Papa Francisco

Gaudete et exsultate. El mundo necesita santos

El mismo día del discurso de Macron se publicó la nueva exhortación apostólica del papa Francisco. Habla de la vocación de los cristianos, pero también es una respuesta a la «fragilidad social» de nuestros tiempos
Francesco Braschi

«No estamos hechos para un mundo atravesado solo por objetivos materialistas. Nuestros contemporáneos necesitan, sean creyentes o no, oír hablar de una perspectiva del hombre distinta de la material. Necesitan saciar otra sed, que es sed de absoluto… Atreverse a hablar de algo distinto de lo que es temporal, pero sin abdicar ni de la razón ni de la realidad. Atreverse a penetrar la intensidad de una esperanza y, a veces, lograr tocar con los dedos de las manos ese misterio de la humanidad que se llama santidad, del que el papa Francisco dice, en la exhortación publicada hoy, que es “el rostro más bello de la Iglesia”».

Creo que no debe pasar inadvertido este pasaje del discurso de Emmanuel Macron a la Conferencia episcopal francesa. Macron intervino el pasado 9 de abril, el mismo día que se presentó la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, a la que hizo esta fugaz referencia. Pero hay otros puntos donde se puede captar una interesante relación entre dos textos tan diferentes. No son las consecuencias políticas del discurso lo que más nos interesa en primer lugar, sino las implicaciones culturales que este y otros pasajes revelan.

Macron habla de un momento de «gran fragilidad social», donde lo que «lo que más pesa sobre nuestro país no es solo la crisis económica sino el relativismo; el propio nihilismo; todo eso es lo que nos lleva a pensar que ya no vale la pena», y reconoce a la «parte católica de Francia» la capacidad «de instilar en el horizonte secular la provocadora cuestión de la salvación, que cada uno –crea o no crea– interpretará a su manera, pero a propósito de la cual cada uno intuye que pone en juego su vida entera, el valor que le asigna y la huella que dejará». Y pide la ayuda de la «sabiduría cristiana», que él identifica –entre otras cosas– con la capacidad de mantener vivo, con todas sus tensiones, un «humanismo realista», el único capaz de evitar que se afirmen visiones pesimistas y miedos crecientes. No es casual que el presidente francés pida a los católicos «tres dones: el don de vuestra sabiduría, el don de vuestro compromiso y el don de vuestra libertad».

La pregunta que se impone se refiere por tanto a nuestra responsabilidad como cristianos. ¿Qué nos dice una situación como la actual? ¿Qué aportación podemos ofrecer a esa sed de significado que todos tienen y que muchos expresan de formas contradictorias e incluso autodestructivas?

La respuesta que ofrece la Gaudete et exsultate es clara y perentoria: vivir la vocación a la santidad. No se nos debe escapar la audacia de esta afirmación del papa Francisco, que juega una apuesta altísima por un término y un concepto que fácilmente podría ser malinterpretado, ridiculizado y juzgado –tanto dentro como fuera de la Iglesia– como si no tuviera incidencia en la compleja realidad presente, o bien podría interpretarse como una búsqueda de refugio en un ámbito espiritualista y dilatorio que permitiera huir de la apremiante pregunta sobre la eficacia real de este remedio. Pero quien interprete de esta forma desencarnada y derrotista la cuestión de la santidad estará demostrando que padece una insuperable cerrazón mental, pues todo el pontificado de san Juan Pablo II (por citar solo el ejemplo más llamativo) indicó innumerables casos de santidad que calaron plenamente en la vida real.

Precisamente el subtítulo de la Gaudete et exsultate hace referencia a la contemporaneidad: “Sobre la llamada a la santidad en el mundo contemporáneo”, y no casualmente. De hecho, el tiempo presente se caracteriza por ser un tiempo que «percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de todo hombre y de toda la humanidad», como dice la carta Placuit Deo publicada el 22 de febrero por la Congregación para la Doctrina de la Fe y que parece en muchos aspectos una especie de “preparación” para la Gaudete et exsultate.

Concretamente, la carta precisa el sentido de aquellos que definirá como «dos sutiles enemigos de la santidad» (título del capítulo 2 de la Gaudete et exsultate), es decir, el pelagianismo y el gnosticismo, vistos el primero como la búsqueda de una salvación autoconstruida por el propio individuo con sus solas fuerzas, y el segundo como una salvación meramente interior, que no incide para nada en las relaciones con los demás ni con la creación.

Se comprende así que las características principales de la salvación coincidan con el camino de la santidad, vista por un lado como un devenir experiencial que nunca pierde de vista el hecho de ser originado por la llamada de Dios, donde rige como ley imprescindible el primado de la Gracia, restando vigor a cualquier obstinada veleidad; y por otro como una realidad donde vocación, salvación, testimonio y misión forman un unicum indivisible, evitando la autorreferencialidad justamente porque imita el modelo de Cristo misericordioso.

De modo que la santidad es, ante todo, la conquista, paso a paso, de la humanidad expresada en el Evangelio de las bienaventuranzas (cap. 3), que el papa Francisco declina como la pobreza capaz de generar la libertad interior que busca todo lo que Dios ha preparado para nosotros; como la mansedumbre, que es justo lo contrario del clima de continuo prejuicio y pretensión frente al prójimo con el que convivimos; como ese dejarse traspasar por el dolor del otro hasta desear una verdadera justicia para todos; como una misericordia que se expresa tanto en el perdonar como en el querer mantener una mirada límpida de amor verdadero; y, por último, como la voluntad de sembrar la paz incluso cuando practicar el Evangelio suponga exponerse a dificultades y problemas.

Estas actitudes son posibles en nosotros por el reconocimiento de una llamada que nos acompaña en el crecimiento cotidiano, pero requieren concretarse en referencia a las exigencias del mundo actual (cap. 4) como un modelo de vida que vence la violencia con «aguante, paciencia y mansedumbre», que por la certeza de ser amados genera «alegría y sentido del humor», que se nutre de «audacia y fervor» para vencer los miedos. La parte final de la exhortación, donde Francisco vuelve sobre temas “inusuales” como la lucha contra el demonio para reiterar que el mal es mucho más que la suma de nuestros defectos, y que es necesario reconocer la realidad, y también que es Dios quien vence, muestra cómo el camino de la santidad pasa por ese discernimiento que invita a revivir la lógica de la encarnación: estar totalmente dentro de la realidad que nos es dada, sin que nada rompa o nuble nuestro vínculo vital con Cristo. La santidad es –tal como la presenta el papa Francisco– una visión de la realidad que lo abarca todo, que lleva en sí las semillas de una cultura siempre nueva y de la que muchos quieren ver sus brotes.
En el diálogo que tuvo con Olivier Roy en Milán, Javier Prades afirma que «si se quiere llevar adelante una novedad de pensamiento, no hay que aislarse en teorías: hay que vivir». Este es el desafío eclesial de la santidad: eclesial porque es de una Iglesia en salida, capaz de mostrar formas nuevas de pensamiento y de vida, estructuralmente llamadas a compartirse y encontrarse. Conscientes de que si dejamos de responder a este llamamiento a la santidad, no solo nos perdemos a nosotros mismos sino también a todos los que esperan de nosotros que les mostremos una novedad de vida.