Padua, Ca' Edimar.

Padua. Por el camino que lleva a Ca’ Edimar

Hace veinte años daba sus primeros pasos esta obra educativa que nació de la amistad entre varias familias. Una historia que ha ido creciendo con el tiempo, cargada de encuentros
Alberto Raffaelli

«Qué hermoso es el camino para quien lo recorre», con una belleza que nadie habría podido imaginar hace veinte años, cuando arrancó Ca’ Edimar (Casa Edimar, ndt.). Un camino hermoso y dramático, que se ha desarrollado dentro del cauce de una compañía fiel, lleno de sorpresas y dificultades, de regalos inesperados e inimaginables, como la vida misma cuando está marcada por ciertos encuentros. El primero de ellos, del que nació todo, lo describió de manera incomparable Mikel Azurmendi. Él y Mario Dupuis, el fundador de Ca’ Edimar, nunca se encontraron en persona pero entre ellos surgió una profunda amistad en tiempos de Covid y vía web.

Tal vez fuera el amigo más reciente de esta Casa quien nos dio el testimonio más claro del origen de esta obra. «Conocí a Mario y a su mujer por Zoom», cuenta Azurmendi en un video grabado unos meses antes de morir. «Tenían una hija de 15 años con una discapacidad muy grave, en cama, y siempre se preocupaban mucho de ella. Se preguntaban: “¿Cómo podemos ayudar a nuestra hija? ¿Estaremos haciendo lo suficiente por ella?”. Mario me contó que un día Giussani fue a su casa, miró a su hija, y Mario y su mujer quedaron transformados. Vieron que la mirada de Giussani era distinta. Él miraba a la niña… ¿sabéis qué es lo que miraba? En vez de preguntarse: “¿qué puedo hacer por ti?”, Giussani la miraba y se preguntaba: “¿Quién eres tú para mí?”. Miraba a Jesús en esa niña. Esta es la raíz, yo creo que esta es la raíz. Me pareció algo fulminante: una mirada que cambia la mirada. Así comprendí la caridad».

Las familias que ayudaron a Mario y Denni, su mujer, hasta que murió la pequeña Anna, después del encuentro con don Giussani se hicieron aún más amigos y así nació la asociación y luego Fundación Edimar. El nombre se debe a un chaval brasileño que fue asesinado por una banda dedicada a cometer robos y asesinatos, una banda a la que él había pertenecido y que decidió abandonar después de conocer a un profesor que le propuso una manera diferente de vivir y de tratarse.

Mario Dupuis

La asociación Edimar se encarga de la tarea educativa de una escuela de formación profesional denominada “Escuela taller”. Desde sus primeras actividades educativas, empezaron a involucrarse con ellos varios emprendedores de Padua y al cabo de dos décadas esta obra ha pasado por varias etapas, llenas de encuentro y cambios, pero siempre fiel a ese «ímpetu de vida» del que nació, como afirmaba Julián Carrón en una carta de felicitación que envió a Dupuis por su vigésimo aniversario.

Cuando fui a visitar a Mario me lo encontré saliendo de una sala que da a una especie de claustro moderno, que es el corazón de Ca’ Edimar. «Aquí celebramos los veinte años, con el obispo, el alcalde y muchos amigos. Viendo el camino que hemos hecho, los momentos fascinantes y difíciles, que podrían considerarse una derrota, he visto que las obras no se miden por sus resultados, por los proyectos que consigas. El verdadero objetivo de una obra es la posibilidad que te ofrece de cambiar. Es un camino del yo hacia el abrazo del Misterio».
Mario cuenta la relación con dos familias con las que compartió esta aventura conviviendo en Ca’ Edimar pero que en un momento dado dejaron la obra y emprendieron otro camino. «Sufrí mucho, pero luego fue un don inmenso cuando el día del aniversario nos reunimos todos aquí. No me lo esperaba y fue para mí una alegría enorme, como le dije a Carrón: “Una lejanía de años que se esfuma por una gratuidad presente”».

Ahora son Anna y Andrea, el hijo de Mario, los que llevan adelante la Casa Fraternidad, el corazón de Ca’ Edimar, con dos hijos biológicos y seis adoptivos, entre 11 y 17 años. «Cuando me levanto por la mañana», cuenta Anna, «oído las voces de los niños y vuelve a abrirse ante mí la posibilidad de decir “sí” a Cristo. Mi vida empieza así marcada por la obediencia y por el deseo de santidad, como la jornada de un monje: laudes, trabajo, comida que preparar. Los amigos más cercanos que nos sostienen en esta aventura son Marco, Lia y Jimmi, de Familias para la Acogida. Durante estos años se han sumado otras familias de la zona que acuden a echar una mano».
Antes de despedirnos, Mario me cuenta que Walter, uno de los chavales que ha pasado por Ca’ Edimar, que vivió allí de los 14 a los 19 años, había ido a verlo justo ese día. Le pedí su número y al día siguiente le llamé.

Walter tiene hoy 35 años, se graduó en arquitectura y trabaja en Milán, donde vive con su esposa y su hijo. «Durante los primeros años de mi vida tuve “una vida un poco complicada”», explica. «Huérfano de padre, mi madre cayó en una depresión y me crio mientras pudo. A los ocho años tuve que empezar a apañármelas yo solo. Suena extraño pero había aprendido a vivir de manera totalmente autónoma e independiente. Cocinaba, lavaba la ropa, limpiaba la casa, todo. Luego, durante varios años fui pasando de una familia de acogida a otra».

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Walter se ríe al otro lado del teléfono. «Hay un episodio con el que Mario y yo todavía nos reímos mucho al recordarlo. Con 14 años, en 2001, llegué al aeropuerto de Venecia desde Sicilia para entrar en Ca’ Edimar. Lo primero que le dije fue: “No te preocupes, no os causaré molestias. Sé apañarme con todo”. Con el tiempo tuve que cambiar de opinión. Lo primero que aprendí fue a no censurar mi necesidad, podía mostrarla y hasta pedir ayuda. Puede parecer raro, pero no es obvio tener un gesto de caridad ni aceptar que alguien lo tenga contigo. Estoy muy agradecido a Mario y Denni, que han sido mi familia no biológica. Con ellos he conocido una manera de vivir fascinante. Me han enseñado que el problema no son las reglas. En Ca’ Edimar me dejaban libertad para equivocarme, pero siempre estaban ahí. Aún hoy sigue siendo una manera de vivir muy deseable, una hipótesis positiva para vivir».