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11-S. «Ese silencio que dice ser tu voz»

Uno escritor se confronta con el atentado que cambió nuestra historia, releyendo textos de grandes autores, para entender también lo que ha sucedido en él
Andrea Fazioli

A menudo me sorprendo pensando que el silencio es la mejor manera de conmemorar un suceso. No por miedo ni esnobismo, sino por la convicción de que las palabras que no se dicen tienen una fuerza comunicativa muy especial. Decía Romano Guardini que «el silencio no es solo ausencia de algo –un simple intervalo de palabras y ruidos– sino que él mismo ya es algo». Una de las poesías más famosas sobre el 11 de septiembre, y una de las más hermosas, es la de la autora polaca Wisława Szymborska, Premio Nobel de Literatura en 1996. Se titula Fotografía del 11 de septiembre y apareció en su poemario Instante (2002).

Saltaron de pisos ardientes hacia abajo—
uno, dos, todavía unos más,
más arriba, más abajo.

La fotografía los retuvo en vida
y ahora los conserva
sobre la tierra, hacia la tierra.

Cada uno se muestra íntegro
con su rostro particular
y la sangre oculta.

Todavía alcanza el tiempo
para que se esparzan los cabellos
y de los bolsillos caigan
las llaves y el dinero.

Aún están al alcance del aire,
lugares que
justamente ya se abrieron.

Solo hay dos cosas que puedo hacer por ellos—
describir aquel vuelo
y obviar la última palabra.

Me conmueve especialmente el último verso, que destaca la fuerza expresiva del silencio. La voz poética se pregunta qué puede «hacer por ellos». Ese «por ellos» es muy interesante porque pone la atención en las víctimas. Cuando se habla del 11 de septiembre, nuestra memoria empieza siempre situándonos a nosotros mismos, como si necesitáramos concreción. ¿Quién no recuerda dónde estaba cuando se enteró de la caída de las Torres? Yo iba caminando por Milán, con una amiga y un amigo. Recibimos una llamada, tardamos en comprender lo que estaba pasando, entramos en un bar para ver la televisión. No parecía real. Durante los días siguientes las imágenes volvían, de manera obsesiva, por decenas centenares, en casa, en el trabajo, por la calle. Se instaló el miedo a viajar, a volar. Sobre todo, miedo a que volviera a repetirse. Al recordarlo, junto al desconcierto, aflora el horror y la piedad por «ellos». Las víctimas que vimos una y mil veces en pantalla. Gente cubierta de polvo, hecha pedazos o en su último vuelo.

Pero el valor de la literatura no consiste en ser “actual” en sentido periodístico, sino más bien en su capacidad para hablar siempre del presente, aunque pasen siglos. Desde el inicio de los tiempos, en cierto sentido, narradores y poetas escribieron ya sobre lo que sucedió aquel 11 de septiembre.

Tomemos por ejemplos dos ciudades árabes antiguas, como Zawila y Mahdia. De ellas habla Zakariya al-Qazwini (1203-83), autor entre otras de una obra conocida como Geografía, donde mezcla lugares reales y fantásticos. A propósito de Mahdia escribe que se trata de la ciudad donde residen los nombres, protegida por poderosos muros y guardias armados. Al lado, en cambio, hay una ciudad habitada por el pueblo, Zawila, privada de toda estructura defensiva. Los habitantes de Zawila se sienten indefensos, por lo que ponen en marcha un sistema de vigilancia policial. Prestan especial atención a todos los extranjeros que entran en la ciudad y se apresuran en observar la huella de su pie, de manera que puedan identificarla en caso de problemas.

De modo que, aunque su obra se remonte al siglo XIII, lo cierto es que después del 11 de septiembre todos vivimos en Zawila. Al principio era raro. Cada vez que tenía que someterme a un control me sentía como si fuera sospechoso. Yo mismo, igual que cualquier pasajero de cualquier tren o aeropuerto, podría causar la guerra en medio de la vida cotidiana. Con el tiempo me he acostumbrado. Ahora dejo que los guardias de Zawila tomen nota de mis huellas, de mis viajes, de los lugares que visito incluso por internet. Tal vez incluso pueda llegar a ser una ayuda para reflexionar sobre la libertad, que no tiene nada que ver con la falta de control o con que haya algo que no deba repetirse.

En 2001 yo tenía 23 años. Mis novelas, mis relatos más maduros llegaron todos después. No sé si en ellos hay rastro del 11 de septiembre de 2001, lo cierto es que con los años he madurado un interés por el mundo árabe y también por el islam. Esta curiosidad por el que es diferente alimenta mi escritura y también me ha llevado a estudiar la lengua árabe, en parte también podría ser una respuesta a la ruptura del equilibrio que percibí aquel día, del mismo modo que puede percibirlo un universitario que todavía no conoce el mundo, pero que sin duda también mide en sí mismo el impacto emotivo que causa en él la historia.

Recuperé el misterio del equilibrio en un breve relato de Gesualdo Bufalino, tomado de su libro Museo de sombras (1982). El autor siciliano presenta a varios “locos del pueblo”, entre ellos un tal rey Biagio.

«Alto, desgarbado, con ojos pequeños y opacos, perdidos tras un pensamiento que no mudaba. Durante años no hizo otra cosa que preguntar a cualquiera que encontraba: “¿Cómo se mantienen los edificios en pie?”, turbado por un detalle tan poco creíble como que ellos solos se mantuvieran en pie en medio de un universo destinado tan visiblemente a temblar, a romperse, a derrumbarse. Decía que no con el mentón, decepcionado por las explicaciones recibidas, y se acercaba a tantear y acariciar los ladrillos de las fachadas, dando un respingo después con un sobresalto inesperado. Una noche de fiesta lo vimos entre la multitud, mirando pasmado, a diez metros del suelo, a un acróbata haciendo piruetas en bicicleta en un hilo invisible suspendido en el aire».

¿Realmente está loco el loco? Su pregunta podía parecer ingenua, pero hoy adquiere profundas resonancias simbólicas. ¿Cómo se mantienen los edificios en pie? El equilibrio siempre debería suscitar asombro. Toda construcción humana, cada acuerdo, cada paso hacia la comprensión mutua es digno de ser acogido con asombro, como un don que agradecer. El rey Biagio lo había entendido. Su mirada aparentemente lunática había captado el signo. Para alcanzar el equilibrio, no hay que afanarse en indagar en las propias exigencias, sino más bien en elevar la mirada, tener el coraje de pensar en el mañana. De vez en cuando, como un juego, a veces mientras espero el autobús, sostengo en equilibrio un paraguas en la palma de la mano (siempre que no haya gente alrededor…). Si lo intentáis, enseguida os resultará evidente que mientras mantengáis la mirada fija en la mano, el paraguas se seguirá cayendo. Si eleváis los ojos hacia lo alto, hacia el otro lado, entonces hallaréis el equilibrio.

Desde que empecé a buscar huellas del 11 de septiembre en la literatura del pasado, las encuentro por todas partes. Hace poco encontré una antología del poeta búlgaro Ljubomir Levchev (1935-2019), titulada El péndulo de Foucault, donde el autor expresa su envidia por los árboles y los pájaros. Los primeros no tienen alas, pero viven anclados al suelo, «siempre fieles a su esencia». En cambio, «los pájaros son profundamente fieles al espacio, al movimiento eterno, al impulso». ¿Y los seres humanos? «Qué podemos hacer nosotros, todos nosotros, que tenemos raíz y ala». Levchev identifica en el «péndulo» que va de la raíz al ala la fatiga del ser humano. Para mí, esta coexistencia también es signo de nuestra unicidad, de nuestra capacidad de hacer nuevo lo que nos ha generado. También en este caso, el 11 de septiembre golpeó tanto las raíces, la estabilidad que creíamos tener en Occidente, como las alas, la confianza en el futuro. Sin embargo, a pesar del sufrimiento, o tal vez gracias al sufrimiento, hoy tenemos la posibilidad de tener raíces y alas más fuertes, partiendo de una mayor conciencia de nuestra fragilidad, de nuestro límite, que se ha hecho tan evidente.

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Concluyo con Mario Luzi. En la última antología que publicó en vida, Doctrina del extremo principiante (2004), justo al final nos encontramos con estos versos donde, tras tomar conciencia de sus escombros, el poeta recupera la posibilidad de una voz más auténtica:

Al final cae
por sí mismo el discurso,
todo embarullado
en una mezcla
de ruidos y bullicio.
Del que
pacientemente
emerge dicho
lo impronunciable,
tu nombre. Luego silencio,
ese silencio que dice ser tu voz.

Ese silencio que dice ser tu voz. En ese “tú”, referido a la vez a uno mismo, al mundo y a Dios, el poeta encuentra un sentido frente al cansancio y la desconfianza. La palabra auténtica, es decir, la vida, es algo que «pacientemente emerge», que no depende de nosotros. Podemos reconocer nuestra pobreza, y entender que nuestra esperanza no puede apoyarse ni en la ilusión de poseer el equilibrio ni en la de vigilar a cada extraño que entre en Zawila, ni mucho menos en la solidez de nuestras raíces o alas. De los escombros, del sufrimiento, de nuestro silencio deseoso puede nacer una voz de consuelo y esperanza: la voz de otro que de pronto se hace nuestra. Tal vez el 11-S sea ahora para mí sobre todo esta certeza, cada año más vívida: sin la voz de otro, yo no soy nada.