José Ángel González Sainz (Foto: Filmati milanesi)

Ver es vivir. El encuentro con González Sainz

En el Centro cultural de Milán, un encuentro con el autor de “Ojos que no ven”. «¿Quieren decir algo las cosas, o simplemente suceden y somos nosotros los que imploramos que algo nos hable?»
Davide Perillo

«Quizás habría que darle la vuelta al título, ¿me lo permites?». Guadalupe Arbona Abascal, profesora de Literatura española en la Universidad Complutense de Madrid, sonríe mientras se gira hacia el autor. Pero, en el fondo, la pregunta va en serio. Ojos que no ven, la novela de José Ángel González Sainz (recién traducida al italiano), es una ayuda real para entender cómo se puede ver, qué ojos sirven para mirar la realidad como niños, sin el velo de la ideología, sea cual sea. En el libro de Sainz, ese velo está teñido de sangre por la doctrina del terrorismo vasco que absorbe primero al hijo y luego a la mujer del protagonista, Felipe Díaz Carrión, hombre sencillo y apegado de manera tenaz a la realidad, incapaz de aceptar la violencia ciega con que se trata de eliminar al “enemigo”. Pero es un riesgo que corremos todos continuamente. Para vivir, hacen falta ojos que ven. Ahora más que nunca.

Sobre eso se habló el pasado martes 23 de noviembre en el Centro Cultural de Milán. En la sala, junto al autor y Arbona, también estaban Stefano Ballarin, profesor de Lengua y cultura española, que ha revisado la traducción del libro, y Flora Crescini, la moderadora. Una velada que se enmarcaba en la Semana de los Centros culturales de la diócesis y que arrancó con el itinerario trazado por Ballarin para presentar a Sainz.

Ballarin habló de los treinta años que vivió en Italia, entre Venecia y Trieste, que permitieron al autor poner entre él y su tierra «una distancia que muchas veces ayuda a comprender». Citó una frase del propio Sainz que ayudaba a entender: «Para mí la escritura es una búsqueda. Necesitaría escribir todo lo que veo». Un recorrido que partía de Un mundo exasperado («primera tesela de una trilogía sobre el nihilismo»), hablando de «Literatura con L mayúscula», de personajes que «recuerdan los cuadros de Hopper», de un vínculo estrecho «con Juan Benet y sobre todo con William Faulkner», y de una «odisea de la decepción» que en Ojos que no ven encuentra su expresión más aguda.
Justo por ahí empezó Arbona, a propósito de una novela que cuando salió, hace once años, hizo que muchos dijeran: «por fin se cuenta la verdad». La verdad sobre un periodo que sacudió España, el de ETA y cincuenta años de atentados y muertos en nombre del separatismo vasco. «Sainz desenterró las raíces de ese drama: la ideología vence cuando se cierran los ojos y se emprende un camino humano cuando esos ojos se abren». Lo hizo invitando a dar «un juicio carnal, apegado a los personajes».

Flora Crescini y Stefano Ballarin

De ese medio siglo que dejó «heridas aún sangrantes en el pueblo español», donde se veían «asesinos recibidos como héroes en las plazas» y una sociedad que «callaba porque no sabía muy bien qué hacer con esas imágenes de vidas rotas», el libro ofrece un relato de gran actualidad porque va al núcleo esencial. «La ideología se aprovecha de la falta de una mirada límpida sobre la realidad para mantener sus delirios de dominio». Es una «patología de la razón», señalaba Arbona, que lleva consigo la dificultad para convivir, la imposibilidad de mirar al otro como un bien. Para combatir contra ello, exige una «batalla al nivel de una atención incansable a lo que hay alrededor».
Justo lo que exige Sainz continuamente. Arbona leyó algunos fragmentos, como el diálogo entre Felipe y su hijo, cegado por el reclamo de la violencia; o la descripción de Asun, su mujer, absorbida por ese mal que le estampaba en la cara una perenne «mueca de asco reconcentrado y desafiante». Destacó cómo Felipe ofrece «una humanidad que no se deja vencer por el mal. El secreto es solo uno: abrir los ojos». Y añadió: «Parece algo banal. A veces mis alumnos se enfadan, creen que hacen falta reacciones más fuertes ante la injusticia». Pero él hace lo más importante: «un camino que le permite ver».

Por ahí pasa esa «línea sutilísima», capaz de marcar la diferencia entre la vida y la muerte, la de querer comprender la realidad o censurarla. Sainz, según Arbona, «entiende que la cuestión fundamental de la cultura actual es abrir los ojos. Acompaña la apertura de la mirada y por eso es un maestro». Para no dejar lugar a dudas sobre la importancia de la palabra, citó un pasaje de Cervantes, donde Sancho pide a Don Quijote que no le deje solo con su miedo, y el caballero de La Mancha le responde: «haz de los ojos lanternas». «Es la invitación más interesante que se nos puede hacer», concluye Arbona. «El maestro no sustituye al discípulo: lo anima a estar atento». Eso es el libro de Sainz, «una invitación a abrir los ojos como lanternas para gozar de la vida en su sentido más pleno».

Llegó así el turno del autor. Flora Crescini, la moderadora, le preguntó cuál era para él ese «espinazo que está pasado de moda. Pero el surco donde estaba el espinazo sigue estando ahí, y el espinazo lo conserva vivo», una cita de Faulkner con la que se abre la novela. A lo que Sainz respondiendo confesando cierto «embarazo porque un escritor, a diferencia de un filósofo, no tiene un pensamiento orgánico ni problemas que resolver». En la literatura, lo que está en juego «es otra cosa: mantener viva la búsqueda, la exploración de preguntas y enigmas fundamentales para nuestra vida. No para resolverlos, sino para plantearlos de nuevo». Por eso las metáforas, como ese «espinazo» de Faulkner, «hay que respetarlas, no definirlas. Porque abren a un significado. Cada lector deberá rellenar por sí mismo esa casilla». Para él, ese espinazo es ante todo «la dialéctica, la tensión entre opuestos» que se da siempre en la realidad. Que interroga, pide, hace preguntas, si uno mira de verdad.

Guadalupe Arbona Abascal

¿Pero qué papel tiene nuestra libertad al mirar? Porque hay una mirada que puede ver y otra que, en cambio, impide ver, puede restringirse a un punto fijo. «Mirar parece lo más fácil», afirma Sainz. «Abrir los ojos, y listo. Sin embargo, creo que se ha convertido en una de las cosas más difíciles». En parte porque «estamos invadidos por imágenes». Y también porque «no hay escuela que enseñe a mirar de verdad. Se aprende como casi todo: haciéndolo. Mirando. Intentando ver qué has dejado fuera, ver de lejos y de cerca, desde una perspectiva y otra. Es una escuela que se empieza, pero nunca se acaba. Como todas las cosas importantes en la vida».

A propósito de la ideología, el autor explicó lo difícil que es «hacer entender al extranjero el problema del nacionalismo», no solo el vasco. Tiene muchas raíces. Humanas, antes que políticas. «Una de las palabras fundamentales de nuestra cultura es la “ira”», recordaba Sainz citando la Ilíada. «La violencia es a veces “más dulce que la miel”. Hay que reflexionar». Luego está «el veneno del totalitarismo, que quiere que los otros no existan». Por ello, uno de los rasgos del terrorismo es «la deshumanización de las víctimas. Les quita los rasgos de la cara, el nombre. Las reduce a un número». Otro factor es que solo en los últimos años «las víctimas de ETA han aparecido en escena con fuerza y han ocupado su lugar, central en la historia de nuestro país».

Guadalupe Arbona volvió sobre la necesidad de aprender a ver. Hacen falta personas que lo hagan, hace falta mirar a esas personas, aprender de ellas y de la realidad. «Un acontecimiento puede hacernos entender», reafirmaba Sainz. «Una persona, una voz, pueden hacernos ver. En teoría, todo el arte está ahí para enseñarnos a ver». Pero no está dicho que suceda sin más. «A veces todo eso nos impide mirar». Si nos quedamos en las imágenes, no tocamos la realidad.
Crescini retomó entonces las primeras páginas del libro, sobre la necesidad del «asombro» y sobre esa pregunta que sale una y otra vez en el libro, de continuo: «¿quieren decir algo las cosas, o simplemente suceden y somos nosotros los que imploramos que algo nos hable?». Cuando las cosas hablan con su lenguaje, ¿qué aprendemos? «No sabría decir nada mejor que esa cita», se eximió Sainz. «Intento prestar mucha atención a no aplicar a las cosas movimientos humanos. Las cosas no quieren, no piensan, no tienen deseos. Somos nosotros quienes las interrogamos. Una manera de interrogarlas es buscar la belleza en ellas. Lo que está fuera de mí me pide relaciones, me hace sentir la necesidad de relacionarme, de entrar en relación con las cosas. Muchas veces quisiera que esa relación no acabara nunca. Pero el problema es siempre nuestro».

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La última pregunta fue sobre el final del libro. ¿Es la belleza lo que salva a Felipe, lo que le hace optar por vivir? «No. No sería suficiente», responde Sainz, contundente. Y explica: «Pensé mucho ese final. Me preguntaba: este hombre, que ha sufrido un bofetón terrible de la vida, una derrota feroz, ¿dónde puede encontrar motivos para seguir adelante? ¿En qué ámbito? Podía encontrar un motivo político: hacer o pertenecer a algo contra la ideología de su hijo. Habría sido la solución más sencilla. O bien, a otro nivel, la conciencia, la responsabilidad personal. Pero eran respuestas que me dejaban insatisfecho». Eligió un nivel más denso, más profundo: «el religioso». No en sentido «eclesiástico», aclara, sino original, radical. «Es la comprensión que puede tener en ese momento en el monte, el lugar más alto de la tierra en contacto con la luz, el cielo. Allí Felipe puede recibir la iluminación de la vida como un don gratuito. La relación fundamental con ese don es la gratitud, la pietas. Es en este nivel donde obtiene la energía para dar un paso atrás». Mira. Ve. Y vive.