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El dolor más grande de los jóvenes

El malestar juvenil, su inquietud, las dificultades que les supone entrar en el mundo “adulto”. Solemos pensar que son frágiles, incapaces de sacrificio y esfuerzo, ¿pero el problema no será todo el bien que hay en su corazón?
Silvio Cattarina*

Cada vez más a menudo me sorprendo pensando en el malestar de los jóvenes. No tanto en su amplitud, en su drama o en las numerosísimas formas en las que se manifiesta, sino más bien en cuál puede ser su origen y su significado.

Nos han hecho pensar –mucho psicologismo empuja en esta dirección– que el malestar y el miedo a vivir que expresan los jóvenes se debe a sus muchas fragilidades y a las innumerables dificultades que encuentra al entrar en el mundo “adulto”, en la realidad. En definitiva, la causa del problema de los jóvenes es su propia persona y los obstáculos que va encontrando por el camino. Es decir, el mal, lo negativo, la fatiga, el sacrificio.

Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que la raíz de su problema está en el bien y la belleza que hay en ellos, que constituyen su corazón y su grandeza, la inmensidad que ve abrirse paso en la realidad. Desde que el mundo es mundo, el joven nunca piensa demasiado en sus límites ni en los obstáculos que se le interponen. En cierto sentido, el joven es el poderoso, el omnipotente por antonomasia.

Por esta razón, puede ser más sensato pensar que la verdadera cuestión en la que se debaten es realmente el bien. Es decir, esa oleada de espera, deseo, amor que siente y quiere. Un día, una chica de nuestra comunidad de “El imprevisto” exclamó: «Qué estúpida he sido hasta ahora, siempre he pensado y dicho que era una chica vacía, que dentro de mí había un gran vacío. Pero siempre estado llena de miles de cosas, deseos, proyectos, sueños… ¡el vacío existe, pero no dentro sino fuera de mí!».

Son muchos los jóvenes –y este es el gran drama de la situación actual– que piensan o creen que no merecen el deseo de vida que hay en ellos, que no son dignos, que nunca podrá cumplirse lo que anhelan.

Aparte del inmenso bien que siente y ve en su interior, el joven también descubre que en la realidad habita la posibilidad de una grandeza infinita, pero piensa y cree que nunca será, nunca podrá ser para él… en el fondo piensa que no existe, que no es verdad… que no durará, que no será para él, que no debe esperarlo.

El joven piensa de sí mismo y de la realidad de un modo y con una medida tan limitada, tan desalentadora y frustrante porque no sabe –nunca le han educado para ello, nunca le han enseñado– esperar, admitir, imaginarse, figurarse algo más, un más allá, una sorpresa, un imprevisto, un don, una llamada. El drama más agudo y acuciante de la juventud actual –y también de muchos “adultos”– es que son incapaces de esperar una novedad.

El corazón de los jóvenes no está abierto, dispuesto a mirar, a dejar entrar lo mucho que habita en la realidad, la profundidad y estatura de la vida. No sabe ver, no sabe mirar. No está disponible para dejarse sorprender. Es un corazón cerrado y sordo.

Hay que pensar por tanto que el camino a seguir es el que pueda llevar a una apertura. Es una cuestión de conocimiento, de ver si la vida de un joven es demasiado, demasiado mísera, pequeña, mezquina, pobre e inútil, como él piensa de sí mismo.

Se comprende entonces que el dolor más grande no es el mal sino el bien y el amor. Si no hay amor, si no lo conoces, si no lo encuentras, si no te llama, se acumulan los problemas, cada vez más gordos, y el joven se acaba enfadando, volviéndose agresivo y violento. Son así, tan duros y malvados… porque tienen miedo.

¿Miedo de qué? Del corazón y de la vida, de la inmensidad de la vida y de la realidad. Están llenos de dudas… no sobre sus capacidades sino sobre la positividad de la vida, del Ser.

En definitiva, tienen miedo a no ser dignos de Dios, a no merecer a Dios. El dolor más grande es no saber amar.

*educador y fundador de la comunidad "El imprevisto" de Pesaro