El papa Francisco con los jóvenes. Plaza de San Pedro, 18 de abril de 2022 (©Massimiliano Migliorato/Catholic Press Photo)

La verdad, el riesgo y el ciento por uno

El encuentro del Papa con los adolescentes y esas palabras llenas de propuesta para los jóvenes. Y también para los adultos. Un profesor repasa el discurso de Francisco
Michele Cantoni

Lunes de Pascua, el papa Francisco pronuncia un discurso con motivo de la peregrinación a Roma de adolescentes de todo el país. Aunque es un discurso breve y con un lenguaje sencillo y directo, contiene algunas reflexiones nada banales, dirigidas tanto a los jóvenes como a sus educadores, sobre las que merece la pena detenerse.

El Papa reconoce que este tiempo de Covid ha aumentado los miedos y fragilidades de los jóvenes, pero sabe que el mayor peligro es encerrarse en uno mismo. «Recordad esto: los miedos hay que contarlos. ¿A quién? Al padre, la madre, al amigo, la amiga, a la persona que puede ayudaros. Deben ser sacados a la luz. Y cuando los miedos, que están en las tinieblas, van a la luz, la verdad estalla. (...) Lanzaos en la vida. “¡Eh, padre, pero yo no sé nadar, tengo miedo de la vida!”: tenéis quien os acompaña, buscad a alguien que os acompañe. Pero no tengáis miedo de la vida, ¡por favor!».

En otro pasaje, que ha quedado especialmente impreso en la memoria de los que escuchaban (o leían, como yo), dijo a los chavales que una de sus cualidades consiste en tener “el olfato de la verdad”. «Queridos chicos y chicas, vosotros no tenéis la experiencia de los grandes, pero tenéis una cosa que nosotros grandes a veces hemos perdido. (...) Vosotros tenéis el olfato: ¡no lo perdáis! El olfato de decir “esto es verdad – esto no es verdad – esto no va bien”; el olfato de encontrar al Señor, el olfato de la verdad. Os deseo que tengáis el olfato de Juan, pero también la valentía de Pedro. Pedro era un poco “especial”: negó a Jesús tres veces, pero apenas Juan, el más joven, dice: “¡Es el Señor!”, se lanza al agua para encontrar a Jesús».

Es importante señalar que, hablando del “olfato de la verdad”, afirma ante todo que la verdad existe, que se la puede reconocer y que no es una idea con la que estar o no de acuerdo, sino una Presencia a la que adherirse. Estar de acuerdo no implica ningún riesgo pero seguir a Otro sí, por eso hace falta tener coraje.

Debemos tener presente que vivimos «en un mundo que tice todo lo contrario», como decía don Giussani en Educar es un riesgo. Hace unas semanas, discutiendo con mis alumnos, les pregunté cuáles eran los signos en los que ellos veían una mentalidad dominante, ese poder del que tanto hablaba don Giussani. Quería provocarles un poco pero enseguida me respondieron que les parecía algo claro y evidente. El denominador común de toda la aparente variedad de pensamiento y de propuestas que les llegan es que no existe la verdad y por eso cada uno es libre de pensar y actuar como quiera. Esta negación de la verdad sería una de las grandes conquistas de la época contemporánea en favor de la libertad. Si la realidad no tiene su propio sentido –su verdad–, entonces soy libre para decidir yo su sentido arbitrariamente. Sin verdad, soy libre de todo –vínculos, dogmas, tradiciones, autoridad, certezas…–, no dependo de nada ni de nadie, soy libre para “crear” mi sentido personal para todo, especialmente de mi vida, y esta sería la condición para el cumplimiento de la libertad y la búsqueda de la felicidad. Esto también explicaría la repugnancia que el mundo siente hacia el límite, que se niega o combate porque supone la evidencia de que nosotros no hacemos la realidad, nos precede, y tal vez no es como querríamos, empezando por nosotros mismos. Solo en la experiencia cristiana he visto que ese límite se valore: nuestro límite es el peldaño de una escalera que sube hacia el infinito, hacia Dios.

La fe dice justo lo contrario del mundo porque afirma que, para cumplirse, la libertad necesita de la verdad –«conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32)– y que la realidad tiene un sentido que no establezco yo a mi gusto sino Aquel que la ha creado, y eso no va contra mí, sino que es para mí.

Además, sería ingenuo y peligroso pensar que este “olfato de la verdad” significa que a los jóvenes “no les importa nadie”. Igual que nosotros, ellos también están sujetos a la invasión de este poder que trata de “incordiarnos”. Es una mentalidad en la que estamos inmersos y que, a pesar de ciertas apariencias, va contra el corazón del hombre tal como Dios lo ha hecho, y tiende a determinarlo todo en nosotros: nuestra forma de sentir, pensar y actuar.

Vivimos en una época donde palabras como “felicidad”, “libertad”, “deseo”, “justicia (derechos)” no se han censurado del vocabulario común. Al contrario, se imparten cursos sobre la felicidad, hay libros, películas, series y reality show que hablan explícitamente sobre ella y por eso nos fascinan. El poder no niega esas exigencias, pero es muy hábil a la hora de aprovecharse de ellas, reduciéndolas para plegarlas a sus propios intereses. El corazón pasa de ser “deseo de infinito” a «deseo de abrazar las infinitas posibilidades» (Oscar V. Milosz, Miguel Mañara), y así el poder intenta multiplicar hasta el infinito nuestros deseos porque un hombre que no tiene deseos no compra. Es la época de la «dictadura de los deseos», como la definió hace unos años el periodista Giuliano Ferrara; una época di gran individualismo y egocentrismo, y el Papa invita por ello a salir del propio yo y tener el coraje de decir «Tú». Esa es la paradoja y la rareza de la vida cristiana: si quieres ganarte a ti mismo, debes dar la vida por la obra de Otro.

En un mundo donde todo dice lo contrario, tenemos la responsabilidad de comunicar a los jóvenes lo que hemos recibido –la «forma de enseñanza a la que hemos sido confiados» (Joseph Ratzinger, en su presentación del Catecismo de la Iglesia)– y dar razón de ello testimoniando la experiencia de verificación que hemos vivido. Debemos acompañar a los jóvenes en su verificación de la hipótesis cristiana, no sustituyéndoles sino aprovechando todas las ocasiones para mostrar la razonabilidad de la fe, su pertinencia con las exigencias de la vida.

«Lo que se propone no puede proponerse simplemente. Educación no es proponer sin más. El “riesgo” de educar se juega a este nivel, porque a nosotros, al adulto, se le pide amar, es decir, proponer y acompañar en la verificación, para que la persona a la que se lo propone pueda captar las razones que nos mueven», como decía don Giussani en Introducción a la realidad total.

Debemos tener presente que lo que educa es la experiencia de vida de una comunidad cristiana, como decía Giancarlo Cesana en la revista Huellas de marzo. Perteneciendo a esta vida, siendo adultos o jóvenes, es como la relación educativa encuentra su orden y su verdad.

Destaco un último pasaje donde Francisco comenta el episodio de la pesca milagrosa en el Evangelio de Juan, imagen clara del ciento por uno. «Cuando ponemos tantas energías para realizar nuestros sueños, cuando invertimos tantas cosas, como los apóstoles, y no resulta nada… Pero sucede algo sorprendente: al amanecer, aparece en la orilla un hombre, que era Jesús. Les estaba esperando. Y Jesús les dice: “Allí, a la derecha hay peces”. Y sucede el milagro de tantos peces: las redes se llenan de peces».

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En varias ocasiones, don Giussani abordó el tema del sueño oponiéndolo al ideal, marcando así una diferencia clara entre la postura cristiana frente a la vida y la del mundo. Cito solo algunos pasajes de un encuentro de 1991 con los bachilleres –titulado “Más allá del muro de los sueños”, en Los jóvenes y el ideal–, muy significativos para captar la originalidad de nuestra posición. «El comienzo de todo lo que ha nacido después (...) estuvo en el deseo de que la gente entendiera (...) aquello para lo que está hecho su corazón; que la gente entienda un poco mejor el Destino para el que está hecha; que la gente entienda un poco más que la vida es una tarea». Más adelante sigue diciendo: «No nos hemos hecho nosotros, no nos hacemos nosotros; las exigencias que nos urgen dentro de nuestra personalidad no las hemos construido nosotros. (...) El ideal indica una dirección que no establecemos nosotros. (...) Siguiendo esta dirección, incluso con esfuerzo o yendo contra corriente (...), el ideal, con el paso del tiempo, se realiza. Se realiza de un modo distinto al que uno se imagina; siempre distinto y cada vez más verdadero. (…) La felicidad es la realización total y completa de aquello a lo que aspiramos, de lo que deseamos. (...) La felicidad plena no es una realidad que se manifieste en el presente. Es la gran promesa del futuro, es el Destino. Felicidad se llama durante la vida, sin embargo, a la experiencia de la realidad en cuanto resulta consonante con el destino, en cuanto que nos hace tender hacia él. Pretender alcanzar ya la felicidad en la vida es un sueño. Vivir la vida caminando hacia la felicidad es un ideal. (...) Pero hay algo fundamental. El destino del que yo nazco y al que tiendo, mi principio y mi fin, se ha convertido en Uno de nosotros. (…) Este destino tiene un nombre en la historia: Jesucristo. Por eso, la vocación consiste en aceptar todas las circunstancias para obedecer, adherirse y realizar lo que Cristo quiere de ti».

Estamos llamados a querer a estos jóvenes, no tanto preocupándonos por que no dejen de desear de manera genérica, de tener deseos, sino por que su corazón no deje de desear su propio destino, a Jesucristo. Solo así les ayudaremos a ser verdaderamente libres y a caminar hacia él.