El artículo de Davide Prosperi en "la Repubblica" del 19 de septiembre de 2024

Cómo ayudar a los jóvenes a salir de su silencio

El artículo de Davide Prosperi en "La Repubblica", donde cita el manifiesto de CL dedicado a la tragedia de un joven que ha matado a su familia

Querido director, la habitual vuelta a clase ha estado precedida por el trágico caso del joven Riccardo, de 17 años, que ha matado a sus padres y a su hermano sin motivo aparente. De hecho, por lo que se sabe, el chico no ha señalado otro móvil más allá de un malestar personal del que quería librarse. Es un hecho que nos ha dejado a todos atónitos, pero por otro lado vemos la necesidad de ayudarnos a entender cuál es el origen de ese malestar, aun sabiendo que en el fondo permanece un misterio intangible. Por ello, agradeciendo su hospitalidad, comparto aquí algunas reflexiones que han surgido en un diálogo con varios educadores pertenecientes al movimiento de Comunión y Liberación, que nació hace 70 años por la iniciativa de un sacerdote –Luigi Giussani– que abandonó su carrera académica precisamente para dedicarse a la formación de los jóvenes.

Nuestro dolor por las víctimas (y por el culpable, que se enfrenta ahora a toda una vida marcada por lo que ha hecho) se amplifica al dirigir la mirada a tantos jóvenes que sienten un malestar parecido y que muchos expresan de varias maneras, pero otros tantos lo esconden por dentro. En muchos casos porque no encuentran adultos con los que expresarlo con palabras y compartirlo (¡cuánto miedo tienen los adultos de las preguntas y sufrimientos de los jóvenes!). Ese malestar adopta la forma de un vacío interior y un aislamiento radical. Como escribía hace poco en estas páginas Michela Marzano (la Repubblica, 13 de septiembre), nos hemos precipitado «en el nuevo paradigma contemporáneo de la crisis permanente», donde «quien hoy dice yo ya no sabe quién es». Se pueden y deben decir muchas cosas a nivel psicológico, social y cultural, pero ninguna de ellas podría “explicar” en última instancia esa extraña inclinación al mal que encontramos en el fondo de nosotros mismos y que la tradición judeo-cristiana llama “pecado original”. Siempre estará abierta dentro de nosotros la posibilidad de destruir y hacer daño. Hay que reconocerlo si se quiere entender quién es verdaderamente el ser humano.

Respecto al malestar del que estamos hablando, ante todo hay que preguntarse si este no encuentra terreno abonado en el concepto de libertad en que vivimos inmersos. Libertad entendida como autonomía total, donde el único horizonte admisible para mi cumplimiento es la realización de mis sueños y proyectos, derivados a menudo de expectativas (muy confusas) impuestas por la sociedad. Según esta perspectiva, el otro no solo no tiene ningún derecho a ayudarme a entender quién soy, sino que tiende incluso a convertirse en enemigo. El resultado es dramático, a cualquier edad: tal vez no nos aislemos físicamente, pero se pierde el sentido del vínculo, con el riesgo de caer en el aburrimiento o incluso en la depresión, cada vez más vacíos y solos porque somos incapaces de reconocer que la relación con el otro nos define como personas.

En este contexto, escuchar a los jóvenes y tomar en serio sus preguntas es sin duda importante, pero no basta. Hace falta alguien que indique un camino y lo comparta con ellos, como testimonian los abuelos de Riccardo, que no lo han abandonado. Nada es más necesario que padres y profesores que propongan a los jóvenes una hipótesis que dé respuesta a esa necesidad de sentido que tratamos de enmascarar de muchas formas pero que pervive como una aspiración inextirpable dentro de cada uno de nuestros gestos. Sería deseable que en nuestras escuelas se favoreciera esa implicación, de tal modo que los chicos y chicas pudieran verificar personalmente su conveniencia, y que esas propuestas no se vean obstaculizadas en nombre de una concepción mal entendida de la laicidad. En este sentido me atrevo a disentir de las conclusiones a las que llega Marzano, que parece querer apartare del todo esta dinámica educativa.

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Lo que deseamos todos, más o menos conscientemente, es alguien que nos ame y que reconozca nuestro valor, independientemente de lo que seamos capaces de hacer. Más aún, necesitamos alguien que nos libre del mal, el nuestro y el de los demás. ¿Pero existe alguien así? Parece imposible. Sin embargo, hubo un momento en la historia en que un hombre tuvo la pretensión de encarnar todo esto. Pienso en lo que cuenta el Evangelio a propósito de una mujer samaritana: Jesús eligió el camino más duro, a través del desierto, para llegar al pozo a una hora del día a la que no iba nadie, y lo hizo adrede para hablar con ella. Aquel encuentro marcó el inicio de una vida nueva, la posibilidad de una mirada a sí misma y a la realidad cargada de esperanza: si el mismo Dios se había molestado por ella, entonces su mal estaba vencido y ya no tenía la última palabra. Así es también hoy para nosotros los cristianos. Frágiles y limitados como todos, frente al abismo inexplicable del mal no tenemos nada más que ofrecer al mundo que este amor que recibimos y una amistad como lugar donde experimentarlo.

La Repubblica, 19 de septiembre de 2024