El puerto de Beirut destruido durante la explosión de agosto de 2020 (Foto Ali Chehade/Shutterstock)

La herida de Beirut

Crisis política y económica, cortes de luz dos veces al día y un contexto que anima a encerrarse. En Huellas de enero, la esperanza para el Líbano entre los proyectos promovidos por la Campaña AVSI
Davide Perillo

Ahora han vuelto a la alternancia: unos días en clase, otros online. «Después de pasar meses haciéndolo todo en remoto, con seiscientos profesores siguiendo a cinco mil niños, encargándonos de que todos los padres tuvieran acceso a internet, es un gran paso adelante». Marina Molino Lova está casada, tiene dos hijos y es la directora de AVSI en el Líbano, país al que se mudó en 2008, después de graduarse en Ingeniería Agrícola. Llegó para hacer el doctorado en la Universidad americana de Beirut y acabó encontrando trabajo y marido. Así que se quedó en este rincón del Mediterráneo tan hermoso y atormentado que antaño llamaban “la Suiza de Oriente medio” por su riqueza y por una convivencia insólita entre culturas y religiones, del que ahora solo se habla para dar malas noticias.

La última abrió los telediarios el 4 de agosto de 2020 por la terrible explosión de un depósito de nitrato de amonio, con 220 muertos, más de seis mil heridos y el centro de Beirut destruido, con unos daños valorados en quince mil millones de dólares. Una herida casi mortal para un país que seis meses antes, justo cuando estallaba la pandemia, se declaró en quiebra al no poder devolver los préstamos internacionales. Desde entonces ha sido una locura: inflación del 120% semestral, desempleo del 40%, una caída del PIB del 9,5% en 2021, continuos apagones energéticos, combustibles al alza… Tres de cada cuatro libaneses ya viven bajo el umbral de la pobreza. A lo que se suma una perenne crisis de refugiados, agravada por la guerra (en Líbano, aparte de los cuatro millones de habitantes locales, hay casi un millón y medio de refugiados sirios y medio millón de palestinos), en un escenario que necesita como el aire un gobierno estable. En cambio, debe hacer frente a una política de mínimos. El ejecutivo que subió al poder en septiembre, después de 13 meses de parálisis, es muy débil y las elecciones previstas para marzo son un interrogante gigantesco.

«Con la última crisis, la economía ha saltado por los aires. Han cerrado el 40% de las actividades, los sueldos solo llegan para pagar la gasolina y muchos colegios públicos se han pasado meses cerrados», cuenta Marina. AVSI, presente desde 1996, ha tenido que «adaptar su respuesta a las necesidades». Donde antes se aprobaban proyectos de desarrollo orientados especialmente a la agricultura, sector que ocupa una buena franja económica, ahora hay que afrontar una serie de emergencias, intentando cuidar un eje decisivo: la educación.

«Hacemos actividades para niños sirios, para preparar su entrada en el sistema escolar libanés, desde la guardería hasta los 14 años». Luego, formación profesional. «Apoyamos a las escuelas agrícolas del Ministerio con itinerarios para adolescentes y adultos». También hay formación técnica, apoyo psicosocial para jóvenes, relación con empresas e instituciones para prácticas y proyectos de cash for work, que permiten que decenas de personas encuentren una salida a su curso formativo. «Ayudamos a los ayuntamientos con labores de manutención que de otro modo nadie haría», explica Marina. Y participan en proyectos como Rubble to Mountains, de los escombros a las montañas, reciclando toneladas de escombros recogidos en la explosión. Se seleccionan y se transforman en grava para rellenar canteras en desuso y reforestar colinas.

El cash for work es un modelo que también se aplica en agricultura, y funciona. No en vano, la campaña de navidad que AVSI organiza cada año en todo el mundo (y que en 2021 también ha apoyado al Líbano) contempla ayudas a los community gardens, terrenos abandonados que se subvencionan y dotan con sistemas de irrigación, repartidos entre 120 personas vulnerables que se encargan de cultivarlos. La cosecha se distribuye después entre los necesitados. Pero la campaña también financia la adopción a distancia de 1.200 niños, ayuda para 2.850 familias y la realización del Fada2i, centro multifuncional que se construye en Marjayoun, al sur. «Es una de las zonas más golpeadas del país», cuenta Marina. «Primero la guerra, luego la invasión israelí, después el embargo y nuevamente la guerra». La convivencia aquí se ha convertido en una herida abierta. «Pero vemos que es posible. Difícil, pero posible. Siempre lo ha sido aquí, durante décadas. Por eso estamos construyendo un lugar donde hacer actividades comunes, libaneses cristianos y chiítas. “Fada2i” quiere decir más o menos “mi universo”. Estará listo en mayo».

Quién sabe si para entonces Líbano habrá empezado al menos a dar algún paso, a moverse después de lo que Marina llama «un impasse de locos. En primavera debería haber elecciones, pero no se ven perspectivas de cambio». En medio de la crisis, la corrupción se abre paso. «Ahora, a las familias que tienen dificultades las compras por tres dólares al mes. Se corre un gran riesgo de volver a un asistencialismo localista y faccioso».

Es lo último que querría quien ama de verdad este país. «No somos un pueblo que espera que le den el plato preparado, nunca lo hemos sido», dice Rony Rameh, libanés que trabaja en AVSI y uno de los responsables de CL en Líbano. Pero es difícil salir adelante cuando solo hay electricidad dos horas al día y el resto del tiempo tienes que usar el generador del barrio, y la bombona de gas que en octubre comprabas por trescientas mil liras ahora cuesta el doble y el mes que viene, quién sabe. «Los que cobran su sueldo en dólares resisten, pero los que cobran en liras no», añade Andreina, la mujer de Rony. «El otro día, en el supermercado, vi a un niño con su padre. Tendría cinco años y preguntaba: “¿Compramos esto? ¿Podemos llevarnos aquello? Papá, ¿siempre no?”. Tenías que ver la cara de ese hombre».

Para Andreina, su Líbano es «un país de Dios, desde siempre. El Señor habla allí a Moisés y aparece más de setenta veces en la Biblia». Sufre al verlo así. «Muchas familias no pueden llevar a sus hijos al colegio», afirma Rony. «Aquí la educación es lo más importante. Las familias están dispuestas a venderlo todo para que sus hijos estudien. Pero no pueden. Muchos se van». Se ven barcas zarpando hacia Chipre, a Europa. Mientras el aeropuerto de Beirut se ha convertido en uno de los núcleos del tráfico que lleva a los migrantes hacia el embudo de la frontera bielorrusa.

Rony y Andreina resisten. «Si estuviéramos solos, no podríamos», dice ella. «Lo que nos da fuerza es la compañía de la fe. Podemos compartir nuestro dolor, mirar a nuestros amigos, y eso nos da esperanza. Hay una presencia que nos permite ver el bien dentro de una realidad muy oscura. Incluso aquí hay algo para nosotros». Él dice que «después de veinte años en el movimiento, nos hemos dado cuenta de lo decisivo que es pertenecer a una compañía así. Sirve para vivir». Ella añade que «esta amistad es lo que me ha educado para darme cuenta de lo que es el cristianismo. Antes era una persona formal, ligada a la tradición y ya. Ahora vivo ligada a la realidad».

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Marina también habla de “quedarse” y de “esperanza” cuando habla del futuro. Lo hace con pudor, casi con cautela. «Me he casado con un libanés, tenemos dos hijos pequeños. Te haces mil preguntas. ¿Qué precio les supondrá nuestra decisión de quedarnos? ¿Qué educación van a tener? La explosión fue devastadora también desde el punto de vista humano. Doblegó el país. Hay mucha desconfianza y un contexto que te lleva a cerrarte, a volver a los recintos identitarios». Sin embargo, añade, «aquí me acogieron. He visto la belleza de un pueblo en la acogida, en los valores que tiene. Lo he visto en la unicidad de este lugar». Para ella, la esperanza reside ahí, «en lo que los libaneses siguen siendo. Esta belleza sigue existiendo. Sufre, pero sigue existiendo. Hay que ayudarla a crecer».