El cardenal Zuppi en la misa por don Giussani en Bolonia

Zuppi: «La pasión por lo humano en don Giussani»

La homilía del cardenal arzobispo de Bolonia en la misa de aniversario de la muerte del fundador de CL (22 de febrero de 2021)
Matteo Maria Zuppi

Esta noche, el recuerdo de don Luigi Giussani se une a la fiesta de la Cátedra de san Pedro. Una coincidencia que sin duda no hemos elegido, pero que recibimos tal como es, Providencia de Dios. Deberíamos fiarnos menos de nuestros programas y leer más los muchos signos que el Padre providente no hace faltar a los suyos.

Para comentar el vínculo entre don Luigi Giussani y la Cátedra de Pedro, y por tanto con quien está sentado en ella –sea quien sea, ¡ay de quien haga diferencias!– quiero evocar la imagen al término de su discurso en la plaza de San Pedro, en la vigilia de Pentecostés de 1998. Giussani, con no pocas dificultades debido a su enfermedad, trata de ponerse de rodillas totalmente abandonado ante el papa Juan Pablo II. Deseaba expresar incluso físicamente y delante de todos la obediencia al Papa con que vivía. Tenía una relación de total confianza en Roma, siendo hijo de la Iglesia de san Ambrosio, para quien «ubi Petrus ibi Ecclesia». Donde está Pedro, está la Iglesia. Sin discusión.

Jesús elige a Pedro para que presida en la caridad. No era alguien perfecto según el fermento de los fariseos o el de Herodes. Lo confía todo en manos de un hombre del que se nos ha dado a conocer sin reparo su pecado y los rasgos de su humanidad. Jesús quiere para los suyos una casa que resista a la lluvia, a los vientos, a las riadas, y señala a Pedro –del que conoce la traición– como la roca.

Pedro reconoce a Cristo, en su palabra echa sus redes, llora, y con su pecado se pone en camino haciendo suyo aquel “sígueme”. Su “cátedra” es la Madre de todas las iglesias y su servicio es el de la comunión, santo don de Dios del que no renegar nunca, servido por el pastor con un amor indispensable al cuerpo entero.

En San Pedro, Bernini puso la Cátedra en alto, en el centro de la basílica. El papa Benedicto la describió así: «Recorriendo la grandiosa nave central, pasado el crucero, llegamos al ábside y nos encontramos ante un enorme trono de bronce que parece flotar, pero que en realidad está sostenido por las cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Sobre el trono, rodeada de manera triunfal por ángeles suspendidos en el aire, resplandece en la vidriera oval la gloria del Espíritu Santo. La vidriera del ábside abre a la Iglesia hacia el exterior, hacia toda la creación, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra que la Iglesia misma es como una ventana, el lugar donde Dios se hace cercano, sale al encuentro de nuestro mundo. La Iglesia no existe para sí misma, no es punto de llegada, sino que debe remitir siempre más allá de sí, hacia lo alto, por encima de nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que transparenta a Otro. La Iglesia es el lugar donde Dios “llega” a nosotros y donde nosotros “partimos” hacia Él. Tiene la tarea de abrir más allá de sí mismo a este mundo que tiende a cerrarse y ofrecerle la luz que viene de lo alto, sin la cual resultaría inhabitable. La multitud de rayos dan el máximo relieve a la vidriera, con un sentido de “plenitud desbordante que expresa la riqueza de la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y alegre, extensivo y luminoso”».

Me gusta pensar que el ministerio de comunión de Pedro orienta y une también a esos rayos que somos cada uno de nosotros, nuestros diversos carismas, todos ellos reflejos del único don que es el amor de Dios, hacia el que todos ellos se dirigen. El don nunca es pensar en uno mismo sino siempre y solo en Cristo.

El divisor dispersa los carismas, los hace iguales y a menudo mediocres o incapaces de ayudarse, induce a pensarlos en solitario, a adueñarse de ellos, a contraponerlos unos a otros, a convertirlos en motivo de gloria humana y no de Dios. La diversidad de dones nace de un único Padre y es una riqueza cuando en el centro está Cristo, que nos hace a todos hijos, nunca iguales entre sí pero nunca los unos sin los otros.

La tentación de los cristianos es dejar de ser hijos, pensando que es señal de madurez. Somos adultos no cuando somos autosuficientes –¡qué tristeza convertirnos en hijos bales del mundo!– sino cuando dentro de nuestro corazón y nuestra mente no dejamos de ser generados, de dedicarnos a los demás, de ser sencillos como niños, hijos y hermanos, no huérfanos ni solos.

Somos adultos en la fe cuando no dejamos de emocionarnos por los signos del amor de Dios, por los muchos “hechos” que realiza la Palabra, sirviéndose de nuestra pobre humanidad de mendigos de sentido. Somos adultos cuando no perdemos la gratuidad del don que hemos encontrado y servimos a los hermanos más pequeños de Jesús.

Si todavía nos emocionamos (asombro) viendo la vida de una persona que cambia y si deseamos con nuestro encuentro y con nuestra humanidad ayudar a que esto suceda tratando de que esta aventura reviva siempre, quiere decir que todavía no somos viejos. Giussani no aceptaba un cristianismo reducido, de fachada, burgués, autocomplacido, al servicio del bienestar individual, plegado a la mentalidad del mundo, alejado de la verdadera vida, lleno de juicios y de una moral vacía, sin pasión, que no vivía la libertad del encuentro con el otro y que se perdía a sí mismo en sus diálogos.

¿Y nosotros? ¿Acaso no vivimos hoy tiempos en los que se nos pide vivir esa misma pasión para alcanzar el deseo de futuro, de belleza que inquiera los corazones de tantos y que reside oculto en todos? La Iglesia es siempre y solo de Cristo, no de Pedro.

La pasión por Cristo que nos testimonió don Giussani estaba íntimamente ligada a la pasión por el hombre. Son las dos caras del amor de Dios. ¡Ay de quien quiera separarlas! Decía Péguy que debemos imitar a Cristo, pero Él nos enseña a imitar al hombre, porque Jesús es la «perfectísima imitación de la miseria mortal y de la condición humana».

Escindir estas dos experiencias es el origen de los “ismos” que nos alejan de la realidad, no nos deja escuchar lo que hoy nos pide Cristo porque creemos saberlo ya, nos llena de miedos y nos encierra en un mundo que podrá agitarse más pero carece de verdadera vida. La paternidad garantiza esta transmisión vital del amor, que acontece siempre a través de personas, no en un laboratorio sino dentro de una historia concreta, marcada por nuestro pecado y por nuestras fragilidades, pero siempre hermosa porque es el lugar de la aventura de Dios con nosotros.

Demos gracias por el carisma que Giussani vivió, que fue confirmado por Pedro y que ha permitido el don que sois cada uno de vosotros, donde vive, se conserva y se transforma. Muchos ya no son jóvenes. «Ser joven quiere decir confiar en un objetivo. Sin objetivo, uno ya es viejo. De hecho, la vejez está determinada por esto: que uno ya no tiene ningún objetivo». Eso es lo que se nos pide a cada uno. En el sufrimiento que la pandemia desvela y genera, aceptamos el desafío de la crisis, oportunidad para comunicar ahora una presencia viva, una compañía inteligente, porque la identidad es la del amor fiel, que se hace cercano a todos, y no la de las declaraciones fáciles.

Cuando somos fuertes, somos capaces de un diálogo que no licúa sino que valora y da a conocer nuestra identidad. El don singular de nuestras personas (carácter, historia, experiencia, capacidad) se realiza en la comunión, que no es un condominio, aunque tenga muchas comodidades, con todas las reglas y garantías necesarias, pero carente de vida. En una época donde el protagonismo de cada uno es la verdadera idolatría, hasta convertirse en un demonio que divide incluso al precio de debilitarse, la comunión es la pasión por que la caricia del Nazareno llegue a cada persona con la que nos encontramos. Es la amistad entre nosotros, que acoge a tantos que están solos.

Don Giussani estaba atento a todos y en todos reconocía el deseo de Dios, que buscaba, esperaba y descubría porque sabía que Dios es todo para cada persona real con que nos encontramos, en el trabajo, al lado de casa o por la calle. Dios no es todo solo para el hombre religiosos o para quien tenga un temperamento especial.

Ese hombre no lo sabe, igual que nosotros tal vez no sabíamos, antes de encontrar el movimiento, que nos habíamos alejado de la Iglesia porque se había convertido en un añadido, un rito, una tradición que no decía nada a nuestra vida con sus exigencias fundamentales, o bien teníamos una pertenencia vacía, formal, burguesa.

Cada carisma es un don del Espíritu que quiere llegar a todos. «Para el hombre real, Dios es todo, tiene que ver con todo, con la manera de querer, con la manera de trabajar, con la manera de hablar» y es inseparable de este amor a Cristo por pasión al hombre porque, como decía Carrón recientemente, «solo el amor es creíble». Hoy, el desafío es no perder la totalidad de esta decisión y defenderla con un hombre interior que responde a la necesidad de sentido y de belleza que habita en todos.

Me gustaría terminar con una oración que le gustaba mucho a Giussani, de Grandmaison, que aprendió cuando tenía quince años y que, como dejó escrito, «es la oración donde se describe de manera más luminosa qué es la amistad arraigada en la fe. De hecho, el yo humano está destinado a estar junto a todo lo que existe, en el misterio de Ser. ¿Por qué? Porque está hecho a imagen de Dios y Dios es una comunión, la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu, el misterio de la Trinidad. Un yo solitario es un yo perdido, de modo que el yo que no es solitario es sostenido por una compañía que es amistad, y la amistad se crea por una obediencia».

«Santa María, Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y limpio como agua de manantial. Dame un corazón sencillo que no saboree las tristezas, un corazón grande para entregarse, tierno en la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien, ni guarde rencor por ningún mal. Fórmame un corazón manso y humilde, amante sin pedir retorno, gozoso al desaparecer en otro corazón ante tu divino hijo; un corazón grande e indomable, que con ninguna ingratitud se cierre, que con ninguna indiferencia se canse; un corazón atormentado por la gloria de Jesucristo, herido de su amor, con herida que solo se cure en el cielo». La aprendió a los quince años, le dio vida con su propia vida.

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«Entender quiere decir captar la profunda correspondencia entre lo que se te dice y tu yo, las exigencias de tu yo, las exigencias más profundas de tu corazón, las exigencias más profundas de tu vida». Obedecer no es decir sí ni hacer lo que te digan. ¡No, señor! Obedecer empieza como un esfuerzo y un trabajo (atención, que es un problema de sencillez de corazón, es decir, de reconocer la evidencia de una correspondencia entre lo que se te dice y las exigencias de tu corazón, de tu vida). Si yo quiero que entiendas lo que te digo, te lo digo porque corresponde a las exigencias de tu corazón, y entonces tú me dirás: «¡Gracias por decírmelo!», porque se hará tuyo, y entonces podrás seguirte a ti mismo. En esto consiste seguir la propia conciencia. La verdadera conciencia es la propia conciencia que se hace grande y madura por un encuentro. Esto es lo que nos hace amigos. Seguir de verdad es amistad, la verdadera obediencia es amistad.

Decía Giussani explicando su experiencia: «Toda la vida pide la eternidad». Esta frase está tomada de una canción compuesta hace cuarenta años por dos bachilleras de Milán y documenta ese primer ímpetu que describe nuestra experiencia: una pasión por la humanidad.

No la humanidad en términos de una definición sociológica o filosófica, sino la que me han comunicado mi padre y mi madre. No hay humanidad fuera del yo, de otro modo sería una abstracción, en nombre de la cual se pueden llegar a cometer las más terribles injusticias. Por eso hace falta una extrema seriedad para señalar, para indicar las exigencias, las aspiraciones que definen lo humano. Ahí reside el vínculo más profundo entre conciencia personal y comunión.