Alberto Caccaro con alumnos y profesores

Camboya. Nuestra humanidad exige un pacto educativo así

El padre Alberto Caccaro es misionero del PIME. Al leer el mensaje del papa Francisco ha reconocido muchos factores de su propia aventura asiática, que empezó traduciendo un libro de don Giussani...
Alberto Caccaro*

Ser misionero en Camboya ha significado para mí, casi siempre, empezar de cero. Iba visitando lugares donde no había una presencia que me precedieran. En algunos casos era el primer sacerdote que residía en la región. Eso coincidió con la oportunidad de tener carta blanca. Repasando mi historia, veo lo que el papa Francisco nos invitaba a hacer ya en la Evangelii Gaudium: desencadenar procesos. Ahora, con este llamamiento al Pacto educativo global retoma la invitación. Para responder a la catástrofe educativa, hay que generar nuevos procesos.

En mi historia en Camboya, esto se ha verificado en dos frentes: escuelas y hospitales. Son dos realidades donde se encuentra una humanidad necesitada de atención. Mi vida me llevó a fundar en 2008 el liceo Chomran Vicìe en Prey Veng, al sudeste del país, que se convirtió en modelo para otras dos escuelas parecidas. El 90 por ciento de sus alumnos son budistas.

Todo empezó cuando empecé a fijarme en los chavales que me rodeaban. La experiencia educativa era entonces para mí una llamada constante. En aquellos chicos veía que Dios me llamaba. Así que empecé a intentar responder. Pero al principio no pensaba en una escuela nueva sino en ayudas parciales: becas de estudio, residencias para alojar a los alumnos que lo necesitaran. Pero con el paso del tiempo, viendo el alcance de las lagunas de la escuela pública, surgió en mí una exigencia de totalidad.

Empecé a desear que aquellos chavales experimentaran lo que Giussani llama «introducción a la realidad total». Es una expresión que resuena en el mensaje del papa Francisco, cuando propone el camino de una educación integral: «Necesitamos valentía para generar procesos que asuman conscientemente la fragmentación existente y los contrastes que de hecho llevamos con nosotros; la audacia para recrear el tejido de las relaciones a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad».



Como estaba inmerso en un contexto budista y no podía apelar a la fe para proponer una experiencia educativa, necesitaba que esa raíz estuviera viva en mí. Antes incluso de pensar en la nueva escuela, decidí traducir en khmer, la lengua local, el libro Educar es un riesgo. No porque pensara que tuviera público lector, sino porque estaba convencido del valor que tiene una propuesta de este tipo. Esas páginas ponían voz a la fuente que me generaba y yo podía empezar por ahí, no por objetivos numéricos y resultados mensurables. El educador es memoria viviente de la raíz que lo genera. Educar es dar acceso a una memoria viviente. Los dos años de trabajo para realizar la traducción favorecieron que aquel texto quedara grabado en mí.

Las dificultades para poner en marcha el nuevo liceo no eran pocas. Había mucha desconfianza por parte del aparato burocrático del régimen y en muchos casos intentaron ponernos obstáculos. También porque, en ese contexto, nadie había intentado nunca pedir autorizaciones para una escuela que no fuera del Estado. Pero con todos los desafíos, lo que mantenía despierto el sueño de la escuela eran las palabras de don Giussani.
Cuando conseguimos el permiso, me preguntaba: «¿Cómo tenemos que hacerla?». No podía ser la propuesta de una serie de materias sino de una idea completa de la persona. En ella se debía respirar una atmósfera viva. ¿Y cómo lograrlo, en un contexto tan diverso? Al no poder comunicar la fe de manera inmediata, tenía que transmitir a los chicos la vida que llevaba dentro. Entonces decidí abandonar por un instante el sustantivo verdad, en favor del adverbio correspondiente: verdaderamente. Era la única manera de proponerles una verdadera experiencia. ¿Qué ha supuesto? Pedí que la escuela fuera verdaderamente escuela. Que un horario fuera verdaderamente un horario. Que los profesores estuvieran verdaderamente presentes. Que los exámenes fueran verdaderamente exámenes. En resumen, nada de atajos. La verdad tenía que encarnarse en una experiencia viva.

De esta manera asoma la experiencia de la encarnación, entendida como algo que sucede verdaderamente. Me impresiona la frase de Péguy que cita Julián Carrón en su prólogo a Il fazzoletto di Veronique (El paño de la Verónica, traducido recientemente al italiano, ndt.): «Para que la Encarnación fuese plena y completa, para que fuese leal, para que no fuese limitada o fraudulenta, era necesario que su historia fuera la historia de un hombre». La nueva escuela no podía ser una ficción, tenía que ser una asunción real del destino de los chavales. Ese adverbio debía estar preñado del sustantivo: verdad. Que luego nos obliga a aprender a llamar a las cosas por su nombre. Y esto genera confianza, una comunión de destinos. Solo una historia recorrida juntos puede generar algo. De ahí el valor del tiempo que, como siempre recuerda el papa Francisco, es superior al del espacio.

Veo el valor que tiene la idea de “pacto educativo”, porque nuestra humanidad lo exige. A nuestra escuela, con un 90% de budistas y algún que otro musulmán y católico, la llaman «la escuela de Jesús». No es un pacto artificial. Es lo que los chicos piden. Y se alegran de venir a un lugar donde cada uno es reconocido por lo que es. Aunque al principio no fue fácil que todos entendieran que la matrícula no comportaba la conversión al cristianismo. Se trata de un pacto educativo que también se preocupa por la libertad, vehiculada por cada una de las experiencias religiosas presentes. Creo que en Camboya el cristianismo tiene una tarea particular: expresar el misterio de la libertad humana en el acto de fe.

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El Papa también señala el poder «transformador» de la educación. Ahora lo entiendo bien, dentro de las dificultades ligadas a la pandemia. La experiencia de la escuela nos recuerda que no somos máquinas y que no podemos abandonarnos en manos de aparatos electrónicos. Lo humano es mucho más. Y en la educación no podemos prescindir de ello. La dimensión de la Encarnación exige la experiencia del contacto. En este sentido, haber concebido nuestras escuelas como pequeñas realidades donde las dimensiones no impiden una relación personal con padres y familias nos permite afrontar la emergencia sanitaria con más facilidad, sin renunciar a la enseñanza presencial.
* Misionero del PIME, sacerdote desde 1995. Partió hacia Camboya en 2001, actualmente vive en la Prefectura apostólica de Kompung Cham y se dedica a la educación. Recientemente la Fundación PIME ha publicado un libro con sus cartas desde Camboya