(Foto: Joe Gardner/Unsplash)

«El grito de los pobres. Mi grito»

«Me he preguntado por qué siempre me interesó la fatiga de los hombres por salir adelante». Un testimonio después de leer la revista Huellas de septiembre, dedicada a “La grieta y la luz”
Silvio Cattarina

Me pregunto por qué, desde pequeño, siempre me ha interesado, intrigado, la pasión por la vida, el misterio que vibra dentro de la vida, la fatiga de los hombres por salir adelante y construir. Siempre he mirado, nunca me he cansado de observar, los rostros de la gente, sus manos, los ojos de los ancianos y mujeres de mi pueblo. En la iglesia, cuando era niño, seguía a duras penas la misa porque me quedaba embelesado por esos rostros moldeados por la montaña, estudiando la imagen de esas miradas, de sus ropas –las mismas siempre, todo el año–, que emanaban ese olor, ese aroma a establo. Lo mío era contemplación. Cuando ya creía haber mirado lo suficiente a los hombres, me iba a la zona reservada para las mujeres y allí volvía a detenerme, aún más, contemplando sus rostros, esa mirada que llegaba lejos, lejos, y se elevaba alto, alto, a pesar de estar cubierta por un velo. Qué miradas tan hermosas, austeras, solemnes, severas. Me llamaban la atención las vidas de la gente sencilla, de personas normales, pequeñas, pobres, campesinos, los más frágiles y solos, los maltratados y ridiculizados. Personas que no importaban, que no debían interesar a nadie, que estaban destinadas al anonimato y a la ocultación. Dentro de mí explotaba un grito. ¿Y si estas personas fueran más importantes, el verdadero centro de la historia, una luz para todos, el eje de una construcción nueva? ¿Gente a la que mirar? Sentía, estaba seguro, que había encontrado a alguien y algo verdaderamente importante: hombres y mujeres en los que nadie esperaría encontrar gran cosa.

La pregunta, cada vez más punzante, era: «¿Qué es la persona, quién es el hombre?». «¿Cómo está hecho realmente el corazón humano? ¿Quién soy yo?». En estas personas también se vislumbraba un llanto difuminado y oculto, un sufrimiento velado con dignidad y vergüenza. Hambre y sed de justicia. Sí, las cosas que tocaban, las situaciones que atravesaban, hasta su respiración pedía justicia, que la vida, la realidad, les llamara con fuerza, desvelando un camino inesperado.

Eso que sentía en mi juventud lo he revivido después con personas con drogodependencias, trastornos, jóvenes con problemas y también con sus padres. He podido saborearlo de nuevo con el llanto de sus madres, con las blasfemias de sus padres, con el grito de los chicos que viven tirados por las esquinas de las calles, en la mirada baja y perdida de muchas chicas. En ellos no quedaba ni rastro de la fiereza de los ancianos de mi pueblo… pero el grito de justicia era aún mayor.

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En estos jóvenes percibía hundimiento, descomposición, rabia, agresividad, infortunio, inquietud. Decían: «Ni siquiera somos dignos de que nos miren». A la exigencia de justicia de los primeros se añadía así la necesidad de paz, serenidad, felicidad.
Entonces empecé a pesar, las cosas se me desvelaron con una intuición definitiva: que todos somos así, pobres, míseros, rotos. Que la mejor aventura podía vivir –siendo tan mísero como ellos o más– era la de vivir de la misericordia, de pedir y, cuando fuera posible, dar misericordia. Mi corazón debía latir y sufrir con los míseros. Empecé a esperar, a esperarlo todo y a todos, a mendigar. A desear un bien cada vez mayor para mis pobres y jóvenes amigos. A seguir bebiendo de las miradas de mis nuevos amigos con una intensidad sobrecogedora.

Ya no tuve dudas. Siempre creí que podía ser verdad, todo me indicaba que podía ser verdad: conocer, encontrar, vivir una medida sin medida. Cada día sucedía un imprevisto inesperado, hermoso y grande, un don sorprendente, un reconocimiento mutuo ilimitado. Una amistad insaciable con sabor a eternidad.