Migrantes a la espera en Lampedusa (Ansa)

Cambiar de rumbo. La migración en Europa

Un adelanto de la intervención del cardenal Angelo Scola en la Conferencia internacional organizada por la Fundación Oasis este jueves 28 de septiembre en la Universidad Católica de Milán
Angelo Scola

El encuentro de hoy supone la continuación ideal del llamamiento islamo-cristiano que lanzó la Fundación Oasis el pasado mes de marzo, tras el trágico naufragio de Cutro. En ese momento nos pareció oportuno señalar que cristianos y musulmanes tienen una especial responsabilidad frente a las migraciones del Mediterráneo, puesto que «la mayoría de los emigrantes que tratan de llegar a Europa son personas de fe cristiana o musulmana, los territorios por los que transitan tienen una significativa presencia cristiana o musulmana y los lugares donde se embarcan son en muchos casos países de mayoría musulmana». Como indicábamos en la conclusión del documento, eso no supone de ningún modo «excluir o negar la aportación de personas de otras tradiciones religiosas u otras convicciones», pero sugiere que «un patrimonio espiritual y moral compartido en parte entre cristianos y musulmanes se ponga al servicio de la vida buena para todos». Esta conferencia quiere ser una contribución en este sentido y al mismo tiempo expresa la necesidad de dar continuidad a un trabajo que no se puede reducir a tomas de postura esporádicas.

Como pasa con otros muchos temas, el debate público sobre el fenómeno migratorio también sigue una tendencia fluctuante. Estalla en momentos especialmente dramáticos para luego desvanecerse hasta la siguiente emergencia. Cambiar de rumbo, como dice el título de este encuentro, es por tanto una invitación de orden cultural más que una propuesta dirigida a los responsables políticos. Se trata ante todo de decidirse a rendir cuentas sistemáticamente con un fenómeno que ya no tiene nada de emergencia, sino que marcará la vida de nuestras sociedades en las últimas décadas debido a la clamorosa asimetría entre una Europa que todavía es relativamente estable y próspera, pero con una fuerte crisis demográfica, y un sur del mundo donde la creciente población juvenil aspira a beneficiarse de las condiciones de vida que se encuentran en Occidente.

Desde su origen, Oasis ha situado en el centro de su trabajo el turbulento encuentro entre pueblos y culturas que se produce en diversas latitudes, adoptando el mestizaje de civilizaciones como una categoría interpretativa de este proceso. Y lo ha hecho con la convicción de que Dios guía la historia con un designio preciso, al que los movimientos de nuestra libertad no pueden oponerse en último término.

Ya lo afirmaba con su chispa habitual Giorgio La Pira, el “alcalde santo” al que Oasis ha dedicado este año el lanzamiento de un podcast dedicado a los grandes protagonistas del diálogo a ambas orillas del Mediterráneo: «Creemos que la historia tiene un fin. ¿Y cuál es ese fin? La unidad del mundo, esa que indicó Augusto y Belén llevó a cabo, la unidad de todos los pueblos de la tierra […] Este es el fin permanente de la historia humana, sea cual sea la idea que tengan sus jefes, sus guías o pseudo-guías políticos e institucionales. Ellos, al derecho y al revés, avanzan de forma inexorable e irresistible hacia ese fin. A pesar de lo que pueda hacerle frente».

Esta perspectiva nos libera tanto de la presunción de tener el destino en nuestras manos como de la resignación de quien sufre pasivamente una suerte ciega e insensata, invitándonos más bien a un fatigoso trabajo de lectura de las circunstancias históricas.

Pensando justamente en el misterio de la historia, a principios de los años 50, el padre Jean Daniélou se preguntaba entre otras cosas por el fenómeno de la deportación y el traslado de poblaciones que había marcado la primera mitad del siglo XX. El futuro cardenal desvelaba entonces que, desde el punto de vista del pensamiento bíblico, estos movimientos «no son […] más que la manifestación más aguda de una inestabilidad permanente de los pueblos, mal disimulada, del estado de una civilización aparente». Y esto, según Daniélou, «rompiendo el restringido escenario de las patrias que los hombres intentan construirse aquí abajo, les recuerda que en realidad no tienen patria». Pero al mismo tiempo el teólogo francés subrayaba que «todos los intentos de internacionalismo fundado en la unidad de la ciencia o en la religión de la humanidad […] suponen un esfuerzo por reconstruir solos una unidad que solo puede venir de Dios. Lo que no lleva más que al desarraigo y la destrucción. En el contexto actual, las patrias son la condición normal de la vida humana».

Me parece que este ejercicio de realismo cristiano conserva toda su validez también en la situación actual, indicando una vía de salida para la dialéctica, polarizadora y paralizadora, entre la reafirmación exasperada de las identidades nacionales y la invocación utópica de un mundo sin fronteras.

Daniélou concluía en todo caso con una consideración bastante clara: «la reaparición en nuestro tiempo de la realidad de las deportaciones –hoy podríamos decir lo mismo de las migraciones internacionales– devuelve actualidad a otra antigua realidad que supone su contrapartida, la hospitalidad». Y añadía una constatación que no puede dejar de interrogarnos: «la falta de hospitalidad entre los cristianos de hoy muestra el carácter superficial de su cristianismo».

Se comprende entonces que la actitud con que nos ponemos delante del desafío migratorio supone un auténtico terreno de verificación de la consistencia de nuestra fe y de su capacidad para incidir en la vida. Creo que las intervenciones del cardenal López Romero y monseñor Martinelli, ambos pastores de iglesias formadas casi exclusivamente por migrantes, tendrán mucho que decir sobre esto.

Sin embargo, no podemos reducir la hospitalidad a una dimensión meramente humanitaria. Desde el inicio de su pontificado, Francisco nos ha reclamado muchas veces nuestra responsabilidad ante la inmensa tragedia de miles de personas que naufragan en el Mediterráneo. Pero sus llamamientos siempre han estado acompañados de una indicación que nos hemos custodiado lo suficiente. Como ha reiterado en varias ocasiones, y lo ha repetido en la encíclica Fratelli tutti, «nuestros esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Porque “no se trata de dejar caer desde arriba programas de asistencia social sino de recorrer juntos un camino a través de estas cuatro acciones, para construir ciudades y países que, al tiempo que conservan sus respectivas identidades culturales y religiosas, estén abiertos a las diferencias y sepan cómo valorarlas en nombre de la fraternidad humana”» (Fratelli tutti, n. 129).

Es una empresa de alta política que implica la dimensión interna de los estados y sus relaciones internacionales, afecta a las instituciones pero también involucra necesariamente a la sociedad civil, exige una gran generosidad pero requiere al mismo tiempo una notable capacidad para discernir entre una amplia variedad de situaciones humanas, culturales y sociales. Estoy seguro de que este encuentro contribuirá a poner sobre la mesa razones para aceptar medirse con este desafío.