De la página de Facebook dedicada a Indi Gregory

Indi Gregory y el valor de la esperanza

Mientras se decide la suerte de la pequeña inglesa, CL se pone de su lado y del de su familia, y apoya su petición ante la posibilidad de trasladarse a Italia. Las palabras de Davide Prosperi
Davide Prosperi

En estas horas llenas de trepidación, movilización y oración por la pequeña Indi Gregory, horas en las que son muchos los que luchan justamente para que sus padres puedan ver atendido su deseo de acompañarla con todo su amor y contar con el apoyo de una estructura sanitaria adecuada durante el tiempo que se le conceda vivir, surge de forma dramática esa pregunta radical que está en la raíz de los necesarios debates sobre las implicaciones éticas, educativas y jurídicas de este caso. Se trata de la pregunta por el sentido del dolor y en especial, como sucede en este caso, el dolor inocente. El juez inglés que lleva el caso sostiene de hecho que “el interés de Indi” pasa por no prolongar su sufrimiento. Un “interés” que los padres de la niña, según el juez, no serían capaces de ver. ¿Es que el dolor y el límite son entonces una objeción que “debe” prevalecer sobre la vida y el amor? Vayamos al fondo de la cuestión: ¿por qué Dios permite el dolor inocente? Creo que solo dejándose herir por el aguijón de esta pregunta se puede mirar con esperanza lo que está pasando con Indi y sus padres, y estar a su lado sin hundirse en el sufrimiento, la fatiga y la incomprensión del mundo, un “infierno” del que ha hablado el padre de Indi al salir de los tribunales. Y comprender por qué en este caso el juez se equivoca y los padres de Indi tienen razón: si el sufrimiento tiene un significado, entonces es justo hacer todo lo posible por acompañar al que sufre, con ese amor y ese cuidado que toda persona, con su gran misterio, merece.

En 2011 Benedicto XVI respondía así a una niña que le pedía explicaciones por el dolor de sus coetáneos: «No tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús sufrió como vosotros, inocente... Esto me parece muy importante, a pesar de que no tenemos respuestas si la tristeza sigue: Dios está a vuestro lado». El papa Francisco, unos años después, decía ante la misma cuestión: «Esta pregunta es una de las más difíciles de responder. No hay respuesta». Y luego añadió: «¿Qué puedo hacer yo para que un niño no sufra o sufra menos?». Estar cerca de él. Que la sociedad trate de tener centros de atención, de curación, centros también de ayuda paliativa para que no sufran los niños; que desarrolle la educación de los niños con enfermedades».

Y también, justo estos días, a propósito del conflicto palestino-israelí, que nos tiene a todos con el alma en vilo, el cardenal Pizzaballa comentaba: «En la cruz comienza una nueva realidad y un nuevo orden, el de quien da la vida por amor. […] La respuesta de Dios a la pregunta de por qué los justos sufren no es una explicación, sino una Presencia. Es Cristo en la cruz. En esto apostamos nuestra fe hoy. Jesús habla correctamente de valentía en ese versículo. […] Quiero, queremos ser parte de este nuevo orden que Cristo ha inaugurado. Queremos pedirle a Dios ese coraje. Queremos ser victoriosos sobre el mundo, asumiendo sobre nosotros esa misma Cruz, que también es nuestra, hecha de dolor y de amor, de verdad y de miedo, de injusticia y de don, de grito y de perdón». Como dijo una vez don Giussani: «¡Qué valor hace falta para sostener la esperanza de los hombres!». Hace falta valor para compartir el sufrimiento de los hombres.
Releer estas declaraciones me ha traído a la memoria una experiencia personal. Hace unos años la asociación La Mongolfiera, una ONG dedicada a ayudar a familias con niños con discapacidad, me pidió que escribiera el prólogo de un libro que cuenta su historia a través de los testimonios de familias implicadas. Escribir aquel texto me obligó sobre todo a ponerme delante de sus mismas preguntas. Preguntas que casos como el de Indi, como el de tantos niños inocentes que hoy mueren debido a las guerras y la persecución, replantean de manera imponente. Mirar a las familias de la Mongolfiera, a esos jóvenes con discapacidad y a sus padres, fue lo que me permitió empezar a poner nombre al misterio del dolor. Lo dice de manera grandiosa Charles Péguy: «Vosotros niños imitáis a Jesús. No lo imitáis. Sois niños Jesús. Sin daros cuenta, sin saberlo, sin verlo».