Pier Alberto Bertazzi

Bertazzi. La homilía de Carrón en su funeral

Las palabras del presidente de la Fraternidad de CL en las exequias de Pier Alberto, gran amigo de don Giussani, que murió el pasado 15 de septiembre
Julián Carrón

«No se turbe vuestro corazón», dice Jesús a sus discípulos, y nos lo repite hoy a cada uno de nosotros. ¿Pero cómo podían evitar los discípulos su turbación, pensando en lo que iba a suceder? ¿Qué razón les da Jesús, qué razón nos da Jesús ahora a nosotros? «Creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar».

Jesús no demuestra nada, sencillamente ofrece a sus amigos la única razón adecuada: fiarse de Su palabra. «Creed en mí». ¿Pero qué razón tenían para fiarse? ¿Qué razón tenía yo para fiarme mientras leía estas palabras delante de nuestro amigo Pier que expiraba? ¿Qué razones tenemos nosotros para fiarnos ahora, delante de su féretro? Solo las que derivan de una historia, la misma que los discípulos vivieron con Jesús. No tenían otra cosa. Esas palabras no se las decía cualquiera, un desconocido que hablaba por hablar; se lo decía alguien que conocían bien, que habían visto muchas veces rompiendo sus esquemas y dando un vuelco a sus ideas, dejándoles sin palabras ante la excepcionalidad de Su presencia. Eso es lo único que tenían para fiarse de Él: hechos, una vida vivida con Él, una convivencia que había llenado sus ojos un día tras otro, durante semanas, meses y años, de esa excepcionalidad que desbordaba en cada uno de sus gestos. Este era el único punto de apoyo que Jesús les había ofrecido para fiarse. No tiene que demostrar nada para inducirles a fiarse de Su palabra, porque ya lo han visto todo. ¿Qué más podía añadir Jesús a lo que ya habían visto para convencerles? ¿Qué más podía hacer si no les había convencido ya estando con ellos durante años? Nada de lo que hubiera podido hacer aún habría bastado para mover aunque solo fuera una pizca de su racionalismo. De hecho, se dirige a ellos pacíficamente, diciendo: «Creed en Dios y creed también en mí». Y les promete: «Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». En ese momento, Tomás le dice –también puede ser nuestra pregunta ahora–: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Llama la atención que, después de toda su convivencia –hasta el final de Su vida– con los discípulos, justo en el momento culminante es como si todavía no estuviera del todo claro, como si aún no hubiera crecido en ellos la intuición de que ya conocían el camino porque el camino estaba delante de ellos. Lo habían visto, habían visto cómo todos sus gestos, la convivencia con Él, había generado una vida que ellos no se habrían podido dar sin Su presencia, sin la familiaridad con Él. Por eso Jesús les dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Para que no quede implícitamente ninguna duda: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
¡Este reconocimiento es lo que hizo de Pier “Pier”!

No hay más que añadir, ese amigo que hemos conocido, que hemos visto cómo afrontaba la realidad, que hemos admirado por cómo vivía las cosas, todo eso no era más que el fruto de su reconocimiento de haber encontrado «el camino». Por eso no hay que añadir nada a lo que ya le hemos visto vivir delante de nosotros. Sobre todo en momentos en que muchos perdían la cabeza, y él permanecía apegado a lo único de lo que estaba realmente convencido: que solo Cristo podía responder –como dijo en un testimonio– «al grito humanísimo de Leopardi, es decir del hombre» («El inicio como origen permanente. Un testimonio»). No era una reacción sentimental, era un juicio que marcó la vida de Pier y generó en él la autoconciencia de que no hay otra vida posible, no puede haber otra vida que sea humana y que realmente pueda desbordar de paz y de equilibrio, hasta dejarnos sin palabras, más que Cristo.

Y cuando muchos se marcharon en el 68, nos contó qué fue lo que le permitió permanecer: solo el afecto. Al final de la vida –como dice santo Tomás– está precisamente este afecto: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente lo sostiene, y en el que encuentra su mayor satisfacción» (Summa Theologiae, IIa, IIae, q. 179, a.1 co), la mayor correspondencia. No hay más. No son palabras, porque ante los desafíos de la vida es cuando sale a relucir si esto es verdad o no es verdad. No es verdad porque lo repitamos, sino porque nos sorprendemos de que, cuando todo se confunde o cuando todo se complica, cuando perdemos el norte, hay alguien que no se pierde. Por eso Pier ha sido y seguirá siendo tan crucial –como decía el cardenal Scola en su mensaje– para nuestra historia. Seguirá ahí, delante de nuestros ojos, delante de nuestra memoria, delante de nuestra mirada; y cuando nosotros también nos veamos desafiados por las circunstancias, podremos reconocer cuál es la única razón que puede sostener nuestra vida, como sostuvo la de Pier, hasta convertirlo en un testigo para todos. ¿Por qué? Porque solo Cristo es capaz de conquistarnos de tal manera que llegue a generar un afecto que nada pueda turbar, nada.

Por eso toda su vida, nos lo decía muchas veces, ha consistido nada más que en decir sí, decir «sí» a Cristo, a Aquel que lo había conquistado y lo conquistaba en el presente. Decir «sí» aquí y ahora, en el momento en que vivía o hablaba, porque si no hubiera sido aquí y ahora, tampoco habría sido al principio, no habría existido. Por eso podemos decir que lo que generó su persona, lo que generó a nuestro amigo hasta hacerlo resplandecer ante nuestros ojos, fue su fidelidad a la vocación en que vio cumplida toda su vida y su persona. Y nosotros somos testigos de ello, no hace falta decir muchas palabras. Todos somos testigos de lo que hemos visto ante nuestros ojos, fruto de un recorrido, de un trabajo que le llevó a lo que hemos oído decir a san Pablo, es decir, a una certeza que volvió a emerger ante nuestros ojos en medio de la enfermedad: «Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús».

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Esta convicción, que fue creciendo con el tiempo, que hemos visto crecer en la convivencia con él, es lo que nos deja como herencia, como verificación de su camino, como verificación de la vocación, hasta donde puede llegar el camino de la vocación: hasta el punto de generar una persona con esa plenitud afectiva, con ese cumplimiento afectivo, que Pier demostraba en todo, en su manera de trabajar, de ser, de vivir, de relacionarse con todos. Por eso nosotros también podemos, como él, decir con san Pablo: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, […] ¿cómo no nos dará todo con él?». Por eso «vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado».

Pidamos hoy a la Virgen que custodie el testimonio de Pier para que, sean cuales sean las circunstancias que debamos atravesar, venza en nosotros, igual que venció en él, el único afecto –el afecto a Cristo– que nos puede permitir seguir siendo nosotros mismos.

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