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Redes sociales. ¿Qué hay de malo (o de bueno)?

Challenges, algoritmos, nuevas líneas guía sobre su uso y las dudas de los padres. Nos adentramos en un mundo fascinante pero complicado con Luca Botturi, experto en educación digital
Maria Acqua Simi

Luca Botturi nació en 1977, es profesor y presidente de la Fundación San Benito. Casado y padre de seis hijos, es experto en tecnologías digitales aplicadas a la educación. Acaba de publicar en Italia dos novelas que abordan estos temas y pronto llegará la tercera. Hablamos con él sobre el mundo de las redes sociales, que plantean un enorme desafío no solo a los jóvenes sino también a los adultos.

Algunos sucesos recientes –como el niño de cinco años que murió atropellado por un grupo de jóvenes que estaban grabando un video en un Lamborghini para un challenge en YouTube– nos muestran las dimensiones de un fenómeno que tal vez se nos está escapando de las manos. ¿Puedes ayudarnos a entender de qué hablamos cuando decimos “redes sociales”?
Las redes sociales nacieron como una idea cargada de ímpetu ideal: permitir a cualquiera hacer oír su voz en internet. Bajo esa etiqueta hoy encontramos plataformas y servicios diversos, como el envío de mensajes, streaming o redes más “clásicas” como Facebook o Instagram. Son una herramienta formidable de comunicación, pero también un inmenso escenario gratuito que, con el tiempo, ha ido generando nuevos formatos como el challenge. No solo puedes mostrarte, sino que si quieres ser visto debes seguir las reglas que te dicen que debes hacerlo continuamente. Esto puede llevarte, sobre todo si no tienes una identidad fuerte o con contenidos válidos, a imitar cosas que ya “funcionan” y no desarrollar tu creatividad. El impacto es fuerte sobre todo en adolescentes, que están en una etapa de desarrollo de su propia identidad y que a menudo tienden a buscar seguridades adaptándose a una serie de estereotipos. Pero sin saber gestionar las consecuencias.

Desde el punto de vista educativo es un problema.
La emergencia educativa nace de que nunca antes habíamos tenido u na situación donde fuera tan fácil mostrarse y exponerse. Sin contar la cantidad de tiempo que quitan las redes sociales y el espacio mental que ocupan. Son un enorme canal de contenidos que llega constantemente a la gente, la martillea y la plasma. Es claramente una oportunidad para quien aprende a elegir lo que quiere mirar, pero también es un lugar en el que se pueden desarrollar relaciones insanas, desde el acoso a los engaños o la polarización exasperante de los debates. Esto plantea problemas a los educadores, tanto padres como profesores.

Las redes sociales también han cambiado el mundo de la información.
Sí. Hoy desde el móvil podemos buscarlo todo: datos de bolsa, canciones, noticias. La información siempre encuentra la forma de encontrarnos, incluso cuando estamos haciendo otra cosa, con notificaciones y alertas. El efecto que vemos en los más jóvenes es que demasiada información, paradójicamente, genera escepticismo, desconfianza y desinterés. Pero es decisivo entender cómo y dónde informarse porque está en juego nuestra democracia (¿cómo vamos a ir a las urnas si la información que tenemos es escasa, incompleta o falsa?) y también la solidaridad social (¿puede haber cohesión si cada uno recibe información distinta o de signo contrario que el de al lado?).

¿Por qué se ha concebido así el sistema?
La cuestión no es solo “aprender a usar las herramientas”, como se suele decir, porque las redes sociales no son neutras. Las redes sociales más grandes y populares nacieron con fines comerciales y un usuario que salta de un contenido a otro se considera el cliente óptimo. No en vano los colosos de internet obtienen sus beneficios mostrándonos publicidad personalizada después de analizar nuestros perfiles. A más clics, más datos y más publicidad consultada (que puede llegar a suponer el 90% de los ingresos). Solo que el uso intensivo de nuestras preferencias limita mucho la ocasión de encontrarse con “otros” contenidos distintos de nosotros mismos. Es como si viviéramos encerrados en una burbuja que nos hace pensar que vivimos en un mundo donde siempre tenemos razón y todos piensan como nosotros.

¿Cómo salir de este círculo vicioso?
Por un lado podemos empezar a cuidar y educar nuestro perfil social siguiendo a personas y canales fiables. Por otro, es necesario buscar noticias completas y transparentes en otras fuentes, visitando tal vez cabeceras de periódicos más cualificados. Por último, podemos optar por salir del mundo digital de vez en cuando y discutir con gente conocida, participar en un evento, leer un libro o preguntar a un experto.

Pero también hay un problema de atención. Ya no estamos acostumbrados a leer en profundidad, pasamos rápidamente de una noticia a otra.
Sí, en una página web el umbral de atención ya es de pocos segundos, lo que supone que un usuario difícilmente se detendrá y distinguirá una información de calidad de otra que no lo es. La atención se debe entrenar, como todas nuestras facultades. Ya no estamos acostumbrados a leer, por ejemplo. Los más jóvenes se han criado en la era digital y les cuesta ver una película de dos horas con cierta complejidad en la trama. También resulta cada vez más difícil dialogar y seguir una conversación. Hace falta reeducar la mirada, entrenar la paciencia y también el silencio, que es condición fundamental para reflexionar y poder estar delante de uno mismo y de los demás. Los jóvenes de hoy –y también muchos adultos– tienen miedo a estar en silencio, a desconectar. Estar en silencio es hoy un gesto revolucionario, y debe formar parte del proceso educativo.

Luca Botturi

Muchos jóvenes y no tan jóvenes quieren ser influencer. Ya existen escuelas y academias que lo enseñan.
Siempre les digo a mis alumnos que estadísticamente es más fácil llegar a jugar en la Champions que ser un influencer rico y famoso. Por supuesto, abundan en la red y también fuera de ella las “instrucciones” para sondear el mundo digital, pero creo que hay que ensanchar el horizonte. Parto de un dato de la experiencia, y objeto de estudio. Cuando hablo con jóvenes y les pregunto por qué están en las redes sociales, la respuesta más común es: «Porque me aburro». Por tanto, el verdadero problema es en qué consiste la vida de nuestros jóvenes. Cuando ponemos un móvil en manos de nuestros hijos debemos saber que les estamos proponiendo un ámbito, no solo una herramienta. La pregunta no debe ser “¿qué hay de malo?”, sino “¿qué hay de bueno?” en lo que les proponemos. En una relación educativa donde hay una propuesta cargada de significado, las redes sociales pueden ser un aliado porque son un canal informativo formidable, permiten establecer relaciones, mantenerse al día y ahondar en nuestros intereses. Solo que hoy se usan sobre todo para llenar “el tiempo vacío”.

¿Cómo enseñar a usarlas? Pregunta que vale también para los adultos.
Todo se juega en educar, en educarse como adultos, en un gusto. Como cuando se aprende a catar el vino y poco a poco, a fuerza de saborearlo, entiendes cuál vale la pena y cuál no. Es algo que no sucede mediante sermones o clases, sino a través del ejemplo y del acompañamiento. Con las redes sociales es igual, sobre todo si se usan para ensanchar la mirada. Siempre invito a mis alumnos a que no se queden con lo que ven en Instagram, que vayan a conocer la fotografía y los grandes fotógrafos, porque el mundo de la comunicación en imágenes es mucho más grande y bello que lo que proponen las redes. Si hablamos de TikTok, les invito a explorar el universo del cine en todos sus matices.

¿Qué consejo le das a los padres?
El verdadero desafío es imaginar una gradualidad sensata. Hoy solemos pensar que un niño de 10 o 11 años sin móvil estará mal, ¿pero quién lo ha dicho? Sencillamente no es verdad. Podemos imaginar un recorrido en el que enseñar, paso a paso, a usar el móvil y el acceso a internet. Cada familia tiene sus ritmos y dinámicas, pero hay ciertas reglas que pueden ayudar. Por ejemplo, tener un momento concreto durante la jornada en el que toda la familia se desconecta, un momento para hacer algo juntos, aunque solo sea poner la mesa. O usar las redes de forma proactiva: si hay un video bonito, en vez de mandarlo en el chat familiar, podemos verlo juntos y comentarlo. Si lo digital se convierte en una experiencia de diálogo y no en algo que gestionamos en soledad, puede llegar a ser verdaderamente útil. Compartir las cosas abre un canal que puede mostrar su importancia incluso en un momento en que resulta difícil hablar y entenderse con los jóvenes, sobre todo en la adolescencia.

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Decías que es posible aprender a informarse, buscando cada uno su estilo. Hace poco el Vaticano publicó unas ideas guía sobre la presencia en redes sociales, ¿qué le parece?
Se trata de un documento muy equilibrado y realista. Su autor tiene un profundo conocimiento del mundo digital, de sus mecanismos e implicaciones. Me parece muy interesante la metáfora de compartir un plato de comida, un ejemplo concreto para mostrar que la cuestión decisiva es encontrar personas porque en el encuentro es donde se manifiesta el Misterio de Dios. La pregunta es si estos instrumentos pueden favorecer, y de qué modo, este tipo de encuentro, de proximidad. A lo que invita la Iglesia es a ser presencia también en este ámbito: no para maximizar el número de likes, sino para buscar nuevos espacios de diálogo. Pero debemos recordar que lo hacemos con unas herramientas que no están pensadas para esto.

¿Cómo adecuarse al formato sin perder autenticidad?
Adaptarse al formato y al lenguaje de las redes sociales es necesario, de lo contrario los algoritmos te penalizarán y serás invisible. Lo difícil es mantener tu propia originalidad porque si vas a imitar un lenguaje que no es tuyo no resultarás creíble. También es útil recordar que hay temas que no se adaptan bien a una comunicación por redes sociales, exactamente igual que hay cosas que se cuentan mejor en un libro o en una película. Si quieres ofrecer una contribución original –de fe o cultural– hay que trabajar mucho para que la comunicación sea eficaz. Hay que encontrar un estilo, sabiendo que estamos en un mundo que favorece la polarización y la división. Pero este empeño no debe enloquecernos. A menudo tendemos a infravalorar el contacto próximo y local e invertimos recursos y atención en plataformas globales, pero no debemos olvidar que las relaciones personales, de carne y hueso, siguen teniendo un gran valor. Tal vez ese es el auténtico valor que no debemos dejar que se pierda.