Una niña con la bandera armenia durante una manifestación en Ereván (Ansa-Zumapress)

Nagorno-Karabakh y la miopía de Occidente

Monje armenio, el padre Elia Khilaghbian habla del drama de su pueblo y de una paz que aún queda lejos. «Hay que rezar por nuestra conversión y por la conversión de los que nos persiguen»
Luca Fiore

El padre Elia Khilaghbian es un monje armenio de setenta años que fue abad en la isla de San Lázaro en Venecia hasta 2015. Ahora es misionero en su país, donde dirige una escuela-seminario en Ereván y coordina proyectos de ayuda al estudio en dos pueblos de la frontera con Azerbaiyán. Dice que su lema es: «quédate trabajando allí donde la obediencia te manda, sin nostalgia». Habla de la situación de su país con un peso en el corazón. Lo que está pasando en Nagorno-Karabakh, Artsakh en armenio, un enclave armenio situado en territorio azerí, supone una herida profunda. El olvido y la indiferencia de la comunidad internacional hace que esa llaga escueza aún más. Se trata de una guerra que comenzó con el declive de la Unión Soviética. Treinta años de fuego ardiendo bajo las cenizas y una nueva llamarada en 2020. Estos días, después de que durante meses la población viviera asilada y al límite, la ofensiva azerí ha obligado a plegarse a las fuerzas armenias y 120.000 personas han huido de la región por miedo a persecuciones y a una limpieza étnica. Pero el padre Elia no se desanima. No se vislumbra en el horizonte una paz a corto plazo, pero en él prevalece el juicio de la fe.

¿Cómo ve lo que está pasando en Artsakh?
Por desgracia, la historia se repite. La primera vez fue a finales del siglo VI, cuando Armenia quedó dividida entre el imperio bizantino y el persa. Ya entonces no se comprendía el papel amortiguador que nuestro país podía tener entre ambas potencias. Y hoy pasa igual. Lo que prevalece son los intereses económicos y no entienden que Armenia es el último baluarte cristiano en Oriente. Nos encontramos con una potencia muy fuerte a las puertas de Europa, que dudo que pueda considerarse como un aliado de Occidente. La indiferencia está caldeando la situación en el Cáucaso, que se está convirtiendo en una bomba de relojería a punto de estallar.

¿Cómo explica la actitud de la comunidad internacional?
Lo que interesa a los países occidentales es el gas, el petróleo y el bienestar. Armenia no puede ofrecer nada de eso. Azerbaiyán sí. Pero es una actitud miope.

El gobierno de Bakú controla ahora el territorio de la región y ha desarmado a los armenios que resistían, ¿qué va a pasar?
Es ingenuo pensar que los azeríes podrán garantizar la integridad de los armenios en Artsakh después de haber sido bombardeados, aislados y reducidos a un estado de hambruna. En esta situación no hay nadie que pueda garantizar su ayuda a los que quieran huir de la región. Esta gente tiene derecho a vivir segura y en paz en la tierra de sus antepasados. Pero quedarse ahora supone arriesgar la vida. Es un desastre étnico, un genocidio y una traición a un pueblo que ha vivido en esta tierra durante milenios.

¿No hay esperanza?
Dice el proverbio: en aguas turbias se pesca mejor. Nadie sabe lo que pasará mañana. Solo nos queda poner nuestra esperanza en Dios, convertirnos, hace lo que hizo el pueblo de Israel en los momentos más difíciles de su historia: volver a Dios. Si tenemos un corazón puro, el Señor nos garantiza que aunque muramos, moriremos ante su sonrisa. Pero no creo que el buen Dios vaya a quedarse de brazos cruzados mirando el sacrificio de sus hijos en los altares de la lógica del bienestar. Al final la rabia de Dios, su justicia, pero también su misericordia moverán las aguas. Esperemos que sean las aguas de la paz y no las del diluvio. Hemos olvidado la caridad, la fraternidad. Solo jugamos a la política. Y estamos viendo dónde nos lleva una política miope. El pueblo armenio es un pueblo cristiano. Formamos parte de un solo cuerpo y si un miembro sufre, todo el cuerpo sufre. Pedimos ser recordados por la que debería ser nuestra familia, la cristiana.

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¿En qué sentido dice que los armenios deben convertirse?
Nuestro pueblo se parece al pueblo judío, a nosotros también nos han perseguido siempre por nuestra fe. Por eso Dios ama tanto a nuestro pueblo y estoy seguro de que por ello acudirá en nuestro auxilio. Los hombres viven cegados por el dolor, pero es Dios quien lleva las riendas de la historia. Es él quien la guía. Y sabe hacer milagros. Sabe convertir a los malvados y quitarles su corazón de piedra para sustituirlo por un corazón de carne. Por eso rezamos por nuestra conversión y por la conversión de los que nos persiguen, para que todos vean que somos hijos del mismo Padre. Hoy vivimos en las tinieblas y pedimos que se nos conceda la luz, la gracia y el amor para poder vivir de tal modo que, aunque muramos, seamos como el grano de trigo que, al morir, da mucho fruto.