Alexandr Solzhenitsyn (Foto Ansa/Archivio/Michael Estafiev/Drn)

Lo que ningún poder nos puede quitar

Si la vida es totalmente donada, ni siquiera un hombre privado de todo podrá ser nunca esclavo de la mentira. La actualidad de Alexandr Solzhenitsyn, citado por don Giussani en el capítulo octavo de “El sentido religioso”
Adriano Dell'Asta

Un día en la vida de Ivan Denisovich, La casa de Matriona, Archipiélago Gulag, La rueda roja, lo infinitamente pequeño en sus dos primeros relatos y lo infinitamente grande en los dos potentes retratos históricos con que Alexandr Solzhenitsyn reconstruyó la historia de los campos de concentración soviéticos y la revolución de 1917 con el drama que la precedió. Sin embargo, en sus dos relatos este gran escritor ruso (premio Nobel de literatura en 1970) narra la historia de un hombre y una mujer mostrando toda su grandeza y dignidad. Por un lado, la asombrosa grandeza de Ivan Denisovich, un preso cualquiera en el campo estalinista que logró conservar su libertad y su alma incluso en el lager, un lugar diseñado adrede para destruir la humanidad («¡Tienes que estar contento de estar en la cárcel! –le dice otro preso que, igual que él, tampoco cedió– Aquí tienes todo el tiempo para pensar en el alma»). Por otro lado, la dignidad inimaginable de Matriona, una pobre campesina a la que todos consideran estúpida, con un pasado ciertamente nada irreprochable, pero después de su muerte demostró ser «ese ser justo sin el cual no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera».

Citado en el capítulo octavo de El sentido religioso, donde Giussani nos muestra la tragedia del hombre que, cuando pierde «la entereza de sus factores», se pierde a sí mismo. Sin embargo, Solzhenitsyn documenta una posibilidad de resistir frente al poder, el poder en su forma más extrema, la del totalitarismo soviético, que el escritor aprendió a conocer desde sus comienzos (nació en 1918) y que marcaría toda su vida, primero con la fascinación del sueño de un mundo nuevo, luego con el rechazo ante la práctica de una violencia homicida, transformándose en un opositor irreductible (ocho años en un campo de concentración desde 1945 y el exilio desde 1974). Pero acabó sucumbiendo y Solzhenitsyn sobrevivió. Pudo volver a su patria en 1994 y asistir (hasta su muerte en 2008) a su fatigoso camino hacia una democratización incompleta.

Como fue testigo de la nobleza irreductible de las personas aparentemente más insignificantes, Solzhenitsyn se convirtió en un gran observador de la historia, donde vio el intento de destruir la humanidad de raíz y donde supo reconocer y denunciar las herramientas con que el régimen intentó llevar a cabo su proyecto ideológico, que Giussani evoca citando justamente a Solzhenitsyn: «Con los malvados shakesperianos bastaba una docena de cadáveres para agotar la imaginación y la fuerza del espíritu. Eso les pasaba por carecer de ideología… Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres».

La superación de la ideología mediante el descubrimiento del infinito dentro de una realidad que no está hecha por las manos de los hombres fue para Solzhenitsyn el camino que lo condujo a descubrir un significado bueno del ser en medio de las tragedias de su siglo y de su propia existencia personal (que aparte de la revolución y la guerra tuvo que superar también la prueba de un cáncer).

La intuición de ese significado bueno le llevó a no romper con el pasado, usando una expresión de don Giussani, o según una formulación de Solzhenitsyn, a estudiar la historia y aceptar «el papel del escritor ruso contemporáneo preocupado por la verdad: hay que escribir solo para que todo esto no se olvide, para que alguna vez lo sepan nuestros descendientes», pues solo juzgando es posible no volver a caer en las mismas tragedias del pasado y descubrir en cambio una riqueza sorprendente en ciertos hombres que supieron vencer «la odiosa división del mundo», como la llamaba siguiendo la tradición de san Sergio de Radonezh, uno de los grandes santos rusos.

Quizá por ello, por esa victoria sobre la división, se desveló esa identidad de Matriona como un «ser justo»: no por sus méritos, sino «incomprendida, abandonada por su propio marido, que enterró a seis hijos sin perder su carácter sociable, extraña para hermanas y cuñadas, ridícula, que trabajaba estúpidamente gratis para otros».

El primer paso de todo sistema totalitario es la atomización de la sociedad porque solo un pueblo formado por entes aislados puede ser fácilmente controlado y privado de puntos de referencia, relaciones que le permitan resistir a las presiones de cualquier régimen y le ofrezcan un baluarte que compartir con sus semejantes para hacer frente a los ataques del poder y la desmoralización de un hombre que, como Solzhenitsyn, privado de una verdad no relativa, se hallaba a merced de su soledad y arbitrio.

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El hombre que ya no está solo, que recupera su propio significado, totalmente donado (como totalmente donada era la vida que Solzhenitsyn reanudaba después de cada prueba), vuelve a descubrir algo que no le puede quitar ningún poder terreno o relativo: un hombre privado de todo ya no puede ser privado de nada y se descubre de nuevo libre. Tiene una fuerza que no podría darse solo, pero que si la reconoce le hace invencible. «Que la mentira lo cubra todo, que la mentira lo domine todo, pero nos aferraremos a lo más pequeño: ¡que no sea gracias a mí! Nuestro camino es ¡no apoyar conscientemente a la mentira de ninguna forma!».