Padre Romano Scalfi (Foto Fraternità CL)

Rusia Cristiana. Recuperar una casa

En el centenario del nacimiento del padre Romano Scalfi, dos días de encuentros que llenan de significado las palabras de siempre
Giovanna Parravicini

«Ante todo decir Cristo, la única palabra que salva: no enunciar una doctrina o formular un análisis de la realidad, sino proponer un hecho, el hecho de la presencia de una Persona que cambia por completo nuestra existencia desvelando nuestro destino... Puede parecer extraño proponer un renacer de la fe como remedio en un mundo que ha dejado de creer en nada para empezar a creerlo todo; también puede parecer fuera de lugar proponer el carácter definitivo de Cristo cuando nos apremian ciertas decisiones que son muy concretas y muy humanas. Pero esas objeciones solo tendrían sentido si la fe y el Cristo de los que hablamos fueran una doctrina o una verdad abstracta; solo tendrían sentido si las decisiones que hay que tomar no fueran humanas, si no estuviera en juego toda nuestra humanidad. Frente a estas objeciones debemos recordar que el cristianismo no es una doctrina banal ni una religión más, sino ante todo el reconocimiento de Cristo… Volver a la fe de Cristo significa por tanto reconocer un hecho que amplía las dimensiones de la razón humana, puesto que la abre a una realidad infinita que, justamente por su infinitud, niega todo prejuicio o esquema preconcebido. De este modo la fe, lejos de negar la cultura, es generadora de esa cultura auténtica que afirma el carácter integral e inagotable de lo humano». Son palabras del padre Romano Scalfi, uno de los pocos que desde los años en que el telón de acero marcaba una profunda ruptura entre dos mundos -Occidente a un lado, el este de Europa y la Unión Soviética al otro- supieron vislumbrar una esperanza e indicar un camino, una «casa» común.

Hoy, en el centenario del nacimiento del padre Romano y con un contexto internacional trágico, podemos constatar toda la actualidad de su mensaje. Ante la escalada de violencia y la creciente imposibilidad de dialogar y acoger -y más aún de perdonar y dejarse perdonar- la Fundación Rusia Cristiana ha querido recordarlo durante un congreso celebrado los días 21 y 22 de septiembre, titulado «Dentro del drama. Volver a empezar por la persona. El legado del padre Romano Scalfi».

Sustancialmente han sido dos días para compartir, más que para hacer análisis o esbozar posibles escenarios geopolíticos, para ayudarse a ver qué es lo que sostiene la esperanza de los hombre y para preguntarse, sin amarguras ni derrotas censuradas, cómo es posible seguir viviendo humanamente mirando a tantos amigos dispersos por los vientos de la guerra que soplan en todo el mundo (desde Canadá a Israel, en Asia y en Europa) y a otros muchos que han optado por quedarse en Rusia para apoyar a la sociedad civil. Eso es lo que el padre Scalfi más custodió de su larga amistad con don Giussani: su invitación a no conformarse con un grupo de expertos sino compartir con Rusia la experiencia de la fe.

En el encuentro participaron personas muy diferentes: el que pinta iconos, el que escribe poesía, el cineasta, el periodista, el teólogo, el que pone en marcha un colegio, un centro cultural o hasta el embrión una facultad universitaria para la minoría rusófona, el sacerdote de parroquia… Pero todos, en su patria o en el extranjero, estaban marcados por el derrumbe del mundo en el que habían vivido hasta febrero de 2022, por la pérdida de sus seguridades, amistades y perspectivas de trabajo, y por las trágicas contradicciones que se viven en la Iglesia ortodoxa rusa.

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Han sido unos días de diálogo a campo abierto, donde han surgido ciertas palabras que han ido asumiendo gradualmente unos matices nuevos, identificando a lo largo de un camino a veces tortuoso y dramático nuevas perspectivas y nuevas metas. “Soledad”, por ejemplo, la maldición de quien se encuentra arrojado en un mundo nuevo donde no tiene dónde agarrarse, pero también el redescubrimiento de la condición existencial del yo, que te empuja a “compartir”, a una “comunión” que es posible –dentro de una institución marcada por el compromiso– por las palabras del propio Cristo: «cuando dos o tres se reúnan en mi nombre, yo estaré en medio de ellos». También “dignidad humana”, vinculada al concepto de “servicio”, que une el designio divino del ser humano y el cumplimiento de su humanidad y felicidad. O “libertad”, no entendida de forma individualista sino declinada con la palabra “casa”. Pronunciada por personas que han tenido que abandonar su casa, que llevan en su bolsillo una llave que no saben si podrán volver a girar algún día, esta palabra provocaba un nudo en la garganta durante el último diálogo: podemos decir que hemos encontrado una casa, no solo un lugar físico donde nos reunimos, sino esta amistad que se ha convertido en una tierra a la que pertenecemos, con una tarea común, un camino que desvela a cada paso, a pesar de todo, la posibilidad de un mañana, la certeza de una esperanza. Como decía Roman, que lleva un año viviendo en Tiflis con su mujer pero que sigue colaborando con la actividad editorial en Rusia: «La persona no se descubre a sí misma por una autodefinición, sino mediante la mirada de otro. Lo he visto estos días, asombrado al verme mirado así, siendo objeto de amistad y de estima. Eso ayuda a recuperar energías y coraje, la responsabilidad de decir “yo” con una densidad que hasta hace poco creía imposible. No hay palabras para agradecer algo así. Como dice Rilke, “todo es caduco, como la hoja que cae a lo lejos, pero hay alguien que lo tiene todo en sus manos con una ternura infinita”».