El congreso dedicado a Joseph Ratzinger

Ratzinger. Es razonable creer

Un congreso organizado por el Centro cultural Maximiliano Kolbe de Varese con religiosos y laicos que dialogan sobre “fe y razón” en Benedicto XVI
Roberto Copello

Muchas veces se organizan congresos planteando una pregunta que los ponentes deberían responder. Y si el motivo es un aniversario, se trata de poner en el centro al homenajeado. Pero nada de eso pasó en el congreso celebrado el pasado sábado 21 de octubre en Gazzada. El motivo, o pretexto, eran los 40 años del Centro cultural Maximiliano Kolbe de Varese, pero no hubo ni rastro de autobombo. Como tampoco había rastro de signos de interrogación en el título del congreso, “Es razonable creer”, con el subtítulo: “Razón y fe en Joseph Ratzinger”.

Como queriendo oponer una certeza confiada ante quien todavía ponga en duda la importancia teológica y pastoral del Papa alemán. Por ello, este congreso quería poner en el centro el pensamiento de Benedicto XVI, pero también su propia persona, tantas veces incomprendida, y plantear su modernidad y actualidad. Se confió esta tarea a seis autorizados ponentes: tres sacerdotes teólogos y tres profesores laicos. Pero antes que ellos, en conexión por video, apareció el cardenal Angelo Scola, que tuvo un gran conocimiento directo de Joseph Ratzinger. «Una relación que para mí fue un verdadero don», señaló el arzobispo emérito de Milán, recordando algunos rasgos fundamentales de su persona, antes aún que del pensador que fue. Su capacidad para leer la realidad desde dentro partiendo de la experiencia concreta de Cristo, su pasión por confrontarse (siempre con respeto) con el mundo contemporáneo, la dulzura con que trataba de «hacerse entender y entender», deseando siempre encontrarse con todos. «Los que le vieron una sola vez –decía Scola– también quedaron impactados por ese rasgo tan característico, la humildad, palabra que deriva de humus, tierra, y que indica la capacidad de permanecer pegado a lo real». Todo lo contrario de esa imagen dura e inflexible que divulgaban varios medios, sembrando un prejuicio al que «la historia hará justicia», según Scola. Para resaltar la delicadeza que tenía Benedicto XVI, recordó el consejo que le dio cuando le nombraron patriarca de Venecia: «Los niños, cuide mucho a los niños». Entre los contenidos fundamentales del pensamiento de Ratzinger, destacó dos. Uno es la demostración convincente, más allá de los debates sobre el Jesús de la fe o el Jesús de la historia, de que el Jesús real es el de las Escrituras. El otro es la afirmación de que la finalidad de la política es el compromiso, palabra tan demonizada pero cuya etimología, cum-promitto, ofrece la noble promesa de un bien común.

Echó mucha carne al asador de los teólogos, que fueron más allá del tema abordando la encíclica de Wojtyla, que en realidad fue inspirada en gran parte por el entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe y que hace 25 años ya forjó una imagen de fe y razón «como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad». Pero los ponentes optaron por privilegiar la importancia de la trilogía ratzingeriana sobre Jesús de Nazaret. Así, por ejemplo, Ezio Prato, profesor del seminario de Como, destacó que de ella emerge la consideración del primado de Dios y la centralidad del yo de Jesús, en la perspectiva de un cristianismo que no es una filosofía y que por tanto no puede permitirse, de forma gnóstica, evitar la confrontación con la historia.

También René Roux, rector de la Facultad de Teología de Lugano, tiene recuerdos personales de un Ratzinger sencillo, benévolo, acogedor, pero con una grandeza de pensamiento que hacía de él un ejemplo perfecto de lo que es un “intelectual cristiano”. Siendo cardenal, todas las semanas iba a decir misa al Colegio Teutónico de Roma, donde le encantaba charlar con los alumnos. Entre ellos Roux, que estudiaba allí. «Me preguntó qué estaba preparando para la tesis y le respondí que estaba pensando en un teólogo poco conocido, Severo de Antioquía. Obviamente, sabía perfectamente quién era. Año y medio después me lo volví a encontrar y se acordaba, de hecho me recibió diciendo: “¿Cómo está nuestro Severo?”». Un Ratzinger con curiosidad por todo, hasta por un desconocido monofisita bizantino. Un Ratzinger –añade Roux– que, aun señalando los límites del método histórico crítico y la teología de la liberación, sabía «sacar de cada cosa una dimensión positiva», desmintiendo continuamente los tópicos referidos al “pastor alemán”. Su trabajo sobre exégesis bíblica –teniendo en cuenta que no era exégeta– «dará frutos durante décadas», el teólogo suizo está convencido de ello, destacando entre los puntos clave indicados por Ratzinger el hecho de que «el ámbito de la hermenéutica no puede ser una persona en particular, sino la comunidad de los creyentes».

Tras una mañana dedicada a “El pensamiento y la Revelación”, la sesión de la tarde, titulada “En diálogo con el mundo moderno”, contó con tres profesores universitarios laicos como el astrofísico Marco Bersanelli, el sociólogo Sergio Belardinelli y el constitucionalista Andrea Simoncini. El vicerrector de la Facultad Teológica de Milán, Alberto Cozzi, les invitó a partir de las intuiciones antropológicas que, según ellos, caracterizan el magisterio teológico de Joseph Ratzinger. En primer lugar, la idea de que el hombre está hecho para la verdad con una fe arraigada en Jesucristo, que le obliga a salir de sí mismo, a abrirse, «a realizar un éxodo hacia un destino más grande» (no en vano Ratzinger eligió como lema “Cooperatores veritatis”, tomado de la tercera carta de Juan). Pero la idea de una verdad total asusta el hombre moderno. «Emancipado de la idea de verdad, ya no es capaz de afirmar siquiera que la nieve es blanca», señaló Belardinelli, para quien el gran problema contemporáneo nace justamente del hecho de que «fe y razón han dejado de dialogar, de confrontarse. Esta indiferencia es lo único que debería asustarnos».

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Pero Ratzinger, según Bersanelli, no tenía miedo a nada, ni a la confrontación post-Galileo con la ciencia y la técnica, que de hecho estimaba profundamente, entusiasta del misterioso orden que se esconde detrás de todas las cosas. El astrofísico recordó el “realismo astronómico” con que Benedicto XVI dedicó varias páginas a la estrella de los Magos, «no para que ese hecho dependiera de la estrella, sino porque esa estrella podía ofrecer una contribución a la verdad». Por último, Simoncini, citando su discurso al Bundestag, que tuvo un gran efecto entre los juristas, destacó que el Papa alemán hablaba como exponente de una comunidad de personas, la Iglesia («que también es el Estado más antiguo del mundo»), no como custodio de una ortodoxia, sino en todo caso de una humanidad. Su fuerza de persuasión se apoyaba en el hecho de que no hablar (solo) a los católicos. «El poder ciega la razón», dijo Simoncini recordando una antigua diatriba entre san Ambrosio y el emperador Teodosio. La fe, por el contrario, la exalta. Ese es el gran legado de Benedicto XVI, que no en vano, contra cualquier hybris de la razón, solía citar a su predilecto Agustín: «Lo que se posee con la mente se tiene conociéndolo, pero no se conoce ningún bien perfectamente si no se ama perfectamente» (De diversis quaestionibus 35,2).