giovanbattista Tona, juez del Tribunal de Apelaciones de Caltanissetta, «es decir, esa capacidad extraordinaria de leer los fenómenos sociales y criminales dentro de su dinámica, sin dejarse llevar, sino tratando de adoptar una posición justa, teniendo como referencia al mismo tiempo el Evangelio y la Constitución. Servir al Estado, en una perspectiva de compromiso personal incondicional, haciendo de ello una herramienta para declinar su fe. No tenía ninguna necesidad de “declararse” católico. Estaba inmerso en el mundo con esa mirada». Un ejemplo. En el ministerio público, investigó la tutela del patrimonio natural y artístico de Agrigento. «Su sensibilidad por la creación le permitió ver la barbaridad que se estaba haciendo, cosa que en aquella época no escandalizaba demasiado». Dedicó a ello mucho tiempo de estudio, investigando los hechos y las relaciones, escuchando a testigos. No le bastaba con conocer a la perfección el Derecho, con aplicar la regla. Era el primero en entrar en el palacio de Justicia y el último en salir con el maletín lleno de papeles para leer por la noche o en el fin de semana.

El 30 de abril de 1986, Livatino da una conferencia sobre “Fe y derecho”, donde dice: «La tarea del magistrado consiste en decidir. Ahora bien, decidir es elegir, a veces entre múltiples opciones, caminos o soluciones. Elegir es una de las cosas más difíciles que tiene que hacer un hombre. Y es precisamente en esta elección para decidir, en esta decisión para ordenar, donde el magistrado creyente puede encontrar una relación con Dios. Una relación directa, porque hacer justicia coincide con la realización de uno mismo, es oración, es entrega de uno mismo a Dios. Y una relación indirecta mediante el amor hacia la persona juzgada. El magistrado no creyente sustituirá la referencia a lo trascendental por el cuerpo social, con un sentido distinto pero con el mismo compromiso espiritual».

Tres años después, será juez en el tribunal de Agrigento. Cuando le preguntan cómo se encuentra en su nuevo cargo, responde: «Mi búsqueda de la verdad sigue siendo idéntica, pues siempre es la verdad lo que busco». Ahora le toca a él “decidir” sobre la vida de los que juzga.

«Leyendo sus sentencias me conmuevo por la exhaustividad con que están escritas», afirma Antonia Pappalardo, jueza penal en Palermo. «He visto en ellas la sabiduría del profeta Daniel cuando se rebela contra la condena de Susana por el falso testimonio de dos “viejos jueces”. Livatino valoraba cada circunstancia. Me enseña a ser profeta hacia atrás: nos ocupamos de hechos pasados, debemos retroceder sobre ellos recomponiendo todos los elementos e indicios para reconstruir una trama verosímil. Para descubrir lo que ha pasado, hay que saber reconocer lo que no se ha comprendido. No hay un teorema que aplicar ni condicionamientos a los que someterse. Sobre todo me enseña que quien tengo delante es de carne y hueso. Debo mirarlo con ojos libres para poderle devolver ese hecho. Esa es la primera caridad. Por ello, el juez no puede colocarse en un pedestal, sino que debe ser humilde. Está juzgando a un semejante».

En aquella conferencia de 1986 Livatino decía: «Cristo nunca dijo que ante todo haya que ser “justos”, aunque en múltiples ocasiones exaltó la virtud de la justicia. Él, en cambio, elevó el mandamiento de la caridad a norma obligatoria de conducta, porque ese es precisamente el salto de calidad que distingue al cristiano». En aquellos años de guerra entre bandas mafiosas, al jefe policial que exultaba por el asesinato de un capo, Livatino dijo con dureza: «El que cree reza, y el que no cree se queda en silencio».

El silencio, mejor dicho, la discreción, es uno de sus rasgos. Evitaba los encuentros públicos y cenas oficiales. Consciente de los riesgos que corría, rechazó tener escolta para no poner en peligro la vida de otras personas y no «dejar huérfanos ni viudas». Para algunas de sus investigaciones, entró en contacto con el juez Giovanni Falcone. «Esto se supo después de su muerte», continúa Tona. «En su búsqueda de la verdad, Livatino era una persona que se hacía muchas preguntas, que se planteaba diariamente si había actuado según los ideales de su fe. Su frase: “Cuando muramos no nos preguntarán si éramos creyentes, sino creíbles”, tiene una doble connotación. En sentido laico, para mí significa: ¿hasta qué punto hemos sido creíbles como servidores del Estado y de la Constitución? Por eso es un ejemplo. Es una figura que te interpela. Como creyentes, me gustaría poder alargar la mano y tocar el borde de su manto, mejor dicho, de su toga, con la que nunca se quiso fotografiar. Poder beber de su sabiduría. Y de su fe».

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El 9 de mayo de 1993, durante su homilía en el Valle de los Templos de Agrigento, Juan Pablo II gritó dirigiéndose a los líderes de las organizaciones mafiosas: «¡Convertíos! Un día llegará el juicio de Dios». Desde su celda, Gaetano Puzzangaro, uno de los asesinos, vio al Papa con los padres del juez. Fue el inicio de un camino de conversión espiritual. En su proceso de beatificación, testimonió: «Ni siquiera sabía quién era Rosario Livatino. Aquella mañana esperaba que no saliera de casa, o que cambiara de ruta. Éramos poco más de veinte. Nos habían dicho que ese magistrado trabajaba contra nosotros, los jóvenes. Solo después supe que aquel hombre trabajaba por nuestro futuro».