Imágenes del libro "Oración por Nembro" con fotos de Marco Quaranta y textos de Guy Chiappaventi (Ed. Ensemble)

El vínculo de un pueblo

Después de dos años de pandemia, hablamos con el alcalde de Nembro, uno de los municipios más golpeados de Bérgamo. Claudio Cancelli cuenta cómo ha cambiado todo, incluido él mismo
Paolo Perego

Finales de febrero de 2020. La epidemia de Covid empieza a golpear de manera dramática. En los alrededores de Bérgamo mueren miles de personas en pocas semanas. Dos años después, volvemos la mirada hacia entonces con Claudio Cancelli, alcalde de Nembro, uno de los municipios más afectados, donde han cambiado muchas cosas, empezando por «cómo he cambiado yo». Tiene 66 años, dos hijos mayores y una esposa «con la que tengo una gran deuda por todos los compromisos que me han absorbido durante estos años». Primero como profesor y desde 2013 como alcalde.
El virus llegó a Nembro como un fantasma, de repente y tocando a todos: familias, jóvenes y menos jóvenes, sobre todo ancianos. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba pasando, la situación ya era grave. ¿Qué queda de todo lo que vivieron? Hace poco, Cancelli participó en un diálogo dedicado al libro ¿Hay esperanza?, de Julián Carrón, donde habló del dolor de aquellas semanas, de la relación con su comunidad, de la necesidad de dar sentido a lo que había pasado. Hoy nos encontramos con él en el ayuntamiento, en su despacho, que da a la plaza mayor. Acaba de recibir a una pareja con un niño y basta ver cómo se despiden para entender que aquí no hay espacio para la mera formalidad.

Alcalde, dice usted que ha cambiado después de todo lo que ha pasado. ¿A qué se refiere?
Yo escribo mucho, siempre intento contar lo que siento. Por Navidad, envié a mis consejeros una tarjeta donde hablaba de una nueva sensibilidad humana que ha enriquecido mi bagaje con referencias éticas y con valores que también guían mi compromiso político. Ha cambiado mi manera de sentir las cosas. En junio de 2020, en una misa por nuestros difuntos, también dije que cada uno de nosotros es “mejor” por la riqueza de la comunidad en la que vive. Me refería a los difuntos, con cuya herencia debemos medirnos en cualquier proyecto de vida posible. Pero también hace falta una apertura a los demás y la disponibilidad para aceptar que esto te pueda transformar.

El alcalde Cancelli en ceremonia en sufragio por las víctimas, el 23 de junio de 2020 (Foto Marco Quaranta)

¿Cómo ha sido en su caso?
Miro el espesor de la tragedia que hemos vivido, cómo nos hemos movido. Desde el principio, mis colaboradores y yo nos dimos cuenta de que la gente necesita cercanía, certezas. La alternativa era lanzar dardos contra un sistema que nos había dejado solos. Un ayuntamiento se suele concebir como un prestador de servicios: recogida de basuras, viabilidad, escuelas. En aquel momento estaba claro que prestar servicios no bastaba. La gente debía saber que alguien se preocupaba por ellos, que tal vez no podíamos resolver todos los problemas, pero que estábamos ahí.

Durante el confinamiento estuvo grabando mensajes para sus vecinos desde la habitación donde estaba encerrado porque cayó enfermo.
Quería contarles todo lo bello y positivo que pasaba por mis manos a lo largo del día. Gente que se ayudaba, movimientos solidarios inesperados, pequeñas y grandes historias entre las muchísimas que tenían lugar. Todos estábamos encerrados en casa. Muchos ancianos se quedaron solos y los medios nos bombardeaban como todos sabemos. De hecho todavía lo seguimos viendo…

¿Grababa mensajes para decir que no solo había tragedia?
Que también estaban pasando otras cosas. Hablando del libro de Carrón, citaba a Filón de Alejandría: «Igual que el miedo es sufrimiento antes del sufrimiento, la esperanza es una alegría antes de la alegría». Son actitudes con las que podemos enfrentarnos a todo, que afectan a la manera de afrontar la vida. Incluso en un momento tan dramático como ese, la esperanza se podía ver y tocar. Se vio el compromiso de muchas asociaciones y particulares, iniciativas personales pero siempre en una dirección común. He visto gente valiente que se preocupaba por los pacientes que necesitaban diálisis o algunos de mis colaboradores que, por falta de personal, se han ocupado de tareas que nunca habían hecho, como una mujer que siempre ha trabajado en el área de cultura y deportes que aquellos días se dedicó a registrar todas las muertes que se producían. Los chavales de la parroquia se dedicaron a repartir mascarillas por el pueblo. Un dentista se fue a Parma a rehabilitar unas instalaciones para dar allí atención sanitaria, un jubilado se fue hasta Turín para conseguir comida… Estas son las cosas que contaba en mis mensajes, que luego he sabido que muchas familias escuchaban por las noches durante la cena. Les contaba cosas que cambiaban mi jornada. Y eso también era contagioso, la gente se ponía en juego viendo a otros moverse.

Jóvenes de la parroquia repartiendo mascarillas (Foto Marco Quaranta)

¿Qué queda de todo eso?
Para empezar, nos ha permitido creer en un proyecto de reconstrucción colectiva. Lo vi enseguida, en cuanto acabó ese periodo, cuando empecé a encontrarme con la gente. Llegaba a conmoverme. Por eso creo que debemos trabajar en serio en la posibilidad de no volver a la “normalidad de antes”.

¿Qué quiere decir?
Hay que dar espacio a lo que hemos aprendido, así además también podrá tener algún sentido la herencia de los que nos han dejado. Es algo que debemos legar a nuestros hijos.

¿Eso qué significa concretamente?
Yo veo que ha cambiado mi manera de trabajar en la administración. Ahora me pongo delante de mis intervenciones, reuniones y proyectos con más ánimo y más afecto. Mi formación es técnica y operativa, he sido físico y director durante años, o sea que estoy acostumbrado a la administración, y soy consultor informático. Ahora veo que me preocupan otras cosas. En mis intervenciones, en los momentos oficiales, miro de otra manera a la gente. Es una relación más familiar. Pienso mucho en un fragmento de La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, donde hay un juez que ve la enfermedad y la muerte de los demás como algo que no le afecta, y acaba cayendo enfermo y muriendo solo.

Habla del descubrimiento de que “el otro es un bien”…
Sí, pero es algo que no llega de la nada y tampoco nace de la pandemia. Tiene otro origen. Somos un pueblo pequeño, pero tenemos seis comités de barrio, con una decena de personas por zona, que nos cuentan sus problemas, nos hacen propuestas, piden fondos y obras públicas. Hay muchas maneras de participar. Publicamos los presupuestos sociales y se los enviamos a todos los ciudadanos, un librito que cuenta qué, por qué y cómo se hace cada cosa. Hay una relación sólida con las asociaciones, un vínculo importante con la parroquia y con las demás comunidades religiosas. Concebir la sociedad de esta manera ha dado como resultado que durante la primavera de 2020 mucha gente llamase al ayuntamiento para ofrecer su ayuda, incluso en términos de donaciones. El año pasado se recogieron 176.000 euros para las familias y más de 400.000 durante la campaña para la residencia. ¿Un pueblo generoso? Sin duda. Pero uno normalmente dona dinero a las parroquias y obras de caridad. Del ayuntamiento esperas que te den los servicios que ya pagas con tus impuestos. Esa resiliencia que ha mostrado esta comunidad va ligada a una cultura y a una tradición que ya existían antes de la pandemia y que nos ha hecho ser más conscientes.

Tal vez sea más fácil en un pueblo pequeño.
Pero no se puede dar por descontado. Pensando en mi pasado como profesor, diré que hace falta educación. Educando, aparte de transmitir competencias, tienes que “activar” al alumno, hacer que se lance al ruedo, que sea protagonista. También hay que intentar entender por qué un alumno tiene dificultades y ponerse a su lado. Creo que aquí hemos tenido todo eso y cuando ha llegado el Covid, en cierto modo estábamos “preparados”, aunque el virus nos pillara por sorpresa.

Ha causado un gran impacto lo que dijo sobre no celebrar en 2020 el aniversario de la Madonna dello Zuccarello, la Dolorosa, en su santuario.
Se celebra cada 25 años y coincidía justamente hace dos. Lo recuperamos en 2021 y al final de la misa, dije que no lo habíamos perdido sino que lo habíamos vivido en nuestra propia piel. Para mí fue así. Claro que los ritos y las procesiones son importantes, pero muchos me dieron las gracias por lo que dije porque ellos también lo habían vivido así. También hubo que posponerlo en 1945 por la guerra. Aquello me hizo pensar en los límites humanos, pensamos que tenemos que dominar el mundo, pero… Al final, la pandemia, el imprevisto, nos ha vuelto a poner delante lo que somos. Ahí me di cuenta de que ese dolor de la Dolorosa es algo que hemos vivido también nosotros.

Por ejemplo en los funerales de aquel mes de marzo de 2020.
Llegó a haber quince al día. Hubo un momento en que no podíamos celebrarlos todos. Durante un tiempo se dejó de tocar las campanas en el valle porque eran demasiados. Cuando pienso que todavía hay quien dice que esos ataúdes estaban vacíos… Recuerdo que el 15 de marzo no grabé ninguna comunicación. Estaba aislado, fue un día terrible, seguía habiendo muchos muertos. Había preparado una intervención sobre el sentido del llanto y el deseo de abrazarnos en medio de la tragedia que nos rodeaba, pero aquel día no fui capaz de leer lo que había escrito…

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¿Cómo se sale de un día como ese? Es cierto que para un alcalde prevalece el sentido del deber y la responsabilidad, ¿pero basta con eso?
No basta. Hay que reconocer ese vínculo que te une con el otro, como dice Carrón en su libro sobre la esperanza. Para los que creen, ese “otro” va con mayúscula, para los que no somos creyentes va solo con minúscula. Pero para todos, ahí es donde se pone en juego nuestra naturaleza, nuestra humanidad. No puedes quedarte parado, pues entonces el espejo en que te miras se romperá en mil pedazos… No puedes quedarte indiferente ni limitarte a mantener un aplomo solo institucional. Al menos yo no soy capaz. Ya no me basta con eso.