Eugenio Corecco en 1994 (Foto: Asociación internacional Amigos de Eugenio Corecco)

Eugenio Corecco. «El tiempo apremia»

A los veinticinco años de su muerte, se publica la biografía del obispo de Lugano. Su encuentro con don Giussani, su pasión por el movimiento y la Iglesia. Hablamos con la autora, Antonietta Moretti
Maria Acqua Simi

«Sobre cada instante recae el peso de lo eterno», escribía Ada Negri. En este verso se contiene tal vez toda la esencia de la vida de monseñor Eugenio Corecco, figura de extraña humanidad y vitalidad a la que debemos, entre otras cosas, el comienzo de la aventura de Comunión y Liberación en Suiza, en los años 60.
Teólogo, obispo de Lugano, íntimo amigo de Juan Pablo II, Luigi Giussani, y honrado también por la estima de Joseph Ratzinger, durante su breve vida testimonió a la Iglesia y a sus amigos una alegría que le hacía capaz de ir hasta el fondo de todas las cosas: sus amigos, sus estudios de derecho canónico, la pastoral, la teología, el acompañamiento a jóvenes.
En enero de 1994, don Giussani se acercó hasta Lugano para saludarle. Corecco está gravemente enfermo desde hace ya dos años, sabe que es grave y que quizá sea una de las últimas veces que verá a su amigo. Con la voz rota por la emoción, el obispo susurra a su amigo: «El tiempo apremia». Pero, como indicará don Giussani más tarde, su rostro era alegre. Aquel año, los Ejercicios de la Fraternidad de CL llevaban por título precisamente la frase “El tiempo apremia”, subrayando la urgencia de no desperdiciar el tiempo y ofrecerlo, con la única tarea a la que cada uno es llamado: amar a Dios y dejarse amar por Él.
A esta figura extraordinaria y no muy conocida está dedicada la biografía titulada Eugenio Corecco. La gracia de una vida, publicada recientemente en Italia por la historiadora Antonietta Moretti, con prólogo del cardenal Angelo Scola, que fue gran amigo del obispo Corecco.

En 1966, Eugenio Corecco invita a don Giussani a dar los Ejercicios espirituales a un grupo de estudiantes, en el cantón suizo del Tesino. ¿A qué se debe esa invitación? ¿Qué sintonía humana y espiritual había entre estos dos grandes sacerdotes?
El encuentro entre ambos tiene una raíz muy profunda que podemos encontrar en la propia experiencia de fe de Corecco, que nace con un temperamento feliz. Desde niño se interesa por todo, es curioso y se abre de par en par ante la realidad. Tiene muy claro que quiere ser cura. De hecho, en esta vocación intuye la promesa de una plenitud de vida. Tras sus estudios en Roma y una breve experiencia como párroco en el Valle de Leventina (Tesino), empieza a estudiar Derecho canónico. Al mismo tiempo el obispo le encarga acompañar a los jóvenes universitarios de la zona. Con ellos, se da cuenta de que muchos de ellos –demasiados– no conocen muy bien la vida cristiana, descubre una enorme ignorancia sobre la fe entendida como vida. Esta dramática percepción se topa con la inquietud de algunos jóvenes más atentos y despiertos –estamos en los años 60, los años intensos y confusos del Concilio–, que buscan un cambio porque el asociacionismo católico tradicional ya no les basta. Entonces es cuando Corecco lee en un semanario un artículo sobre Giussani. Y sencillamente va a buscarlo. Intuye que ese hombre vive su misma experiencia, responde a su mismo deseo y lo sabe comunicar. Así es como participa en un retiro de bachilleres en Varigotti. Bombardea a Giussani a base de preguntas y luego le invita en 1966 a predicar el retiro espiritual a los jóvenes de la asociación estudiantil católica del Tesino. De esa invitación, y de lo que vendrá después, nace el primer núcleo de la futura comunidad de CL en el Tesino y en Suiza.

Para Corecco, la amistad con Giussani es sobre todo una relación que regenera a ambos a un nivel más íntimo y personal…
Sí. Corecco se transforma por el encuentro con él porque intuye que esa manera de vivir el cristianismo puede incidir en la manera de ser cura, de afrontar los estudios, de profundizar en la materia que el obispo le pide estudiar (derecho canónico) y reviste toda su persona. Don Eugenio vivió profundamente la realidad del movimiento, la vivió comprometiendo totalmente su vida con las circunstancias y personas, muy diferentes, que el Señor le ponía delante. Por eso, cuando en 1969 se convierte en profesor de la Universidad de Friburgo, sigue ocupándose activamente de los primeros jóvenes que siguieron a don Giussani y que estudiaban allí y decidieron vivir juntos. Pocos años después, él también se va a vivir con estos estudiantes y nace así la casa “de rue Gambach” donde, entre otras cosas, consigue que algunos jóvenes de CL que están verificando su vocación sacerdotal puedan empezar allí su formación, en la facultad de Teología de Friburgo. Todo ello nacía de que para él la experiencia comunitaria del movimiento era algo que necesitaba la Iglesia entera, que necesitaba todo hombre para poder encontrar una casa. El corazón de la experiencia de CL era –y es– la experiencia comunitaria, las nuevas relaciones que la experiencia del movimiento le ofrecía en la vida de estas personas. En otras palabras, una comunión. Aquello fascinaba por completo al futuro obispo de Lugano.

La reflexión sobre el tema de la comunión también es central en sus estudios de derecho canónico, ¿qué impacto tuvieron en la Iglesia católica?
El concepto de “communio” también será decisivo desde el punto de vista jurídico. La Iglesia se dio un primer código de derecho canónico en 1917, un código que imitaba los códigos de derecho civil. Corecco intuye que no basta, porque la vida de la Iglesia y por tanto su derecho no se pueden reducir a normas legislativas donde justicia y derecho se entienden como en los códigos civiles. Si la Iglesia es comunión, piensa, sus leyes no pueden brotar del derecho civil sino de otra dinámica, de algo que el Señor mismo genera continuamente como relación entre aquellos que lo siguen. Eso era la comunión. Esta intuición suya dio impulso a un debate interesantísimo para definir estas reglas con una gran utilidad también, de manera potencial, para la legislación civil. La reforma del código de derecho canónico, ya obsoleto, era el tercer y último paso que san Juan XXIII tenía en mente cuando convocó el Concilio Vaticano II. Al terminar el Concilio, comenzó la reflexión de los canonistas que debían recoger en un nuevo código toda la eclesiología conciliar. La Escuela de Múnich, donde se formó Corecco, ofreció su contribución, especialmente centrada en el concepto de communio, y convocaron a don Eugenio en la comisión que trabajó con Juan Pablo II en la redacción final del código promulgado en 1983. Las intuiciones más hondas de Corecco se toparon con algunos obstáculos, pero siguen siendo válidas hoy. Basta ver lo que sucede con la hipertrofia de derechos cuando cualquier deseo se convierte en derecho pero va en perjuicio de los derechos de los más débiles y vulnerables. El vigor con que defendió la naturaleza comunional de la Iglesia era fruto de su encuentro con el movimiento, que plasmaba su propia vida.

Don Giussani, Hans Urs Von Balthasar (de espaldas) y Eugenio Corecco. Einsiedeln (Suiza), 1971. (Foto: Asociación internacional Amigos de Eugenio Corecco)

También será decisiva su profunda sintonía con Juan Pablo II.
Fue Wojtyla quien lo nombró obispo de Lugano en 1986. Se conocieron durante los trabajos de la reforma del código y les unía una amistad extraña y profunda. El Papa entendía que los movimientos eran un don de la Iglesia y no un elemento perturbador, como otros pensaban. Por tanto, allanó el camino a estas nuevas realidades, confiándoles una misión evangelizadora que agradó mucho a don Giussani y al propio Corecco, que estuvo muy presente en los sínodos de los años 87 y 90, siendo un joven obispo. Precisamente el sínodo de 1987 sobre los laicos marca un momento importante que recordar. En esa ocasión Corecco hablará de los carismas, subrayando que el carisma es un don especial dado a algunos y no a todos. En su larga amistad con Giussani, incluso en los momentos de desacuerdo, el obispo de Lugano reconocía siempre que el carisma era un don que el Espíritu había donado a ese sacerdote, y que por ello había que seguirlo. Tenía claro que la unidad nacía del seguimiento del carisma y, a través de él, del Señor.

Fueron años extraordinarios, donde Corecco conoció a figuras como Von Balthasar o Ratzinger…
Estamos en los años 70, la Iglesia postconciliar está en crisis. Angelo Scola, por aquel entonces joven cura y estudiante de teología en la Universidad de Friburgo, se entera de que Joseph Ratzinger, Hans Urs von Balthasar y Henri De Lubac quieren crear una nueva revista teológica. Habla con Corecco y deciden dar su disponibilidad para colaborar. Hablan con Balthasar, que les remite a Ratzinger. Nace así la revista Communio, publicada por Jaca Book. Aquellos años empieza una larguísima relación de colaboración con ellos y con otros teólogos reunidos en torno al descubrimiento de la Iglesia como comunión. Tanto Von Balthasar como Ratzinger quedan fascinados por la vivacidad de CL y en cierto sentido Corecco y Scola sirvieron de “puente” entre el futuro Papa y el movimiento de don Giussani.

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La biografía, rica y preciosa, dedica mucha atención a los años de la enfermedad de Corecco, que murió en 1995 a los 64 años. ¿Por qué?
Porque fueron años fecundos, cuyos frutos aún se notan. Corecco enferma en el verano de 1992. Primero le operan de la espalda y tiene un ciclo de tratamiento. En 1993 el mal remite, pero en diciembre la enfermedad vuelve a golpearle duramente, aparecen metástasis y el año siguiente es un via crucis de operaciones, tratamientos, ingresos, pero el obispo sigue trabajando y pidiendo a Dios el milagro de la curación. Hay obras que había empezado recientemente como la Facultad de Teología de Lugano y un prometedor movimiento juvenil de Acción Católica. Teme no llegar a consolidarlos y se siente libre de pedir insistentemente al Señor que le conceda aún un tiempo de vida. La doctora que lo trataba recuerda el 14 de febrero de 1995 como la fecha del paso decisivo, en que el obispo de Lugano dirá «qué fácil es» abandonarse a Su voluntad, permanecer ligado a Su voluntad. La vida de este joven obispo ha inspirado a hombres enamorados de Cristo y de la Iglesia, ha generado y sigue generando una gran vivacidad en muchos ámbitos que él tocó y “vivió”. Ha sido y es un don que nunca agradeceremos lo suficiente. También fue un don la posibilidad de escribir su biografía. Como sucede con cualquier investigación, ha habido momentos complicados, áridos, pero me decía: si él pudo vivir todo esto, aridez y complicaciones incluidas, bien podré yo escribirlo.