Alumnos de la Luigi Giussani High School (Foto Avsi)

Uganda. Llamando a la puerta (y al corazón) de los alumnos

En Kampala, los colegios llevan cerrados dos años. Ahora dan clase en la calle y reparten los deberes a domicilio gracias a un proyecto que surgió durante el confinamiento
Alberto Perrucchini

«¡Tenía que saludarle! Ahora puedo volver a casa», grita Innocent mientras corre hacia su motocicleta. Es un alumno de la Luigi Giussani High School de Kampala, Uganda, y su aspecto no es precisamente el de un chaval inocente. Es un chico complicado, a veces conflictivo, pero nada más enterarse de que el director de su escuela había ido a visitarlo, no se lo pensó dos veces y salió corriendo en su busca por las intrincadas calles del suburbio en el que vive. «¿Quién me iba a decir que yo perseguiría a un director?», piensa Innocent mientras vuelve de regreso a casa.

Para comprender esta carrera de Innocent debemos remontarnos a una fotocopiadora y a otra moto. La que tenían los profesores de la Luigi Giussani en marzo de 2020, cuando la escuela tuvo que cerrar debido a la pandemia sanitaria del Covid. Aquí no es posible dar clase online, pues casi nadie tiene acceso a internet. Así que los profesores empezaron a preparar tareas para repartir entre los quinientos alumnos del instituto para que todos pudieran seguir avanzando con sus estudios. «Imprimimos tantos folios que la única fotocopiadora que teníamos empezó a echar humo. Fue una gran compañera, nunca la olvidaremos», bromea el director de la escuela, Matteo Severgnini, al que todos llaman Seve.

A medida que el material iba estando preparado, Michael, el jefe de estudios, lo recogía y salía montado en su moto, el único medio de transporte permitido durante el confinamiento. Cada día recorría las calles de Kampala llamando a la puerta de sus alumnos para entregarles el material. «¿Pero venís hasta aquí? ¡Gracias!», le dijo conmovido un joven al encontrarse delante al jefe de estudios con aquel sobre fotocopiado para él. Muchos le miraban incrédulos al encontrarse en la puerta con ese repartidor inesperado, aunque algunos «no ocultaban su decepción por tener que ponerse a hacer deberes», sigue diciendo Seve.

Una clase en la Luigi Giussani High School de Kampala, Uganda (Foto Avsi)

Ahora las restricciones se han aliviado pero las escuelas siguen estando cerradas, y todavía no se ve ninguna luz al final del túnel. Más bien se ve, como cuentan los profesores, en los ojos de este “repartidor” que, cuando vuelve de sus repartos habla de los chavales y de la sorpresa con que le reciben. «Es signo de que realmente el corazón de cada uno está hecho para ser “llamado”», dice Michael. También el de los profesores que, impactados por lo que él les cuenta, han empezado a visitar también a los alumnos. «Lo que hemos visto pone en evidencia que la educación no es el único problema que tienen estos jóvenes», explica Seve. «Muchos de ellos viven situaciones dramáticas que ni siquiera podríamos imaginar».

«¿Pero dónde puede pasar algo así? ¿En qué colegio los profesores van a visitar a los alumnos a casa?», preguntaba la directora, Rose Busingye, al cuerpo docente reunido para decidir cómo seguir ayudando a los alumnos. «¿Qué os ha tocado tan profundamente para moveros así? O respondéis a esta pregunta o cualquier solución que demos siempre será efímera, de corta duración. ¿Qué es lo que ha tocado nuestros corazones?».

Según iban pasando las semanas, la provocación lanzada por Rose se hacía más apremiante. Era inevitable, pero también estaba claro que nadie podía responder por sí solo. Había que estar con los chavales para descubrir qué es lo que hay en el origen de un compromiso así. A partir de ahí nació el proyecto “Colegio Volante”, apoyado por la ONG italiana AVSI.

No hizo falta mucho tiempo para empezar a ver a varios profesores guiando grupos de estudio en la calle, en grupos de treinta, cerca de sus casas. Enseñar al aire libre es difícil y el ritmo se resiente, explica Seve, «pero el colegio volante nos está permitiendo mirar los desafíos reales que nuestros alumnos tienen que afrontar y nos recuerda que no estamos solos».

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Uno de esos grupos se reúne a la sombra de un gran mango. Entre los chavales está Mejori, que vive sola con su hermana, pues su madre trabaja lejos cultivando un huerto del que obtiene hortalizas para alimentar a las chicas y para la venta. Cuando el profe fue a verlas para invitarlas al colegio volante, le ofrecieron una bolsa llena de tomates. «Claro, gracias, dadme también tres cebollas y un par de zanahorias, por favor», les dijo mientras sacaba la cartera para pagarles. «No», contestó Mejori, «¡es gratis! Si usted quiere venir a darnos clase, acepte este regalo. Todos nos han abandonado, pero ustedes no. Seguís estando con nosotras».