Padre Mussai Zerai

Los migrantes del padre Zerai

Llegó a Italia desde Eritrea a los 16 años, como tantos de sus compatriotas. La acogida, la vocación y la misión, con la aventura de la Agencia Habeshia, que atiende a los solicitantes de asilo. Cuenta su historia en una entrevista
Anna Minghetti y Alberto Perrucchini

Llegó a Italia procedente de Eritrea hace 16 años como menor no acompañado. Desde entonces la vida le ha llevado a conocer y a dedicarse a las necesidades de los refugiados, hasta llegar a convertirse en «sacerdote de inmigrantes». Así es como el padre Mussai Zerai, 46 años, fundó en 2006 la asociación Agencia Habeshia, con el objetivo de dar voz a los solicitantes de asilo, porque «los derechos de los más débiles no son derechos débiles». La labor de su agencia es difícil de cuantificar. Para hacernos una idea, contando solo las solicitudes de socorro marítimo, de 2003 al 2018 se calculan unas 150.000 personas, aparte de todas las atendidas en Libia, Sudán, Egipto, Yibuti, Arabia Saudita, Indonesia, Camboya, Yemen, además de Vietnam, Cuba, Uganda, Georgia... El listado es larguísimo y las maneras de ayudar, muy diversas, desde becas de estudio en Etiopía hasta la asistencia a presos en Egipto.

Padre Zerai, ¿cómo empieza su historia?
Nací en Eritrea mientras se asentaba el régimen militar comunista del coronel Mengistu. Uno de mis primeros recuerdos son las señales de proyectiles en los muros de mi ciudad, Asmara. Los únicos espacios de libertad eran mi casa, donde vivía con m i abuela porque mis padres habían tenido que abandonar el país, y la parroquia de los hermanos capuchinos. Recuerdo la iglesia dedicada a san Antonio, donde me bautizaron. Allí es donde iba a rezar, pidiendo: «Haz que yo sea útil, para mí mismo y para los demás». Hoy puedo decir que aquella petición fue escuchada.



¿De qué modo?
A los catorce años quería entrar en el seminario menor, pero mi padre no me dejaba, decía que podría decidirlo cuando fuera mayor de edad. Resultó providencial porque podría haber sido cura, pero no sería lo que soy ahora. De hecho, a los 16 años me fui a Italia para reunirme con él, con un visado regular y poco conocimiento del idioma. Era un inmigrante “privilegiado”. Sin embargo, mi padre tuvo que trasladarse a Nigeria al poco tiempo de que yo llegara. En el aeropuerto de Fiumicino me quedé solo. Mi única referencia en Roma era el abad cisterciense del monasterio de Casamari, que conocí en el viaje de Asmara a Adís Abeba. Y le llamé.

¿Qué pasó en Italia? ¿Cómo surgió su compromiso con los refugiados?
Durante los primeros meses en Roma conocí al padre Peter Jamesbond, un sacerdote sacramentino que atendía a los refugiados y que me ayudó a conseguir mi documentación. Como yo hablaba un poco de italiano, inglés, tigriña y amárico, me pidió que le ayudara con las traducciones. Ese fue el origen de mi compromiso. Por las mañanas trabajaba vendiendo fruta y por la tarde ayudaba al padre Peter. Implicándome así en la atención a los inmigrantes, al cabo de un tiempo volvió a nacer en mí la cuestión de la vocación, que durante más de diez años había dejado apartada. Una chica etíope que venía al centro de atención a inmigrantes que creamos en la capellanía de mi comunidad me dijo un día: «Tú siempre estás atento a nuestras necesidades, pero nosotros no solo tenemos necesidades materiales, también tenemos necesidades espirituales. Puesto que pasas tanto tiempo con nosotros, ¿por qué no dedicas tu vida entera a Dios y a tus hermanos? ¿Por qué no das ese paso?». Sus palabras fueron la campana que hizo resonar en mí la exigencia de la vocación. Dos años después, entré en el seminario, en los Misioneros Scalabrinianos, dedicados a atender a los refugiados. Quería ser un cura dedicado a los inmigrantes. Luego, para seguir ligado a la tradición de mi Iglesia de rito oriental, acabé mis estudios en el Colegio Pontificio Etíope del Vaticano. En 2010 me ordenaron sacerdote y a los cuatro años me nombraron coordinador europeo de los capellanes y referente para los fieles eritreos en toda Europa, tarea que sigo desempeñando.

¿Cómo nació la Agencia Habeshia?
En el seminario seguí atendiendo a los refugiados que llegaban a Roma y que normalmente no encontraban a nadie que los atendiera. Me presentaba en las instituciones para dar voz a sus necesidades, pero continuamente me preguntaban: «¿Quién eres? ¿A quién representas?». Así que en 2006 decidí fundar Habeshia, que significa “mestizos”. Es el nombre que los árabes daban a los habitantes del Cuerno de África y el mismo que utilizamos para identificarnos. Justo en aquella época, un amigo periodista estaba de viaje por el norte de África y, mientras visitaba algunos centros penitenciarios en Libia, me llamó para que le ayudara a entender lo que le contaban los presos. Entonces toqué con mis propias manos el sufrimiento de esa gente. En 2009 los relatos de algunos refugiados orientaron el trabajo de Habeshia hacia un nuevo escenario, en el desierto del Sinaí, donde los que huían a pie de Libia eran capturados por los beduinos. Así fue como conocí historias dramáticas, recibía llamadas de personas que habían sido apresadas y me imploraban que pagara su fianza. Debido a este compromiso y viendo lo probado que estaba siendo por todo el sufrimiento que veía, tuve que interrumpir mis estudios por un año.

Ante un problema de dimensiones enormes, ¿qué significa cuidar de la persona, de su unicidad, de su necesidad concreta?
Si no se ayuda a la persona, tampoco se ayuda a la masa. Y se ayuda con lo que uno es capaz de hacer. Recuerdo que, cuando estudiaba teología, me impliqué mucho con los refugiados y a veces no participaba en los encuentros y oraciones comunitarias. Mi rector me mandó llamar y me dijo: «Veo que estás muy ocupado, pero recuerda: tú no eres el salvador del mundo. El Salvador del mundo es Jesucristo. Haz todo lo que puedas hacer. El resto déjaselo a Él». Este episodio lo recuerdo continuamente. Cada vez que no soy capaz de resolver un problema, le digo al Señor: «Yo he hecho mi parte, ahora te toca a Ti». Esto me salva de muchas frustraciones, de riesgos incluso a nivel psicológico, porque soportar todo este dolor, estas situaciones tan horribles, sería humanamente imposible sin la fe, la oración y estos reclamos que me ayudan a no situarme yo como centro de todo eso.

¿Qué influencia ha tenido su experiencia como inmigrante en su misión?
Empecé partiendo de la experiencia que viví cuando yo era el beneficiario de la ayuda. En mis primeros meses en Roma, cuando los jesuitas me acogieron en el Centro Astalli, dos jóvenes que hacían el Servicio Civil me preguntaron un día cuánto tiempo llevaba sin llamar a casa. Hacía más de un mes que no tenía dinero para telefonear. La mañana siguiente me llevaron a desayunar y me compraron dos tarjetas telefónicas de diez mil liras. Ese gesto fue muy importante para mí, respondía a la necesidad que tenía en ese momento.

Luego usted ha hecho lo mismo con otros…
Son muchísimas las personas a las que ayudé en el mar o en el Sinaí, y las que luego me he encontrado viajando por Europa. Recuerdo a una chica que durante un enfrentamiento en Libia se quedó paralizada de la espalda para abajo. Podía venir legalmente a Europa, por un proceso de reagrupación familiar, porque su padre y su hermana eran residentes en Suecia y, dada su situación, solicité para ella un visado humanitario. Por desgracia, los problemas burocráticos no lo permitieron, y se la llevaron en una patera. Cuando me enteré, llamé a las autoridades y consiguieron ponerla a salvo. Ahora vive en Suecia, está casada y tiene una familia.

Ante situaciones tan dramáticas, ¿cómo es posible no perder la esperanza?
La esperanza es la última en morir. He visto muchas veces situaciones que parecían imposibles de resolver, pero en un momento dado algo se abre. Hay que esperar, seguir insistiendo, como la mujer del Evangelio que, buscando justicia, no deja de martillear al juez, que al final, con tal de librarse de ella, decide actuar. Hay que hacer lo mismo: seguir llamando a todas las puertas. Hay momentos de rabia, pero hay que recordar que la culpa es de nosotros, los hombres. A muchas personas que me preguntan por qué Dios permite ciertas cosas les respondo que Él no es un titiritero, de lo contrario no sería lo que es, lo que nos ha prometido, pues nos ha dado el conocimiento y la libertad. Estas cosas son consecuencia de nuestras decisiones, que son las que generan todo lo que está pasando. Debemos asumir hasta el fondo la responsabilidad de nuestra libertad, debemos seguir esperando y sembrando el bien. Es necesario que todos comprendan que los derechos de los más débiles no son derechos más débiles. Ese es un grave error que a veces pasa como una interpretación correcta. Se piensa que el derecho es un privilegio o una limosna. El derecho debe reconocer a todos, no puede ser un privilegio de algunos.

En su reciente viaje a Iraq, el Papa hablaba de las migraciones como de «un derecho doble: el de no emigrar y el de poder emigrar».
El derecho “a quedarse” ya lo abordaron Juan Pablo II y Benedicto XVI. Quiere decir que la persona no esté obligada a dejar su tierra por guerras, hambre, persecución política o étnico-religiosa… La comunidad internacional debe actuar en estas causas. Hay que actuar a tiempo y, si es posible, prevenir. Pero ahí no está llegando, no está cumpliendo con su deber.

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¿Su asociación también se ocupa de los que se quedan?
Somos muy pequeños, pero hacemos campañas de sensibilización, tanto en la Unión Europea como en Naciones Unidas. En este momento estamos siguiendo el conflicto en el norte de Etiopía, que está provocando la huida de miles de personas. Tigray tiene casi ocho millones de habitantes. Eso quiere decir que hay miles de refugiados, si no millones. Estamos insistiendo a las instituciones internacionales para que intervengan en el bloqueo de este conflicto y se abra una comisión de investigación sobre los crímenes cometidos. Los responsables no deben quedar impunes.

¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros ante estas emergencias?
Hay dos cosas que se pueden hacer. Sensibilizar a la opinión pública. La televisión y los periódicos no hablan de estas cosas. En segundo lugar, sensibilizar para ayudar. La Conferencia Episcopal italiana ha destinado medio millón de euros para ayudar al Tigray. Pero es necesario que otras entidades y personas puedan sostener a la Iglesia local que está pidiendo ayuda para atender a su población.