Un momento del congreso en Seriate

¿Qué es la unidad? Algo que está sucediendo ante nosotros

Cismas y divisiones en el campo ortodoxo; particularismos en el católico. ¿Cómo responden el pensamiento de los grandes del pasado y la experiencia eclesial del presente a los desafíos de hoy? Crónica del congreso de Rusia Cristiana

Una confrontación intensa y dolorosa sobre heridas abiertas, capaces de transformar a los que ayer fueron amigos y hermanos en enemigos y extraños, se desarrolló durante las jornadas de los días 11 a 13 de octubre en Seriate, en el seno del congreso internacional “Universalidad e historias particulares. La vocación de la Iglesia”, promovido por Rusia Cristiana. Sobre la mesa, cismas y divisiones que se multiplican en las iglesias ortodoxas, pero también un cierto modo de reducir la verdad, en el mundo occidental, a la propia visión particular, a la propia batalla, encerrándose cada uno en su propia trinchera.

El trabajo de estos días ha pasado por momentos dramáticos, como en la confrontación entre Vladimir Zelinski y Alexis Struve, sacerdotes ortodoxos que ya no tienen derecho a celebrar en el mismo altar debido a la crisis de relaciones entre los patriarcados de Moscú y Constantinopla, o el sufrimiento por el ritualismo litúrgico formal, por un modo de concebir la ascesis que comporta renunciar a la propia responsabilidad y una cierta extrañeza frente al mundo, documentada por Andrei Siskov, en oposición a la «liturgia como inicio de la transfiguración del mundo» (la visión de Aleksandr Smeman, uno de los principales pensadores del siglo pasado en el mundo ortodoxo en Occidente). Sin embargo, lo que ha permitido un diálogo sereno y atento, siempre al nivel de la experiencia y no de una contraposición dialéctica, aunque con distintos puntos de vista, ha sido la conciencia de que la unidad sigue siendo un dato presente, que nos precede y nos permite realizar con coraje y confianza el camino que le toca a cada uno.



Las jornadas del congreso han visto cómo se mezclaban cuestiones de la Iglesia y del mundo, inseparables no solo por los nexos político-sociales que existen entre ellos sino porque la Iglesia constituye la conciencia última del mundo, el «paso del mundo desde una condición de muerte a otra de resurrección», citando una expresión del teólogo ortodoxo Olivier Clément, como hizo Adriano Dell’Asta. En el magisterio de la Iglesia, del que habló monseñor Francesco Braschi, presidente de Rusia Cristiana, se plantea la relación entre instituciones y carismas. En Vladimir Soloviev y el padre Serguei Bulgakov, dos gigantes del pensamiento filosófico-religioso ruso, el tema de la unitotalidad emerge como categoría del ser, y la realización de la unidad de la Iglesia se presenta como «el banquete nupcial en el que participará el mundo entero».

Concretamente, Bulgakov madura la conciencia de una «nueva y terrible tarea: vivir hasta el fondo el dolor de la división de la Iglesia» y responder personalmente, con el ofrecimiento de la propia vida, ya en 1921-1922, mientras a su alrededor azotaban la guerra civil, la carestía, las persecuciones desatadas por el nuevo régimen bolchevique. Planteando de manera dramática la pregunta sobre qué puede ser resistir el embate del tiempo, salvarse de esta enorme catástrofe, Bulgakov llega hasta el origen último, al pecado del particularismo y la división, pero también al reconocimiento asombrado de la unidad como «algo que está sucediendo más allá de todo lo demás». La unidad como experiencia de un encuentro, siempre misterioso y excedente en su alteridad. No es casual que quien plantee estos interrogantes sea uno de los personajes con que se identifica el autor, un refugiado, un hombre al que no le queda nada, que lo ha perdido todo pero que, paradójicamente, ya no se ve atado ni obligado a nada, y por tanto logra ver, decir y hacer lo que antes, dentro de las orillas de su vida ordinario, tal vez le resultaba imposible. Se derrumbó todo aquello que en cierto modo era accesorio, secundario, aunque querido y familiar, y se desvela a plena luz lo que resulta, en cambio, esencial, aquello a partir de lo cual realmente puede comenzar una nueva vida. Una nueva vida que tiene una connotación escatológica, que encierra en sí el fuego del Espíritu que impide a su Iglesia reducir «la tradición a un “depósito” de fe que hay que custodiar y dejar de construir en su propia experiencia vital».

A un siglo de distancia, la actualidad del planteamiento del problema que ofrecía el padre Bulgakov resulta impactante ante problemáticas laicas, como las dinámicas ligadas a los fenómenos migratorios y sus consecuencias. Giorgio Paolucci, editorialista de Avvenire, al abordar el tema del encuentro entre las diversas culturas en Italia y Europa actualmente, retomó la cuestión de la alteridad como un factor ineludible para la maduración de la vida personal y social. ¿Qué se entiende por identidad? ¿Una identidad concebida como «una coraza que ponerse contra los invasores, o más bien como una ventana que abrir para ser capaces de ofrecer a los que llegan una conciencia sobre nuestras raíces»? Paolucci desarrolló en este sentido el concepto de «identidad enriquecida», que nace del encuentro entre un “tú” y un “yo”, y que puede generar un nuevo “nosotros”. Por tanto, no simplemente «integración», sino «interacción» –afirmó el periodista–, es decir, «convivencia armónica, basada en la conciencia de que el “otro” es necesario para mi cumplimiento, y que antes que la diferencia existe algo compartido».

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Durante su testimonio, el padre Ibrahim Alsabagh, franciscano de Alepo, trazó el cuadro de un mundo lacerado por divisiones y sospechas, además de la guerra. La decisión de los franciscanos de «salir de su tierra», es decir, del ámbito cerrado de la propia comunidad étnica o religiosa para ayudar y apoyar a todos, y por tanto ser signos de unidad y esperanza, constructores de un pueblo que aprenda nuevamente a mirarse como tal, es en cierto modo el fruto maduro del encuentro que tuvo lugar en 1219 entre san Francisco y el sultán Al-Kamil al-Malik. Las proporciones de los proyectos apoyados por los franciscanos en Siria te dejan de una piedra, pero su característica más llamativa sigue siendo la mano tendida al otro, a cualquiera que llame a la puerta y tenga necesidad. No por un sentido de justicia social sino por la memoria de «Cristo, que nos redimió siendo pecadores». La misma conciencia que animó a Benedicto XV y después a Pío XI a acudir en la ayuda de la población rusa víctima de la carestía, como recordó en su ponencia la investigadora Chiara Dommarco, a pesar de las duras condiciones puestas por el régimen bolchevique, que llegó incluso a negar a los jesuitas que gestionaban la ayuda humanitaria la posibilidad de celebrar ritos religiosos o hablar de fe. Una «pobreza» llevada hasta la paradoja, pero empobrecida en nada, puesto que tiende a afirmar al otro y, en la necesidad concreta del otro, su valor único y absoluto.